David Rodríguez Cerdán
Antes de hincarle el diente al disco de Ifukube, valga una aclaración. Puede que a alguien le parezca improcedente que en esta sección dediquemos tiempo y espacio a una selección de obras orquestales de este compositor sin otra excusa que los trece minutos de entraña cinematográfica que conforman la Fantasía Sinfónica nº1. Pero como en cualquier web de música cinematográfica esta misma naturaleza es condición necesaria y suficiente para establecer la pertinencia de una obra, me considero perfectamente legitimado para el asunto. Por otro lado, me excuso ante los integristas que lean estas líneas (si los hubiera) porque voy a ocuparme del disco en su integridad y no sólo de la pieza que, técnicamente, nos compete. Flaco favor estaría haciendo a nuestros lectores si pasase por alto esos espléndidos dos tercios de música no cinematográfica de Ifukube en aras de la simple corrección editorial.
La historia de la música nos ha enseñado que muchos compositores suelen ser recordados por una sola de sus obras, aunque no se trate de su pieza maestra; tal vez ni siquiera pueda codearse con lo mejor de su catálogo. En casos como éste debemos considerar razones extramusicales para explicar su fama. No obstante, esta memoria unilateral es cosa injusta. Por varias razones. De ellas, la más conspicua es que tiende a reducir al compositor a esa obra y, en consecuencia, a que se le juzgue siempre por su rasero.
En el cine, esa memoria básica se suele hacer efectiva en un icono. Y es el icono lo que sobrevive, no la partitura bien cuajada que en un buen porcentaje le granjea tal condición. En el mejor de los casos, nuestros compositores se resignan a una pervivencia mucho menos gentil que la disfrutada por los autores de música pura. A Herrmann se le seguirá asociando indeleblemente con unas brutales cuchilladas en una bañera; a Steiner con una plantación de Louisiana y un juramento melodramático; Elmer Bernstein murió sabiendo que su media centuria profesional se reduciría a la cabalgada de un heroico septeto; Korngold, a las poses manieristas y los leotardos de Errol Flynn; y el maestro Rota al busto transfigurado e imperial de Marlon Brando. Un puñado de acordes y una imagen que acaban diluyéndose en el acervo popular, rico en símbolos y consignas pero parco en hechuras.
No cabe duda que, desde hace décadas, la inmortalidad de Akira Ifukube está condicionada por ese ortopédico kaiju (dios destructor, en román paladino) de la Toho que es Gojira (Godzilla en Occidente), símbolo del trauma postnuclear de una nación entera. En su caso (como en el de John Williams y Tiburón), el tema semitonal que representa al monstruo no puede justificar por sí solo la activación de esa memoria secular, aunque en Japón sea tan popular como cualquier sintonía catódica. La filia nipona con el kaiju ega (películas de monstruos) ha determinado la órbita de Ifukube a ambos lados del charco, a pesar de que en su haber se cuentan numerosas piezas camerísticas, música concertante, sinfonías y ballets, así como un tratado de orquestación que circula habitualmente por los conservatorios japoneses. No obstante, el fenómeno del kaiju ega ha sido tan decisivo en su carrera que en 1983 el compositor decidió aglutinar en tres Fantasías Sinfónicas (o Fantasías de Ciencia Ficción) el material más carnoso de esas producciones. No obstante, una cuarta Fantasía, inspirada fundamentalmente en la película que marcaría el sexagésimo aniversario de la compañía (Godzilla contra el Rey Ghidora) y el retorno al cine de Ifukube, se incorporaría tardíamente al conjunto (en 1991). Pero así como Godzilla no representa la auténtica medida del compositor, tampoco puede hacerlo su filiación con el cine fantástico. Buena prueba es el disco que nos traemos entre manos.
La música cinematográfica de Ifukube no difiere de su música de concierto salvo en el material de partida y ésta es una de las razones que garantizan la universal asimilación de toda su producción musical. En el caso de este compositor no podemos hablar de una “doble vida”, al contrario de lo que sucede con John Williams, Georges Delerue o Miklós Rózsa, por ejemplo. El propio Ifukube señaló con ocasión de una entrevista (David Milner, 1992) que sus partituras cinematográficas menos satisfactorias eran aquellas que se habían escrito para películas que no se adaptaban bien a su estilo compositivo. Un credo ácrata y sorprendente que debe ser puro veneno dialéctico para las grandes corporaciones. Y no se trata de una típica fanfarronada. En el espinazo de su estilo está grabada a fuego la música danzabile y cantabile de los Ainu (los aborígenes japoneses) que, en su juventud, decidiría sus maneras como compositor. Por eso tanto da que arrimemos el oído a las bandas sonoras de "Ghidrah" o "Rodan" que a la Sinfonía Tapkaara; musicalmente, no existen diferencias significativas en cuanto a pulso, voluntad o rigor más allá de las puramente circunstanciales.
