Miguel Ángel Ordóñez
Violento y misógino, Sam Peckimpah defendía a capa y espada que vivía como filmaba. Déspota con sus actores, dotado de un sentido del humor muy particular, Sam fue el último gran cowboy. Sus “westerns” sobre hombres perdidos, en continua huida, derrotados pero no vencidos, que cultivan la amistad como el bien mas preciado a pesar de vivir entre traidores, han quedado como el legado de un cineasta atormentado y crítico frente a la hipocresía social. Quince filmes (si incluimos “Blackjack”, acabado por Siegel y donde Sam no fue acreditado) resumen su particular idiosincrasia, desde la desconocida y espléndida “Compañeros mortales”, hasta la deslavazada y fallida “Clave: Omega”. Uno de los grandes nombres que han permitido elevar esta disciplina a la categoría de Arte.
Tras el ligero fracaso de “Junior Bonner”, Peckimpah afronta su octavo filme gracias a la recomendación del carismático actor Steve McQueen. Tan inestable emocionalmente como el director y con un carácter también intransigente, McQueen repetía experiencia con Peckimpah (la tercera si tenemos en cuenta “El rey del juego”, donde Sam era despedido y sustituido por Norman Jewison, tras filmar el desnudo integral de una muchacha de color) con la adaptación de una novela de Jim Thompson (autor también de “Los timadores”, llevaba al cine por Frears cumplidos trece años de la muerte del novelista) escogida concienzudamente por él y arreglada para el cine por el emergente cineasta Walter Hill. McQueen consideraba “La huida” como el definitivo espaldarazo a su carrera por lo que decidió controlar casi todos los resortes de la producción. La descarnada historia de Doc McCoy, un ladrón en libertad condicional que inicia junto a su esposa la huida a una nueva vida tras un robo lleno de sombras como pago de los favores debidos por su liberación, era el perfecto complemento para el estilo hiperviolento repleto de montajes encadenados de Peckimpah.
Jerry Fielding fue el compositor que mejor supo entender el universo de Peckimpah. Su estilo marcadamente disonante, en ocasiones dodecafónico, con predominio de las figuras marciales encajaba a la perfección con el asfixiante mundo diseñado por el cineasta. Seis colaboraciones lo atestiguan. Lo cierto es que Fielding y Peckimpah se profesaban un respeto mutuo, algo difícil de asumir teniendo en cuenta el carácter del de Fresno. Aún así y llevado por su macabro sentido del humor, Peckimpah consideraba a Fielding un gran compositor con un escaso talento para la música cinematográfica y así se lo hacía saber continuamente. Cosas de genios. Lo cierto es que compuesto el score de “La huida” e incluido Fielding en los cárteles promocionales y con su música introducida en los pases previos, nunca sabremos los motivos reales que rodearon la salida del compositor del proyecto. Sin duda McQueen vió el filme y receló de la dirección de Peckimpah. No pudo soportar que todos hablaran en un primer momento de la nueva película del director y no del próximo proyecto de McQueen. Esa lucha de egos se hizo insoportable y supuso el fin de la relación del actor y el cineasta. La puntilla definitiva, el rechazo del score de Fielding. Incomprensible mas aún debido a la amistad que el compositor y el actor cultivaron durante el rodaje. Sea como fuere, McQueen acudió a su amigo Quincy Jones para que en dos semanas tuviera preparado un nuevo score. Como revancha Peckimpah publicó en Variety una carta donde agradecía a Fielding los servicios prestados y le abría la puerta para colaborar en un próximo filme.
Como siempre que se produce una sustitución, la “sana” alusión a las comparaciones se hace inevitable, mas aún si como es el caso tenemos acceso a ambos trabajos. Dos músicos que sorprendentemente se acercan en cuanto a la naturaleza de su aproximación musical, un frío ejercicio de estilo dominado por las disonancias para hacer frente a una turbias relaciones dominadas por la violencia, tanto como se alejan en el estilo empleado: funky jazz en Jones, distante marcialidad en Fielding. Mientras Jones acude a la armónica de Thoots Thieleman, a los punteados de cuerda, a metales improvisados y a ruidos y efectos bucales a cargo de Don Elliott que recuerdan a su gran obra maestra “A sangre fría”, Fielding hace descansar su aproximación en un estilo country que apela a condicionantes menos urbanos, en stacattos al metal, en armónicas y guitarras y especialmente en la atemorizante marcialidad de la caja, metáfora sutil de la violencia moral del cine de Peckimpah, fórmulas que repetirá en los scores realizados para su continuador natural, Clint Eastwood (“El fuera de la ley”, “Ruta suicida”).
