Miguel Ángel Ordóñez
Sabe Dios que entiendo bien poco el fenómeno de masas que supone la edición de cada esperado libro de esta franquicia literaria (sic). J.K.Rowling es una pésima escritora que ha sabido sin embargo, tras la sorpresa propia con el éxito de su primer libro, adaptarse sin riesgo a los gustos de sus numerosos fans. Reconozco que he leído sus libros más llevado por la curiosidad que por el anhelo, un glosario de personajes esquemáticos que viven situaciones que se repiten una y otra vez, mismos peligros con distintos enemigos, todos ellos al servicio del mal. El bien contra el mal, la raíz de todo relato, dirigido al público adolescente, de éxito que se precie: Harry Potter contra Voldemort.
Las adaptaciones cinematográficas han sido de lo mas variopintas, pero salvo excepciones todas ellas siguiendo un denominador común: la fidelidad al texto. Son demasiados fans como para asumir riesgos innecesarios. Si lo que gusta y vende es el libro, la máquina de sueños no está en estos momentos por la labor de explorar otros caminos del personaje que no sean el de dar imagen fidedigna a los macrorelatos (por el volumen de sus páginas) de la millonaria inglesa. Ese error ha conducido a la realización de filmes deslavazados que rozan el despropósito (las dos primeras entregas de la serie, dirigidas por un nada talentoso Chris Columbus), o a ejercicios de pirotecnia que aún agradables (este “Harry Potter y el cáliz de fuego”) inciden en el intento inútil por condensar en dos horas y media tramas y subtramas que necesitan al menos ocho. Lo lógico es optar por abandonar episodios que no son importantes para el avance de la narración principal, a costa de ganar en verosimilitud y en especial en fluidez y entendimiento. Porque “Harry Potter y el cáliz de fuego” es una película confusa si no se ha leído el libro. Demasiados son los esbozos y brochazos que ofrecen Mike Newell y el guionista Steve Kloves (se desaprovecha el enfado de los amigos, hace pasar por patética la relación de Hagrid y la directora del colegio francés, convierte en absurda la escena del pozo de los recuerdos...) que perjudican la división de la trama en tres focos: el resurgimiento de Voldemort, el torneo de los magos y los incipientes escarceos amorosos de los protagonistas. Como habrán podido observar no he realizado referencia alguna a la tercera entrega de la serie. “Harry Potter y el prisionero de Azkaban” fue la única que abandonaba partes superfluas de la historia y acometía ciertos cambios respecto al relato por lo que aprovechaba los resortes del lenguaje cinematográfico para hacer hincapié en aspectos que definen mejor a los personajes, que actúan por una motivación al menos conocida. Sin duda, la habilidad de Cuarón para narrar cuentos hizo de las suyas.
Lo cierto es que “Harry Potter y el cáliz de fuego” es una película sumamente irregular pero indudablemente entretenida. Abandonada, de momento, la franquicia por John Williams, Patrick Doyle ha sido el compositor elegido para el apartado musical. Colaborador de Newell en la interesante “Donnie Brasco” (quizás el score mas insustancial del escocés), Doyle ha puesto toda la carne en el asador para regalarnos una extensa pléyade de melodías atinadas y de soberbia ejecución. Sin embargo, su trabajo se muestra en ocasiones excesivamente enfático. Como Newell, ha optado por el entretenimiento abandonando la indudable magia que Williams otorgaba a la franquicia. Una clara apuesta por la grandilocuencia en detrimento de hallazgos algo más sutiles, por el descanso en melodías fastuosas que acompañan a nuevos y viejos personajes o que sirven de apoyo a nuevos retos afrontados por Harry, sin preocuparse por introducir esos motivos intercalados en acontecimientos que no presuponen la aparición explícita del personaje al que se asocia. Sólo en ejemplos tan previsibles, como la amenaza en ciernes de Voldemort que se manifiesta en las pesadillas de Harry, dan lugar a la aparición del motivo asociado a su Hyde en la pantalla, una sucesión de notas obsesivas y atemorizantes (figura que usara Herrmann en su acercamiento a la raíz del miedo de su protagonista en “Vertigo”) que tienen su razón de ser en el interior del propio Harry (“Frank Dies”) y que adquieren corporeidad con el resurgimiento del señor oscuro (“Voldemort”) o se exponen de forma agresiva durante la escena donde aparece la marca tenebrosa (“The Dark Mark”) o en el laberinto (“The Maze”). Otras escenas desaprovechan ese subrayado metafórico, como aquella en la que Hermione baja las escaleras del baile bajo los acordes del maravilloso tema de amor, en un principio asociado a Harry (“Harry in Winter”) y que por arte de magia se convierte en una pieza abstracta al verse incorporada a otro personaje. Quizás sería mas sutil mostrar que si Hermione siente atracción por el personaje de Victor Krum, sea una variación del tema de éste (una agresiva melodía con apoyo electrónico y gritos corales que emerge durante la presentación del equipo búlgaro -“The Quidditch World Cup”- y que se recoge de nuevo en su presentación en la escuela) o uno propio el que emerjan. No negaré que este sea un punto discutible, solo introducido como apoyo a mi tesis de la falta de sutileza que como la narración de Newell provoca que la película se muestre deliberadamente deslavazada y sin nexos de unión. Todo gira alrededor de la abstracción obviando un mayor juego en el desarrollo de la trama, potenciando lo que no se ve o lo que se siente, el desarrollo de personajes a través de la mirada de los otros.
