David Serna
Cuando Steven Spielberg adquirió los derechos para la adaptación cinematográfica de “Memoirs of a Geisha”, John Williams le transmitió su admiración por la novela homónima de Arthur Golden y su enorme interés en escribir la música de la película, algo que, en cualquier caso, estaba condenado a suceder siendo Spielberg su director. Pero al comenzar la preproducción del filme y no poder ajustar su calendario a las exigencias del proyecto, Spielberg se vio obligado a abandonarlo y a ejercer únicamente las funciones de productor, dejando a su amigo Williams con la incógnita de qué director sería el escogido por los otros dos productores del filme, Lucy Fisher y Douglas Wick, cuando el cineasta más popular de la industria había dejado el puesto vacante y cientos de aspirantes deseaban hacerse con él. La pericia demostrada por Rob Marshall en su primera película, una atrevida recreación moderna del musical “Chicago”, fue determinante para Fisher y Wick, que le contrataron con el beneplácito de Spielberg y el entusiasmo del propio Arthur Golden, admirador de la adaptación de Marshall.
Es lógico que el intenso trabajo de Williams durante la preparación y el rodaje de la película (con las partituras de “Star Wars. Episode III: Revenge of the Sith” y “War of the Worlds”) y su posterior compromiso con Spielberg en “Munich” hubiesen apartado al compositor del proyecto, alegando problemas de agenda similares a los del director. Williams no sólo asumió el reto de permanecer en la película, sino que la afrontó con la sensibilidad y la maestría que le hacen único en su profesión y que llevan a preguntarse cómo es posible que un músico de 73 años estrene cuatro películas en un mismo año y mantenga unos niveles de calidad tan extraordinarios en todas ellas, dedicando unos pocos meses a escribir y grabar lo que otro compositor soñaría con alcanzar en unas condiciones normales. Basta una sola escucha de “Memoirs of a Geisha”, ya sea en la película o en su edición discográfica, para reconocer inmediatamente la personalidad de su autor y entender su implicación en cada proyecto, escribiendo la música precisa que requiere la historia y con la absoluta seguridad de un veterano que no necesita hacerse notar o escribir “por encima de las imágenes”: una partitura delicadísima y muy contenida, en la que Williams aborda el mundo oriental dando prioridad a la cuerda y a diversos instrumentos tradicionales, y cuya elegancia y tristeza se convierten en el portavoz del sentimiento de una geisha, una mujer que, lejos de ser una cortesana o una esposa, se define como una artista en movimiento que vende sus habilidades, no su cuerpo, y cuya presencia favorece la imagen del anfitrión que puede permitirse su compañía.
Williams recorre un sendero musical paralelo a la experiencia personal de Sayuri: una niña japonesa que, en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, es separada de su humilde familia para trabajar como sirvienta en un hanamachi (un barrio de geishas) y cuyos años de esfuerzo y disciplina la convierten en la geisha más deseada de la ciudad, aunque a medida que se adentra en ese mundo de misterio y exotismo empieza a ser consciente de que a una geisha no le está permitido amar o elegir libremente su destino. Para describir el duro camino que emprende Sayuri hasta cautivar a los hombres más poderosos, la música participa de las tradiciones japonesas igual que las geishas, utilizando instrumentos típicamente orientales como la flauta de bambú shakuhachi o una cítara (que Williams combina a menudo con el sonido del arpa) denominada koto, introducidos desde China en el siglo VIII y empleados en el conjunto de la música cortesana “gagaku”. También, los tambores taiko, utilizados en Japón desde el siglo V, y flautas e instrumentos de percusión del teatro kabuki, que Williams incorpora gracias a la disponibilidad de varios tamborileros de Los Ángeles, cuyo trabajo es esencial para construir las bases rítmicas y percusivas que ambientan toda la partitura. Pero, indudablemente, la implicación de dos músicos de la talla del violonchelista Yo-Yo Ma y el violinista Itzhak Perlman, amigos y colaboradores de Williams en numerosas ocasiones, resulta definitiva para dibujar el exquisito acabado de la composición.
Mientras que Itzhak Perlman se ocupa del segundo tema más importante de la partitura (un misterioso vals asociado al presidente), el violonchelo de Yo-Yo Ma interpreta el tema asociado a Sayuri: una melodía de aire japonés cuya belleza y sobriedad expresan el largo proceso de formación y disciplina al que es sometida la muchacha y que Williams, con la inteligencia que le caracteriza, incrusta en secuencias determinantes para la aprendiza de geisha, aunque existan notables diferencias entre la ejecución de la música en la película y su exposición en la edición discográfica, cuyo caos en la secuenciación de los pasajes obedece, como es habitual en los discos del compositor, a la prioridad de ofrecer al oyente una escucha más atractiva y proporcionada que la que dictan las imágenes. La primera aparición del tema de Sayuri, ejecutado por el chelo y una flauta sobre el tren que la transporta al barrio de las geishas, coincide efectivamente con el arranque del disco (“Sayuri´s Theme”). Pero la compleja música que la adentra en el desconocido mundo del hanamachi no viene como tal en el segundo corte del compacto (“The Journey to the Hanamachi”), que primero recoge la música con la que comienza el filme (introduciendo el shakuhachi para reflejar la angustia del rapto de la niña) y luego se decanta por un desarrollo más extendido del motivo de Sayuri, empleando la sección de cuerdas e incorporando después el violonchelo como portavoz de su calvario.