No cabe duda que la Fantasía Sinfónica nº1 es una de las piezas más populares del repertorio de Ifukube (buena prueba de ello es la cantidad de veces que ha sido programada en conciertos japoneses). A buen seguro que Naxos rematará la tetralogía en futuros volúmenes, pero poder disfrutar ahora de su pieza angular en una versión tan competente como la de Yablonsky y la Filarmónica Rusa merece ya un aplauso. Especialmente si tenemos en cuenta lo escurridizos que son los discos orientales. La Fantasía Sinfónica nº1 es un gran medley sinfónico que integra (bajo una relativa unidad rítmica) diez piezas orquestales procedentes de seis películas de ciencia ficción ("Godzilla", "King Kong Versus Godzilla", "Battle In Outer Space", "Frankenstein Conquers The World", "Ghidrah" y "Destroy All Monsters") compuestas entre 1954 y 1968. A excepción del tema de Godzilla (un motivo cromático para trombones, tuba y percusión à la Salter-Bernard-Baxter) y del rebufo posromántico del tema de amor de "Battle In Outer Space" el resto del material presenta unos ritmos implacables, robustos y primitivistas que revelan la condición folclórica de la música rápida de Ifukube, así como una vocación naturalista y transparente. Cualquiera que preste oídos a la Fantasía detectará de inmediato las señas de identidad de un compositor impecable, con predilección por el contrapunto rítmico y la claridad expresiva. Cierto es que su música resulta bastante afín a los protocolos del minimalismo, pero tomar a Ifukube por un minimalista es tan descabalado como tachar de korngoldiano a Richard Wagner. Téngase en cuenta que gente como Steve Reich, Philip Glass o John Cage no fueron sino interlocutores o hermeneutas de cierta tradición oriental (verbigracia: los ragas indios o la música gamelán de Indonesia) mientras que Ifukube no interpreta, sino que glosa. Especialmente memorables son las dos marchas finales (las de "Battle In Outer Space" y "Destroy All Monsters") que clausuran la pieza, tan nobles y suntuosas como cualquier material neosinfónico del Hollywood ochentero.
La tendencia folclorista de Ifukube queda expresada meridianamente en su Sinfonía Tapkaara, nombre que, precisamente, procede de una danza Ainu consagrada a la naturaleza. Orquestada para una grupo sinfónico convencional aumentado en su sección de percusión (el güiro, que aparece en el primer y último movimientos, refuerza el naturalismo de la danza) Ifukube la dio por terminada en 1954, aunque en 1980 llevó a cabo una primera y única revisión de la misma. La Tapkaara es una de esas sinfonías que semejan una larga danza y que atrapan al oyente desde el primer compás, seduciéndole honestamente, sin afeites o enjundias vanguardistas (no en vano Ifukube ha hecho público su desprecio por el atonalismo), al estilo de la celebérrima sinfonía Del Nuevo Mundo de Dvorák, que también echa mano a materiales folclóricos. El primer y último movimientos de la Sinfonía (lento molto-allegro / vivace) están compuestos en forma sonata y se basan en la exposición y variaciones de sendas danzas tapkaara. En el primer movimiento Ifukube expone en allegro la primera danza (A-B), que enseguida es proclamada por la orquesta al completo; luego aparece un segundo tema, en la trompeta y en el clarinete, que prorrumpe sin que medien cambios de ritmo. No cabe duda que la exposición de este segundo tema en el güiro y en el violín, que sucede al dúo trompeta/clarinete, representa uno de los momentos más originales de la composición. El segundo movimiento es hermosísimo: un adagio limpio que conjuga una perfecta melodía nocturna orquestada para flauta y acompañamiento de cuerda con un tema descendente y ominoso que sugiere tristeza. El propósito de Ifukube es dibujar la noche calma de Otofuke y para ello se vale de dos figuras japonesas pentatónicas (la primera, ryo, sugiere cierta serenidad y dulzura; miyako-bushi, destemplanza y abatimiento). En el tercer movimiento, el ritmo vuelve a tomar en vilo la verticalidad sinfónica y a ceder el pulso a una construcción beligerante, basada en el metal, que sugiere un cuadro de batalla.
La Ritmica Ostinata para Piano y Orquesta (1961), a pesar de su forma concertante, no pretende poner a prueba las habilidades del teclista. Se trata de una composición muy dinámica, en forma rondo, que sitúa al piano en el frente sonoro, pero no como el héroe testarudo y estentóreo de los grandes conciertos románticos, sino como un cabecilla tímbrico que ha de establecer las diferentes configuraciones de ese ostinato sincopado que modula y da título a la composición. Un uso conocido y apreciado por los minimalistas que parece cuestionar el orden aristocrático, aún vigente, del concierto tradicional. Compuesta en 1961 y revisada en 1972, Ifukube plantea su Ritmica Ostinata en términos armónicos ambiguos (mezcla escalas pentatónica y heptatónica), tal vez con la intención de encontrar un istmo lingüístico entre Oriente y Occidente. Dada esta naturaleza instrumental cordial y democrática, sorprendería que el solista de turno no estuviera a la altura de las circunstancias. La moscovita Ekaterina Saranceva, como era de esperar, sabe desenvolverse con convicción en este clima anguloso lleno de oportunos salientes y molduras.
Aunque Yablonsky no merezca el Pritaneo por este disco, su labor es diligente y conzienzuda. A su orquesta, la Filarmónica Rusa, se le notan ya las varias añadas desde que en 2003 Yablonsky se incorporase a la institución en calidad de Asesor Artístico. La mejoría es notoria desde esa primeriza muesca cinematográfica que fue el "Hamlet" de Shostakovich, también para Naxos. No obstante, aún le falta un hervor a la orquesta para estar a punto. Porque a pesar de un temple y una confianza fortalecidas por el tiempo, sigue habiendo pequeños desajustes (las trompetas desafinan ligeramente en la segunda exposición de la marcha de "Godzilla Versus King Kong" y suenan peligrosamente inestables en el tema de Radon para "Ghidrah") que comprometen ligeramente el vigor métrico de estas páginas. Pero no cabe duda de que, a tenor de la probada solvencia del conjunto, estas inconsistencias acabarán por trastocarse en una pasta mucho más musical y compacta.
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