David Rubiales
Hubo un tiempo en el que el nombre de Jerry Goldsmith era asociado automáticamente como un sinónimo de genialidad. Era tal su implicación, inquebrantable profesionalidad, así como su capacidad y versatilidad para crear universos musicales que, mediante estas cualidades, el compositor lograba sobreponerse incluso a proyectos cinematográficos que no estaban ni por asomo a la altura de su genio. Lamentablemente la profunda huella que dejó en todos los aficionados, durante su decenio mágico entre 1975 y 1985, fue difuminándose poco a poco a medida que el músico californiano se precipitaba inexorablemente hacia el declive de su carrera.
Si nos paramos a analizar las razones de este progresivo descenso a los infiernos del más profundo convencionalismo, un par de ellas destacan sobre el resto. El triste deambular del maestro, desde principios de la década de los noventa hasta su fallecimiento, estuvo relacionado con las presiones que recibió para adaptar su estilo musical a las modas imperantes y sobre todo con una saturada, y mal administrada, agenda de trabajo en la que se podían encontrar proyectos de todo pelaje y condición. La mezcla de ambos condicionantes se materializó en una pérdida de ilusión por parte del compositor hacia cada nueva tarea que abordaba, desencadenando una constante repetición de esquemas musicales – extraña circunstancia ésta viniendo de un autor que se había caracterizado por todo lo contrario – convirtiendo el elemento motivador en un ingrediente decisivo cuando se trataba de reverdecer viejos laureles.
Como declara el propio Goldsmith en las notas de la edición discográfica, el proyecto de "Los Demonios de la Noche" le fascinó desde el principio por la estimulante conjunción de elementos que contenía la historia y en especial por las interesantes perspectivas que se abrían ante tal reto. De esta forma “Los Demonios de la Noche” se convertía en la última bocanada de aire fresco entre el decadente legado de sus últimas obras y en la perfecta demostración de las muchas cosas que podía haber ofrecido el maestro si las circunstancias hubieran sido otras.
En 1996 la Paramount y el actor/productor Michael Douglas daban el pistoletazo de salida para llevar a la gran pantalla el relato elaborado varios años atrás por el afamado guionista William Goldman a partir de un hecho real del que tuvo conocimiento en un viaje por África: la historia de dos leones devoradores de hombres que en 1896 mantuvieron aterrorizado durante varias semanas un campamento ferroviario junto al río Tsavo.
Goldman articula un sólido guión en el que todas sus piezas, desde los dosificados momentos de acción hasta el inevitable choque cultural entre los personajes, potencian el verdadero conflicto que subyace bajo la historia: el perpetuo enfrentamiento entre el afán destructivo del hombre y los mecanismos de autodefensa de la naturaleza. La magnífica fotografía del húngaro Vilmos Zsigmond atrapa perfectamente la cálida atmósfera de las localizaciones africanas haciendo que el aspecto visual de la película sea sumamente atractivo y sugerente imprimiendo así un sello estético poco habitual en producciones de estas características. Esta combinación de talento, unido al imprescindible subrayado musical de Jerry Goldsmith y a una más que eficaz dirección de Stephen Hopkins, proveen a la película de un gran empaque que la convierte en un clásico moderno del cine de aventuras, con ciertas dosis de suspense y terror, con un inconfundible aroma a clasicismo.
Aunque “Los Demonios de la Noche” cuenta con una arrolladora personalidad propia, es obligado mencionar las múltiples similitudes o referencias que hay en esta película, incluso en el apartado musical, a la obra maestra de Steven Spielberg “Tiburón”. Las influencias del estilo spielbergiano, en cuanto a la planificación y a la puesta en escena, en el director Stephen Hopkins resultan más que evidentes. Los largos travellings ejecutados por Zsigmond, que imitan la visión subjetiva de los leones, son muy semejantes a los vistos en la película del director norteamericano al igual que también lo es ese trasunto del capitán Quint, colosalmente interpretado por Robert Shaw, que es Remington (Michael Douglas). Goldsmith tampoco es ajeno a las influencias de este icono del cine de terror al utilizar, al igual que lo hizo John Williams para el escualo, una clave compuesta por un motivo de dos notas perfectamente distinguible y amenazadora para señalar la presencia o aparición de los dos depredadores (“Lions Attack”, “Final Attack”). Este motivo es utilizado principalmente como un brillante elemento narrativo, que sostiene la expectación previa, y por extensión en el perfecto detonante de la acción misma. Aún así, Goldsmith no se limita únicamente a copiar el desarrollo empleado por Williams, evolucionando un poco más allá el concepto gracias a la utilización de diferente instrumentación para cada estado de la acción en el que se empleé el motivo asociado a los leones. Su increíble efectividad fundamentalmente es consecuencia del astuto contraste logrado entre el trasfondo orgánico que crean los componentes sintetizados, entre los que podemos identificar incluso un elemento respiratorio, y los instrumentos orquestales más ortodoxos.