Serán la belleza ante las artes que maneja y el sufrimiento derivado de su aprendizaje los sentimientos que moldearán, aunque el disco prescinda de incorporarlas, el tema de Sayuri en sus sucesivas ejecuciones en el violonchelo y las cuerdas: cuando se pone a trabajar como sirvienta, nada más llegar al hanamachi; la noche en que es bautizada como geisha y recibe un nuevo nombre; el día en que se convierte en la geisha más famosa y deseada de la ciudad; o cuando lanza su pañuelo a lo alto de una montaña, una vez el estallido de la guerra cambia la dirección de los acontecimientos. Pero antes de llegar al desenlace y despojar al motivo de sus ataduras incidentales (que el disco reserva hacia el tramo final en “A New Name… A New Life”, “Confluence” y “Sayuri´s Theme and End Credits”, donde el tema se desarrolla con libertad), la melodía brilla especialmente durante el montage de cinco minutos que muestra la severa formación de Sayuri hasta que consigue seducir a un hombre con una sola mirada, y que el disco respeta casi al dedillo (“Becoming a Geisha”): una hermosa pieza en la que el motivo de Sayuri comienza a desarrollarse como “tema” cuando, no por casualidad, la muchacha ya demuestra estar preparada para “debutar” como geisha.
Frente a la labor de Yo-Yo Ma, que interviene en la mayoría de piezas de la banda sonora, Itzhak Perlman interpreta un segundo tema principal que surge con la aparición del presidente cuando Sayuri todavía es una niña de nueve años y éste la invita a un helado, haciéndole ver que convertirse en geisha le puede llevar a tener un lugar en el mundo (“The Chairman´s Waltz”). Su misteriosa y fascinante melodía, que reaparecerá vinculada siempre a la figura del “patrón” (en “The Garden Meeting” y “The Fire Scene and the Coming of War”), identifica claramente al autor y al violinista de “Schindler´s List”, mediante una ejecución y un empleo de la melodía muy similar, y funciona como cierre de la película en la hermosa secuencia de los precréditos finales, aunque el disco solamente desarrolle el tema de Sayuri (en “Sayuri´s Theme and End Credits”). La contundencia y el dramatismo que Williams infunde a la música están muy presentes en otros momentos de la partitura, donde Yo-Yo Ma se convierte en el claro protagonista (como en “Chiyo´s Prayer” o “A Dream Discarded”, donde solamente interviene su chelo) y en la que apenas una voz femenina que expresa su dolor resquebraja la hipnótica sucesión de melodías del violonchelista: una voz similar al angustioso quejido con el que Anne Lively advertía de su sufrimiento a Agatha en “Minority Report” y que aquí entona su rabia en el preciso momento en que la narración cambia de tercio, cuando la guerra irrumpe en la vida de Sayuri (“The Fire Scene and the Coming of War”).
El único momento donde Williams demuestra una sensibilidad más alegre y optimista, contraria al tono oscuro y atonal de algunas combinaciones de instrumentos (como los tambores taiko y el shakuhachi cuando Sayuri intenta huir por los tejados del hanamachi, en “The Rooftops of the Hanamachi”), ocurre durante la secuencia en la que Sayuri corre hacia la escuela, para la que compone una melodía más juguetona y de base rítmica típicamente oriental, lo que no impide que Williams se “occidentalice” en otros pasajes (como “Destiny´s Path”) haciendo reconocible su particular gusto para la orquestación y, en concreto, ese cierto minimalismo que viene aplicando en sus últimas obras, como “Catch Me If You Can” o “A.I.”. Lejos de representar una lucha de los sonidos de oriente sobre occidente, el resultado concilia magistralmente ambos mundos y se aleja del tímido acercamiento que supuso “Seven Years in Tibet” (su anterior colaboración cinematográfica con Yo-Yo Ma) para demostrar un absoluto respeto y conocimiento de la materia desde la difícil perspectiva de un músico enraizado en la americana y que, cuando parece que ya no tiene nada que demostrar, es capaz de sorprender a su legión de admiradores con bandas sonoras de una madurez exquisita y una calidad apabullante (¿cómo se pueden definir, si no, cortes como “Becoming a Geisha” o “The Chairman´s Waltz”?), y que justifican, una vez más, la leyenda que envuelve a su autor.
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