David Rubiales
En un imparable proceso que dura ya más de dos décadas, los aficionados hemos sido testigos mudos del continuo e irremediable estrechamiento del horizonte de posibilidades creativas que proporciona la música cinematográfica. Temerosos de la respuesta negativa de un público cada vez más desinteresado por la experimentación formal, y preocupados por evitar una ruptura respecto al anquilosado sentido del dramatismo y la emoción heredado del romanticismo, los compositores, y sobre todo la industria, se han refugiado en un cómodo inmovilismo que nos ha abocado irremisiblemente hacia un círculo vicioso de difícil salida. Prisionera de la tradicional construcción melódica, y de sus relaciones tonales y temporales, la música cinematográfica ha visto frenado su impulso evolutivo gracias a criterios mercantilistas que poco o nada tienen que ver con el proceso creativo. Confundiendo la calidad con la cantidad los productores continúan demandando extensas y grandiosas partituras polifónicas intentando provocar con ellas un burdo efecto emocional que realce sus mediocres películas prologando, de esta manera, la tiranía de la línea melódica. Inconscientes del deterioro al que se ve sometido la música cinematográfica estos llamados “creadores” utilizan indiscriminadamente y sin la menor sutileza una concatenación ineficaz y extenuante de pasajes melódicos que convierten, por acumulación, la experiencia musical de los aficionados más experimentados en simple ruido de fondo.
El empleo intensivo de la música atonal, una auténtica rara avis dentro de la música cinematográfica, ha supuesto una de las líneas evolutivas más inexploradas y prometedoras del último medio siglo. Compositores como Jerry Goldsmith recogieron en su día el testigo dejado por Bernard Herrmann experimentando, durante la década de los 60 y 70, con nuevas técnicas atonales que les permitieran aportar al cine un innovador lenguaje musical. El objetivo era aprovechar las posibilidades que ofrecía la música atonal para crear pequeñas piezas musicales de fácil manipulación que, a modo de sutil subrayado, enfocaran de manera más eficiente e imprevisible la acción dramática. De esta forma se daba prioridad a la estructura frente al efecto, otorgando al compositor la libertad incluso de decidir no musicar una escena si con ello se lograba un mayor impacto. Para llevar a la práctica estos nuevos métodos musicales el género de la ciencia-ficción resultó ser el más propicio por el atrevimiento y el derroche de imaginación con el que se encaraban esta clase de producciones tal y como queda reflejado en trabajos como “Planet of the Apes”, "The Illustrated Man", “Logan´s Run”, “Coma”, “Alien” y, por supuesto, la obra que nos ocupa.
"Outland" es quizás una de las bandas sonoras más incomprendidas de toda la carrera de Jerry Goldsmith. Si llevamos a cabo un ejercicio de reflexión, abstrayéndonos por un momento de sus cualidades musicales, y nos centramos simplemente en su importancia en el contexto histórico comprobaremos rápidamente que estamos ante una obra de notable relevancia. Con la perspectiva que da el tiempo, no resulta descabellado afirmar que "Outland" terminaría siendo el último experimento puro del compositor norteamericano antes de su lento y definitivo pliegue, debido a las presiones comerciales, hacia el estilo postromántico popularizado por John Williams a finales de la década de los 70. Clara deudora de pretéritos trabajos, esta obra, aunque desprovista de las grandes dosis de originalidad de sus antecesoras en el género, supuso un paso evolutivo de gran importancia para el futuro devenir de muchos de los elementos más brillantes de la trayectoria goldsmithiana.
Dos de las claves definitorias de la calidad de esta banda sonora se encuentran en el maduro empleo de la politonalidad y la polirritmia del que hace gala el compositor en cortes como “Hot Water” o “Spiders”, y que se puede hacer extensible a toda la obra. Goldsmith inicia el primero de ellos enfrentando las tubas, el piano y los cuernos para crear una atmósfera de suspense que acompañe al jefe de seguridad O’Neil (Sean Connery) mientras se encamina hacia su presa por los corredores de la estación. Los tambores y los cuernos estallan, cuando Spota (Marc Boyle) percibe la amenaza, activando un ostinato de cuerdas y trompetas con sordina que da inicio a la persecución. A partir de ese momento la acelerada percusión, donde sobresalen unos primitivos tambores, y las frenéticas filigranas de las trompetas encauzan progresivamente la orquesta hacia un único y creciente ritmo sincopado, que desemboca salvajemente, creando uno de los pasajes musicales más potentes y resolutivos de toda la carrera del compositor. Por desgracia, y aunque resulte asombroso, este tema quedaría parcialmente descartado del montaje final por culpa de la “ceguera” musical del director Peter Hyams.
