Miguel Ángel Ordóñez
La tragedia de Tristán e Isolda que inspiró la magnífica ópera de Wagner, fue llevada al cine sin éxito en numerosas ocasiones, siendo quizás la adaptación mas conocida la realizada por Tom Donovan en 1981, con Richard Burton en el papel del rey Mark de Cornualles. Un pequeño filme llamado “Lovespell”, que se convirtió en un rotundo fracaso debido a su poco consistente guión. Recuperando la leyenda situada en la britania del S.IX, el defenestrado Kevin Reynolds (que no ha vuelto a levantar cabeza tras el desastre de “Waterworld”, concebido para su amigo Kevin Costner) realiza una almibarada versión de una historia trágica, que como en “Romeo y Julieta” de Shakespeare, se centra en el amor imposible de dos jóvenes cuyos pueblos se encuentran enfrentados.
Tras la retirada de los romanos, las desperdigadas tribus inglesas procuran unir sus fuerzas alrededor de un único rey, Lord Marke, para hacer frente a la poderosa Irlanda bajo el yugo del huraño y guerrero rey Donnchadh. Acogiendo como hijo adoptivo al huérfano Tristan, Lord Marke aspira a devolver la paz a su pueblo, pero en una de las múltiples escaramuzas irlandesas en suelo inglés Tristan es dado por muerto. En realidad, envenenado por la hoja de una espada, va a parar a costas irlandesas donde será curado por la hija del rey irlandés, Isolda, que se hace pasar por sirvienta de la corte. Entre ambos surge el amor apasionado y, debido a la diferencia de sus pueblos, imposible. En una treta del rey irlandés, que ofrece a su hija para el ganador de un torneo entre los nobles ingleses, Tristan, que ha vuelto del mundo de los muertos, consigue su mano para Lord Marke con el fin de unificar ambas regiones y poner fin a la guerra. Cuando descubre la verdadera identidad de la princesa, la tragedia se apoderará de su alma, luchando entre el amor que siente y la lealtad a su padre adoptivo.
Siendo un filme apreciable, “Tristan & Isolda” adolece, en ocasiones, de una narración plana y demasiado previsible, de unas interpretaciones indolentes (especialmente la de James Franco en el papel de Tristan, siempre al arbitrio del destino) y de un cierto deja vu falso e inoportuno. Teniendo en cuenta el deseo de Ridley Scott de llevar a la gran pantalla esta trágica historia de amor (estuvo a punto de realizar una versión tras “Los duelistas”), no es de extrañar la aparición de su nombre (junto a su hermano Tony) en las labores de productor ejecutivo. Su mano al final se nota y mucho (siempre sobrevuela sobre la película esa manía, hecha propia por el inglés, de modernizar historias tan específicas y deudoras de un tiempo concreto, como hiciera en “Gladiator”).
Esta última apreciación adquiere suma importancia en el aspecto musical, puesto que Anne Dudley se mueve, si bien es cierto con disimulo, entre una composición profundamente romántica y una aproximación en ocasiones que bascula entre lo moderno, con empleo de ambientación de base electrónica, y discretas orquestaciones mas propias del Medievo (aunque éste surgiera cuatro siglos después del momento concreto en que se fecha la historia del filme), elementos ajenos a un presupuesto en principio holgado.
Parece, pues, que Dudley cumple un cierto objetivo de utilizar el anacronismo como concepto, figura que ha terminado por convertirse en referente musical en nuestros días y cuyo único fin parece limitarse a hacer pasar por mas digerible y ligero el formato de una epopeya histórica destinada al público adolescente.
Es, sin duda, en torno a los elementos románticos y épicos de la historia donde la compositora se encuentra mas cómoda y ofrece un repertorio que ayuda admirablemente a las intenciones del filme. Tanto en la presentación del personaje de Tristan (“Young Tristan”), como en lo relativo a la funesta historia de amor de los jóvenes apasionados (“Love So Alike”, “I Dream of You”, “Leaving Forever” o el espléndido “Living Without Love”), Dudley centra su atención en el empleo de una sentida sección de cuerdas, donde acaba por sobresalir los solos de violín a cargo de Julian Leaper, potenciando en todo momento la tragedia, haciéndola corpórea y real (justo donde fallan los actores).
En el debe, sin embargo, encontramos las desafortunadas intervenciones de la percusión sintética que acompaña escenas de acción poco creíbles y confusas (“The Irish Raid”, “Warriors Begin”) y que se limitan a contraponerse al empleo de metales generando mas ambientación que auténtica sensación de batalla.
Huyendo de un obvio tratamiento musical irlandés (en el que incurría Paddy Maloney, componente de The Chieftains en la precedente “Lovespell”), a pesar del empleo de cierta instrumentación localista (flauta y violín irlandés o corno inglés), en aras a situar la historia en una geografía determinada, sorprende para mal el tratamiento que Dudley realiza de dos escenas concretas, precisamente aquellas donde afloran matices étnicos. En la primera de ellas, resuelta a la manera de Thomas Newman, con empleo de flauta sobre instrumentación medieval, durante el desembarco de Tristan en las costas irlandesas para su intervención en el torneo (“A Different Land”, cuyas figuras se repiten sin orden ni concierto durante el corte “Back From the Dead”), la música parece desubicada de la escena. Sin embargo, la segunda se resuelve aún de manera mas desconcertante, puesto que en la escena del torneo, plena supuestamente de tensión y dramatismo, Dudley apuesta por un vacío ejercicio de música de época que funciona como pieza agradable y divertida, una danza a contracorriente de los pasos escasamente coreografiados de los luchadores (“The Tournament”), despojando a la escena de su carga dramática.
“Tristan & Isolde” es pues una obra que juega en ocasiones al despiste, tan eficaz en su acercamiento a la tragedia (recordando los mejores momentos de Dudley en “American History X”), como pusilánime y distante en su tratamiento de las intrigas de palacio, las alianzas y enemistades, el fragor de la lucha, preocupada por evocar el destino funesto sin prestar atención a los propios acontecimientos que lo desencadenan.
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