David Rodríguez Cerdán
Desde hace tiempo algunos albergábamos la certeza de que la mayor parte de la más reciente obra cinematográfica de Williams surge, de algún modo, del ímpetu que le despierta secretamente la composición concertística. En mi opinión, el compositor neoyorquino ha conseguido sintetizar prodigiosamente, de unos años a esta parte, sus aspiraciones como autor de “música seria” con las eventualidades inherentes a la cinematográfica, y ya no sólo en las películas de índole dramática, más propensas por definición a obtener páginas sesudas y ricas en escarceos técnicos, sino en las peroratas sinfónicas de mayor enjundia tales como “Harry Potter y la piedra filosofal” (2001). Tal vez algunos piensen que este aserto sea llevar las cosas demasiado lejos, pero basta comprobar cómo las implicaciones sonoras del Concierto para Violín y Orquesta (1976) o del Concierto para Flauta y Orquesta (1969) se hallaban en una órbita desconocida para aquellos acostumbrados a los rutilantes ejercicios sinfónicos de la saga galáctica y cómo ahora las cualidades descriptivas de las suites de “Siete años en el Tíbet” (1997) o de “Las cenizas de Ángela” (1999) coinciden en intenciones con los intensos discursos declamatorios del fagot y la orquesta en “The Five Sacred Trees” (1995) o las intensidades de la cuerda en “TreeSong” (2000), por poner dos ejemplos.
Realizado en el año que precedió a la controversia de su regreso a la composición para cine, el “Concierto para Violonchelo y Orquesta” (1994) tiene que ver, por tanto, con estas señas de identidad, con la riqueza próxima y vehemente y la energía silenciosa de aquellas páginas. Poco apto, por lo general, para oídos legos formados exclusivamente en el repertorio cinematográfico del septuagenario compositor, el concierto es simplemente magnífico. En él abundan áridas lecturas y ejercicios virtuosos que ponen a prueba la destreza de Yo-Yo Ma, que sale triunfante de las tribulaciones a las que la escritura williamsiana lo somete, en ocasiones lejos de intereses populistas pero siempre afincada en la expresividad y la elocuencia, en la comunicación visceral que se establece entre el compositor y el oyente en una suerte de ritual polifónico. Aunque el estilo del concierto está basado en la tradición tardorromántica, los espíritus fundamentales de obras más cercanas se cuelan en la ardorosa composición como dones afines al sentimiento ecléctico de su autor, evocando a un tiempo a Hovhaness y Vaughan Williams, a Mahler y Barber, pero siempre a través de la voz inconfundible del maestro neoyorquino.
La “Elegía para Violonchelo y Orquesta” no es sino la trascripción sinfónica de una pieza originalmente concebida para violonchelo y piano que tiene su origen en el bellísimo tema del padre y del hijo de “Siete Años en el Tíbet”. Williams extiende el discurso de Yo-Yo Ma a la vez que perfecciona y redistribuye los elementos temáticos de la pieza envolviendo la voz del violonchelo con graves estilemas, adensando el contenido dramático del discurso.
Las “Tres Piezas para Violonchelo Solista” suponen el reencuentro de Williams con los materiales secos de sus partituras cinematográficas “Rosewood” (1997) y “Missouri” (1976), en forma de tres estudios para chelo cuyo trasfondo establece ciertas conexiones programáticas con las películas citadas. En ellas Williams homenajea con las evocaciones solistas ciertos rasgos musicales de los campos de algodón de la América del siglo pasado. Yo-Yo Ma despliega a conciencia un arsenal de conceptos sonoros como respuesta a las tremendas cadenzas escritas por Williams, y en ellos parece encontrar la clave para imprimir unas intensidades supinas que demuestran su absoluto control del instrumento, sobre todo en “Pickin´”, que constituye un verdadero tratado de interpretación chelísitica. Aunque el carácter solista de las piezas presente batalla a aquellos poco versados en música de esta índole, la proverbial interpretación de Yo-Yo Ma justifica sobradamente la naturaleza críptica de estos tres breves movimientos musicales.
Y aunque el “Concierto para Violonchelo” sea, sin duda, el protagonista del disco, las cotas expresivas que alcanza Williams en “Heartwood” merecen los vítores más encendidos. Con esta pieza Williams no sólo conforma la segunda estructura de su peculiar trilogía arbórea sino que ensaya un alfabeto armónico que va a preceder el desenlace de esa maravillosa obra silvestre titulada “Los Cinco Árboles Sagrados”. Aquí son el chelo de Yo-Yo Ma y la fabulosa orquesta de Sandy DeCrescent (denominada aquí, elegantemente, The Performing Arts Orchestra Of Los Angeles) los que han de emplazarnos en medio de un entorno salvaje, ante la fronda insoslayable y majestuosa del bosque imaginario del compositor. Sin duda, Williams y Tolkien habrían hecho buenas migas de haberse conocido. La verticalidad armónica de “Heartwood” evoca, de forma constante, las visiones extáticas producidas por los caprichosos alineamientos arbóreos ante los que Williams siente una especie de piedad reverencial. Es ésta una obra hermosa, amplia, profundamente lírica y de resonancias casi místicas. Y a pesar de que Williams diga reconocer en ella las pasiones privadas de su ídolo de juventud Claude Thornhill, los manierismos orquestales y la dinámica interna de la composición obedecen, fuera de toda duda, a esa pasión asilvestrada de Williams; en fin, a esos placeres sugeridos por los espacios inalienables ajenos al hombre.
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