En “Spiders” Goldsmith hace uso de la politonalidad aplicándola a un progresivo crescendo que recrea la demencial alucinación, y la posterior muerte, de un minero por culpa de las drogas sintetizadas que le suministra la corporación para aumentar su rendimiento. Los metales, apoyados en unos palpitantes cuernos y sintetizadores, crean una convulsa multiplicación de ritmos que culmina con un enloquecido martilleo de los bongos y el anuncio, por medio del estallido de los platillos, del fatal desenlace.
Estos complejos desarrollos, y la brillante utilización de las disonancias, servirán como pilar fundamental no solo para posteriores y exitosas composiciones propias como “First Blood” o “Total Recall”, sino que también ejercerán una poderosa influencia en la percepción musical de una cohorte de jóvenes compositores encabezados por nombres tan ilustres como James Horner y Elliot Goldenthal.
Otra de las principales virtudes de esta partitura se puede encontrar en el esclarecedor tema que acompaña a la secuencia inicial. "The Mine" representa claramente el esfuerzo del compositor por alcanzar la perfecta combinación entre sintetizadores y orquesta. Los metales reproducen el aislamiento de la explotación minera en la luna jupiteriana mediante notas sostenidas en registro grave; a ellos se unen con un pausado desarrollo los fagotes y los clarinetes mientras en un segundo plano los sintetizadores introducen un elemento subliminal a modo de ondulantes e ininteligibles transmisiones. En contra del indiscriminado uso que hará en el futuro de los recursos electrónicos, en esta obra, y a pesar de inexpresividad sonora de esa primera generación de sintetizadores, Goldsmith emplea esta herramienta con una sutileza y contención pocas veces oída en su extensa filmografía. La función de los sintetizadores en "Outland" no es instrumental sino atmosférica. El gran acierto del compositor consiste en alejar cualquier intencionalidad a la hora de sustituir los elementos acústicos por los electrónicos, y exprimir de ellos el mayor rendimiento tímbrico posible para crear interesantes texturas que aporten, apoyándose mayoritariamente en la percusión, un trasfondo más rico a la partitura. Un tratamiento a años luz de distancia respecto a los engendros perpetrados en su época ochentena con trabajos como “Link” o “Alien Nation”.
Aunque la partitura para "Outland" puede parecer únicamente un decálogo de música atonal la realidad es que Goldsmith no perdió la oportunidad de asistir a la película, en los momentos más íntimos, utilizando formas melódicas cuando el argumento y los personajes realmente lo requerían. Buen ejemplo de ello son los cortes “The Message” y “Final Message”. En el primero de ellos, también descartado del montaje final, el compositor crea un entristecido tema de amor, no exento de cierta melancolía, para acompañar la escena en que O’Neil tiene conocimiento, a través de un mensaje pregrabado, de que su esposa e hijo le han abandonado para poner rumbo a la tierra. Por el contrario el tema “Final Message” se abre amenazador y distante, como ya lo hiciera “The Mine”, para derivar en su ecuador, y con la orquesta al completo, al tema de amor en su vertiente más lírica cerrando así la obra y la película con un optimista broche de oro en las antípodas de lo anteriormente expuesto.
No quiero dejar pasar la oportunidad de dedicar unas palabras a esa pequeña excentricidad llamada “The Rec Room”. Resulta curioso comprobar como este tema suele resaltarse a menudo, y de forma peyorativa, como ejemplo de la poca bondad de esta banda sonora cuando en realidad el corte en si no pasa de ser una mera curiosidad. En resumidas cuentas, “The Rec Room” no es más que una pieza para sintetizadores, sin la menor trascendencia, que inicialmente iba a ser empleada de forma diegética para la escena del club de strip-tease y que fue sustituida finalmente, a petición de Hyams, por otra de corte más orgiástico compuesta por Richard Rudolph y el teclista Michael L. Boddicker (colaborador habitual de Basil Poledouris).
A pesar de que parte de la impopularidad de esta banda sonora viene dada por la dificultosa digestión que supone su escucha aislada de las imágenes, aquél que sea inmune al desaliento, verá finalmente recompensado su esfuerzo descubriendo el infinito disfrute que proporcionan sus recovecos sonoros y lo justamente depositaria que es del genio de un creador instalado, en el momento de su alumbramiento, en la cima de su carrera. Favorecido por las musas, Goldsmith hace alarde en "Outland" de un absoluto dominio de todos los mecanismos compositivos para materializar una de las más complejas aproximaciones musicales de toda su trayectoria. Goldsmith aplica con precisión quirúrgica un estilo agreste y anguloso que, filtrado a través de los dosificados silencios, eleva hasta límites insospechados la sensación final del espectador ante la comunión de la música y las imágenes; convirtiendo así esta obra en un ejemplo inequívoco de la sofisticada capacidad de la música cinematográfica para generar emociones penetrando en lo más recóndito de la experiencia auditiva.
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