Otra de las fuerzas vivas a la que Goldsmith dota de entidad propia es la sabana. Por medio de un complejo programa para aparato electrónico el compositor, y el instrumentista Nick Vidar, logran crear un elaborado tapiz que difumina la línea que divide el sustrato musical y el sonoro proporcionando al entorno natural una mayor relevancia en el contenido semántico de las imágenes. No sería por lo tanto exagerado asegurar que parte del mérito del Óscar ganado por Bruce Stambler a los mejores efectos sonoros en el año 1997 es gracias a la decisiva aportación en este terreno de Goldsmith y Vidar.
Estos y otros elementos sustentan, mediante un delicado equilibrio, un hábil e intrincado subrayado musical que evita deliberadamente los grandes enunciados temáticos sirviendo como soporte a la elaborada arquitectura goldsmithiana.
Varias son las claves que delatan, ante la aparente simplicidad de los planteamientos, la compleja construcción musical llevada a cabo por el compositor. La más importante la hallamos en su ejemplar tema principal. Un brillante ejercicio de síntesis narrativa y musical en el que Goldsmith responde con inusitada facilidad a las preguntas quién, cómo, dónde y por qué.
El tema comienza con una alegre melodía, interpretada por una flauta en ostinato, de origen inequívocamente irlandés que revela la ascendencia y la vocación del protagonista de la historia: el ingeniero John Patterson (Val Kilmer). Seguidamente, Goldsmith arropa esta frase musical con una pomposa contramelodía de estilo british introduciendo de esta manera el elemento desencadenante del viaje de Patterson a África –la construcción de un puente que permita al imperio británico mantener su hegemonía sobre el continente–. La percusión, a cargo de tambores, timbales y bongos, junto con los coros se encargan de trasladarnos al escenario donde tienen lugar los acontecimientos: África. Para finalizar, Goldsmith utiliza un importante elemento subliminal, imitando mediante la percusión y el acompañamiento vocal la rítmica respiración de una máquina de vapor, para materializar musicalmente al verdadero impulsor y epicentro de la acción: el ferrocarril. Este medio de locomoción se revela a lo largo de la película como el único nexo de unión entre la soledad de los protagonistas, en ese perdido rincón del mundo, y la civilización. El ferrocarril que une mundos, y que sin embargo también los separa, se convierte así en un elemento trasgresor, incluso en su forma musical, que deforma la madre tierra como si de una gran cicatriz se tratase haciendo más evidente la paradoja en la que vive Patterson. Un hombre que, a pesar de sentir un intenso amor por esa tierra, no duda en horadarla y mancillarla con sus actos.
Goldsmith conjuga en un único tema no solo parte de los grandes pilares argumentales de la historia sino también las motivaciones y contradicciones del principal protagonista en un lustroso ejercicio de astucia musical que dista mucho de ser empleado indiscriminadamente, aunque en la edición discográfica así lo parezca, circunscribiéndose solo a las escenas que transcurren en el campamento ferroviario o en sus inmediaciones.
Si por un lado el tema que vertebra la obra esconde bajo su superficie un elaborado diseño, varios de los ejes primordiales de la partitura por el contrario se alejan de esa condición rebosando una sublime simplicidad fruto de la vertiente más lírica y melódica del compositor.
Goldsmith dibuja en el tema dedicado a Remington (“Prepare For Battle”, “Remigton´s Death”) un vivaz retrato de las líneas maestras que perfilan a un personaje prisionero de su propia leyenda. Con un sencillo motivo de siete notas no exento de orgullo, y sus variaciones, el compositor atrapa la esencia de un hombre que atesora un oscuro pasado, pero que vive el presente con dignidad, con la certeza del que sabe que el final está más cerca que el principio. De la misma manera en “Catch a Train” podemos oír por primera vez el delicado tema de amor, interpretado por un oboe y las cuerdas, destinado a Helena, la esposa de Patterson. Una melancólica pieza que recuerda, sobre todo en el inicio del corte “Welcome to Tsavo”, la ejecución de las cuerdas de la línea altamente melódica de John Barry y su “Memorias de África”.
Si la trascendencia de una obra musical se mide por su capacidad para dotar a las imágenes a las que sirve de un sentido único y coherente de la emoción y el dramatismo, no sería descabellado calificar entonces “Los Demonios de la Noche” como una partitura verdaderamente sobresaliente. Lamentablemente los cuarenta minutos elegidos para confeccionar la edición discográfica distorsionan el meritorio trabajo del compositor a causa de la omnipresencia, que no es tal, del magnífico tema principal, de una errónea disposición de los cortes y principalmente por la no inclusión de temas tan decisivos como los de la partida de caza Masai o la secuencia final de títulos. También resulta frustrante comprobar como algunos temas han sido deliberadamente divididos, perdiéndose las transiciones entre unos y otros, y como los elementos musicales hindúes prácticamente han desaparecido salvo por la honrosa excepción que representa los compases iniciales del corte “Prepare For Battle”.
Aunque lo anteriormente comentado condiciona a una obligada visualización de la película para disfrutar plenamente de la partitura, dejando en evidencia las deficiencias de la edición discográfica, no es óbice para incorporar por derecho propio a “Los Demonios de la Noche” entre ese ramillete de joyas musicales que componen la época crepuscular del maestro, convirtiéndose quizá en su última gran obra y con seguridad en una digna heredera del genio musical de un autor irrepetible.
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