Por otro lado, Doyle no se muestra interesado en acudir al tema original de Williams (el “Hedwig Theme”) que aparece de manera superflua cuando el título del filme aparece en pantalla (“The Story Continues”) o cuando vemos sobrevolar algunas lechuzas sobre Hogwarts (“Foreign Visitors Arrive”).
Es en las escenas de acción donde Doyle da muestras de su apuesta por la espectacularidad. A pesar de que las novelas de Rowling se hacen cada vez más oscuras, el score no puede considerarse especialmente atractivo en ese punto. Lo que en “El prisionero de Azkaban” sí se desarrollaba de manera turbia y densa, en “El cáliz de fuego” se introduce con cierta tibieza. La acción nos remite al Doyle interesado en himnos de solemnidad británica (ciertos pasajes de “The Goblet of Fire”), en fanfarrias heroicas (“Golden Egg”) o en marchas vibrantes de contenido heráldico (la marcha de Hogwarts con este tratamiento al final de “Golden Egg” por ejemplo), de moderado epicismo (la asociada al colegio francés Beaux Batons) o adoptando formas wagnerianas (la de Durmstrang, estas dos últimas presentes en el corte “Foreign Visitors Arrives”).
Sin embargo, Doyle se muestra incluso más certero en las piezas que apelan al romanticismo, a la tragedia. Dejando a un lado el espléndido tema de amor ya comentado, la aparición de dos valses muestran el indudable conocimiento de los resortes melódicos que posee el escocés. Mientras el “Neville´s Waltz” se muestra clásico y ceremonioso, el “Potter Waltz” es efectivo en su vertiente mas dinámica y divertida, ambos sin traicionar la personal construcción melódica del escocés. Un estilo musical que acompaña la subida de bilirrubina de los estudiantes, tanto como la habanera puede mostrarse de sugerente en el acercamiento lascivo del fantasma de Myrtle la llorona hacia el desnudo Harry en “Underwater Secrets”. Sin duda, con la aparición de la tragedia el score gira hacia momentos de gran sentimiento y pasión. El maravilloso adagio que escenifica la entrega del cuerpo de Cedric a su padre (“Death of Cedric”) o el solemne himno que acompaña los títulos de crédito (“Hogwarts´ Hymn”) son fruto del personalísimo sello de un autor en estado de gracia a la hora de subrayar emociones contenidas. El fantasma de “Mucho ruido y pocas nueces” sobrevuela durante momentos de un score tan insultantemente poderoso y armónico como poco atrevido, tan emocionante y bello como distante en ocasiones a los intereses de la trama, tan explícito como poco sutil, tan ceremonial como artificioso, tan pleno de melodías como exento de magia. Un score perfecto en el seguimiento de las convenientes trampas urdidas por Newell en esta, su particular apuesta por el espectáculo.
No merece ningún comentario la inclusión de las zafias canciones a cargo de Jarvis Cocker (miembro del grupo Pulp). Sólo comentar la colaboración de Doyle en las cuerdas oídas durante “Magic Works”.
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