Es interesante además incidir en que si bien Fielding y Peckimpah optaron por un subrayado musical nada intrusista y breve (38 minutos en una película de casi dos horas), el score de Jones es aún mas parco e hirsuto. Partiendo de la decisión genial de Peckimpah de no incluir música durante los títulos de crédito iniciales, el maestro opta por diseñar una alegórica fábrica del mal donde el tiempo se detiene. Un paisaje carcelario asumido como industria donde el ruido de una maquinaria (la del poder) ensordece los balidos de unas ovejas (los reclusos) que deambulan sin sentido, logrando con ello determinar psicológicamente y en solo tres minutos el deseo insuperable de Doc por abandonar su reclusión. Metáforas sutiles que pueblan gran parte del metraje. En cierto modo esa petición desesperada de Doc a su mujer para que logre que Benyon, un cacique influyente, mueva los hilos necesarios para su libertad condicional predisponen la obligación en Carol por conseguirlo a toda costa, incluso a través de prebendas sexuales (una muestra mas de la misoginia de Peckimpah, puesto que Doc nunca entenderá los actos de amor incondicional de su esposa, una mujer demasiado expuesta al engaño, blanda y situada siempre en un segundo plano, el descanso del guerrero). Debido a esto, Fielding inicia su recorrido musical reflejando el encuentro de Benyon y Carol con un pasaje country que funciona como source music y que bien podría escucharse en un vulgar bar de carretera, aquí improvisado despacho donde varios cowboys con sombrero calado marcan un territorio masculino, de malsano deseo sexual (“Benyon´s World”). Un deseo que se intuye pero que no se muestra. Una escena donde Jones huye del subrayado musical.
Único momento de cierto contenido romántico, de una atrayente concesión melódica, el encuentro de Doc y Carol, el enfrentamiento a sus cuerpos desnudos tras cuatro años sin relaciones sexuales, es resuelto tanto por Fielding como por Jones con un tema evocador y nostálgico que transita terrenos cercanos al juego improvisatorio, con efectos y voces corales en el segundo, frente a los crescendos a la cuerda del primero durante la escena situada en la piscina natural (“The Water Hole”). En la intimidad, la armónica y la guitarra reproducen el tema de amor de manera tenue y gentil, cómplice con las confidencias de los amantes (“Doc and Carol”).
A partir de aquí el score se vuelve tenso y opresivo, con predominio por las disonancias, por el carácter atonal de las notas. Frente a un comedido subrayado musical por parte de Jones, que se centra en una experimental búsqueda por generar ambientes de pesadilla con la introducción de efectos al sintetizador, violentas rupturas del tempo, por un ejercicio en ocasiones dodecafónico donde prevalece lo primitivo junto a un cierto aire psicodélico sin progresión, sin verdadero efecto dramático, Fielding apuesta por la introspección, por el suspense, por el nervioso empleo de la cuerda sobre fondo marcial (“The Bank Robbery”), subrayando momentos de gran tensión (obviados todos ellos por Jones) donde se entrega a un concienzudo análisis psicológico de personajes, como esa persecución que como gato y ratón inician Doc y un ladronzuelo en la estación del tren bajo acordes obsesivos, repetitivos (“Bag Theft”), o a la violencia en los staccatos al metal, en las progresiones disonantes a la madera que muestran un ejemplo mas de la tensión de la pareja en su huida de la policía (“Puch It, Baby”). El climax final, en el hotel, resuelto por Peckimpah con sus habituales dosis de vehemencia y crueldad sarcástica (un culo se mueve bajo una mesa al ritmo de los disparos de una ametralladora) es acompañado por una música a medio tiempo, a contracorriente de la violencia explícita de las imágenes, una argucia sobre la que Fielding hace descansar sus figuras obsesivas a la madera y su constante redoble en la caja (“The Hotel Confrontation”). Por el contrario Jones solo subraya la muerte final de Rudy con un insustancial corte de 20 segundos enfático y punzante.
El esperanzador final, huyendo la pareja en una destartalada camioneta por las desnudas carreteras mejicanas, contrapone por último un corte pop-vocal con énfasis en la armónica de Thieleman (Jones) frente a una disimulada melodía country sustentada en trompetas (Fielding) (“End Credits”).
Esta espléndida recuperación del trabajo rechazado del maestro Fielding se acompaña de un DVD de 30 minutos donde la esposa e hija del compositor (Camille y Elisabeth) y la asistente y amante de Peckimpah (Katy Haber) repasan brevemente la obra y milagros de Fielding y su relación con el director de Fresno, sin aportar demasiadas claves respecto al affaire “The Getaway”. Una buena iniciativa, lamentablemente solo disponible en inglés y sin subtítulos de ningún tipo.
Tras la suite editada en su momento por Bay Cities, el aficionado dispone ahora de una edición completa de este score maldito. Jugadas del destino. McQueen y Fielding de nuevo se encuentran. Caminos tan separados, glorias tan dispares, unidas por el halo del azar, aquel maldito albur que nos arrebató a dos genios en un mismo año, hace ya 25.
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