Miguel Ángel Ordóñez
Decir hoy día que la Disney se encuentra a años luz de su antigua filial, Pixar, o de Dreamworks, no es una afirmación gratuita que provoque llevarse las manos a la cabeza. Llega a nuestras pantallas su último proyecto “Chicken Little”, dando muestras de un renovado look al abandonar el dibujo tradicional por el moderno ordenador (su primera película íntegra en este formato) que tan buenos resultados ha dado a las anteriores. El problema, dejando a un lado el mas que irregular diseño de personajes, es que Disney parece no querer enterarse que el éxito de aquellas reside en la construcción de guiones que atraigan a un público no solo infantil a las salas. Eso sí, Disney ha desembarcado una campaña publicitaria de órdago con el emblema de su nueva estrella: un pequeño pollito que ha perdido toda la reputación que le quedaba en su natal Oakey Oaks cuando anunció a sus vecinos que el cielo se caía. Como es normal, el pollito no engañaba a nadie y ese incidente escondía una posterior invasión extraterrestre. También como siempre, la metáfora gira alrededor de clichés como que la familia unida nunca será vencida, y en el valor de la confianza en las relaciones paterno-filiales.
Dirigida por Mark Dindal, el responsable de la desangelada “The Emperor´s New Groove”, “Chicken Little” es un disparate con algún que otro momento decente. No faltan las referencias a filmes actuales sobre el tema, desde “Señales” a “La guerra de los mundos”, pero son tan gratuitas que las ridiculiza. Hacía muchos años que no asistíamos a una fauna de personajes tan de tres al cuarto, tan mal diseñados y construidos, tan tópicos, empezando por el pollito protagonista algo lelo pero que usa gafas de diseño italiano, que uno no sabe si achacarlo a la absoluta pérdida de rumbo de la productora o a la incapacidad de Dindal por dotar de alguna emoción a su troupé de frikis (una patita más fea que un demonio, un cerdo gordo hasta la exageración y un pececito buzo tan autista como el Kenny de Trey Parker). Prefiero no abordar el “alucinante” diseño de los extraterrestres.
Por otro lado Disney vuelve a meter la pata con una edición discográfica donde priman las canciones en detrimento del score (justo al contrario que en la película). Algunas sin sentido, de esas que se oyen a la manera de diégesis (los clásicos “Stir It Up” y “Ain´t No Mountain High Enough”) o que funcionan como broma macabra que no es cuestión de destripar (“It´s the End of the World As We Know It” de R.E.M.). Otras claramente descartables, breves esbozos de otros tantos clásicos que son interpretadas, no se sabe bien porqué, por los protagonistas en la película. Cutres karaokes que ayudarán a vender mejor el producto (el trailer en España incide en una canción de un grupo rumano muy conocido durante el verano pasado, ¡que no sale en el filme!). Así tenemos a Chicken Little interpretando “We Are the Champions” de Mercury, la patita fea y el cerdo haciendo lo mismo con el “Wannabe” de las otrora símbolo de la concupiscencia Spice Girls o el “Don´t Go Breaking My Heart” con el elenco al completo durante los créditos finales.
Frente a tanta nadería, los verdaderos aficionados a la música cinematográfica nos encontramos privados de disfrutar de uno de los scores más divertidos y entretenidos del año. John Debney realiza un superior trabajo de vigoroso sinfonismo, mitómano por momentos, enfático casi siempre. Sólo seis cortes constituyen la contribución del score en la presente edición. “The Sky is Falling” es una sorprendente pieza de proporciones operísticas en el empleo de coros. Un corte apocalíptico con simulado theremin electrónico que nos hace echar la mirada atrás, a esos filmes de las series B de los 50. Poderosos metales y percusiones abocan a un crescendo orquestal final muy dinámico. Pocas veces encontramos soluciones tan rotundas en una película de animación. Así, “Chase to Cornfield” incide en las mismas propuestas asociando su fuerte melodía a los robots aniquiladores enviados desde el espacio. Puro divertimento de aire amenazante que nos recuerda con sus figuras al metal al trabajo de Silvestri para “Predator”.
La diversión continúa en cortes como “The Big Game” o “Dogdeball”. El primero incidiendo en la americana tradicional para acompañar el partido de béisbol donde el protagonista se convierte en héroe, una pieza que huele al viejo oeste con sus ritmos sincopados a la manera Bernstein y que introduce las primeras notas del tema central de “ID” de Arnold. De una épica sorprendente, la inclusión de una dinámica marcha final nos recuerda al Debney de “Little Giants”. Por otro lado, el segundo es un entretenido corte de sonoridad elfmaníaca (en particular sus tempranos trabajos para Burton) que potencia lo cómico a ritmo country con gran uso de guitarras y maderas.
Con los temas “Dad Apologizes” y “Driving with Dad”, Debney introduce una melodía dulce y melancólica que se asocia a la falta de confianza del padre sobre el hijo (verdadero leitmotiv de Disney), donde sobresale el empleo de notas tristes y reflexivas al piano.
Una lástima. Y yo me pregunto: ¿por qué sólo quince minutos de score en un CD que alcanza a duras penas los 39 y que encima se rellena con canciones olvidables o cuanto menos sin nexo común? Malos tiempos para la lírica.
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