David Rodríguez Cerdán
Uno de los peores vicios de la crítica (y de la prosa en general) es la hagiografía. Cuando se trata de comentar obras, compositores o páginas que el tiempo y la fama han hecho intocables, aflora en el crítico el oficio de escudero y su pluma se rinde al encomio y a la poesía. Ocurre algo semejante en relación con obras, compositores y páginas desconocidos. En la música de cine este vicio va adscrito al pasado, especialmente al pasado no americano. Aunque apenas se tenga noticia de Clifton Parker, Jack Beaver, Francis Chagrin, Hans Eisler, Arthur Honegger, Masaru Satô o Stanley Black, el crítico suele hablar de ellos con la afectación y el orgullo de un partisano.
Tanto da que Stanley Black compusiera ochenta o doscientas bandas sonoras (en rigor: trabajó en varios cientos, pero su autoría se atribuye a menos de un centenar), gozara de la intuición privilegiada de Hugo Friedhofer o se codease con Coleman Hawkins y Benny Carter en Londres. Nos sobran críticos capaces de inventar Blacks pluscuamperfectos a partir del más rudimentario material biográfico, como bien pudiera ser el caso de su precocidad. El hecho es que este compositor londinense se granjeó la fama como decano de una espléndida generación de jazzmans y autores británicos de música ligera (Percy Faith, Eric Coates, Robert Farnon o Philip Lane) pero su faceta de compositor cinematográfico, a pesar de su prolijidad, no sobrevivió a aquélla. Arrogarse la tarea de vindicar la obra de Black es cosa absurda. En primer lugar, porque al inventariar sus grabaciones como compositor de cine descubrimos un catálogo anémico, si no inexistente (al margen del RCA de “Jack The Ripper” hay grabada música adicional no acreditada de Black para “It Always Rains On Sunday" en el Chandos “The Film Music of Georges Auric”; el tema principal de "Further Up The Creek" en el GDI “The Hammer Comedy Film Music Collection” y una brevísima selección de “What a Crazy World” en el “Cinephile Castle Music”); ergo, vindicar a Black desde el disco que Chandos ha consagrado a tal menester resulta ridículo. En segundo lugar, porque la música de Black no es especialmente grandiosa, aunque páginas como la suite de “Stormy Crossing” (1957) puedan impresionarnos en 2005 por su vivacidad britteniana y gran colorido.
Para el cine Stanley Black compuso a diestro y siniestro y no hizo ascos a ningún tipo de género, aunque es probable que no le interesara demasiado el cine de aventuras (las canciones diegéticas de “Sword of Sherwood Forest” constituyen su única aportación al “sword & sandal”). En su filmografía cohabitan las comedias de enredo (“Laughter In Paradise”, 1951; “Happy Ever After”, 1954) con mujeres fatales y tramas a lo Somerset Maugham (“Escape By Night”, 1953; “Bond Of Fear”, 1956); abunda también el melodrama puritano (“Hindle Wakes”, 1952) y, en menor medida, el artefacto gótico (“The Trollenberg Terror”, 1958; “The Flesh and the Fiends”, 1959) y la pieza fantástica (“The City Under The Sea”, inspirada en un poema de Poe y dirigida por Jacques Tourneur en 1965). Stanley Black es el típico músico de estudio. Sus partituras se cuentas por docenas; fue arreglista y director asociado de la Decca durante la primera mitad de los cincuenta, también director de la Associated British Pictures Corporation durante casi tres décadas (de 1946 a 1975) y su música posee el sello inconfundible del factótum corporativo.
A excepción de “Jack The Ripper”, de la cual RCA Victor ya había prensado 33 minutos de la grabación original y de “The Young Ones”, que EMI había editado incompleta en un obscuro compacto, el resto del material contenido en este Chandos es inédito, si bien las suites preparadas por Stephen Hogger a partir de los manuscritos y las grabaciones originales son, en rigor, primeras grabaciones. La selección de Chandos, muy democrática, intenta hacer justicia a lo variado de la producción de Black. El disco incluye comedia (“Battle Of The Sexes", "Sands Of The Desert”), thriller (“Stormy Crossing”), cine negro (“Three Steps To The Gallows”), terror (“Blood Of The Vampire”, “Jack The Ripper”) y musical (“The Young Ones”).
El lenguaje de Black varía según el género, pero, por lo general, es tonal y diáfano. Para las películas “Battle Of The Sexes” (1960) y el musical playero “The Young Ones” (1961) el compositor sigue los derroteros de Gershwin, todo muy lúdico y con mucho swing. En la primera hace referencia al repertorio del XVIII (según la costumbre de la época) e incorpora marchas, polkas y scherzos como forma de dar más cuerpo a la bufonada protagonizada por Peter Sellers. Se trata de un pastiche ligero y banal, de esos que corren el albur de volverse indistinguible de esa infinidad de páginas escritas a vuelapluma para el subgénero de matrimonios. El tema de “The Young Ones” es, por otro lado, una agradable marcha circense que, sin renunciar a “Un Americano en París”, resulta menos kitsch e histriónico que aquél. Pero en ambos casos se trata de partituras anodinas a las cuales sólo la labor de reorquestación de Hogger salva de la inopia.
“Sands Of The Desert” (1960), por el contrario, posee un tema magnífico, a medio camino entre la samba y una danza árabe. Aunque el film de Paddy Carstairs no es más que una comedieta sobre las desventuras de un vengativo agente de viajes Black elude el mickey-mousing en favor de una partitura pentatónica y una orquestación norteafricana para sugerir la farsa. Se trata de otro cliché, es cierto, pero resulta musicalmente más seductor que el tópico gershwiniano. La suite está compuesta por el tema principal (que introduce y clausura la suite) y por dos danzas de estilo egipcio que evocan la percepción oriental de Rimsky-Korsakov y de Respighi (arabescos en el oboe y la flauta, pandereta, bongos).
Pero en mi opinión, la suite en cuatro movimientos de “Stormy Crossing” (1957) es lo mejor del disco. El film de C. M. Pennington Richards es un murder mistery de librillo, al estilo de los primeros Hitchcocks. El protagonista investiga la misteriosa desaparición de su amigo, con el que intentaba cruzar a nado el canal que separa Dover de la costa francesa. El lenguaje es el de Delius; también el de Britten y Vaughan Williams, aunque el tono de film noir suele decantar a Black por Miklós Rózsa y sus tensiones orquestales. La suite se abre con una espectacular panorámica del mar blasonada con trompas, pero luego el compositor no incurre demasiado en los lugares comunes de la orquestación impresionista (glissandi de arpas y timbales, floreos en la cuerda, percusión ligera). Black mantiene un tono pomposo, naturalista y dramático que recuerda la voluntad narrativa de un poema sinfónico. Especialmente lúcido es el Movimiento III, una página suntuosa y de temperamento variado que aglutina los tres temas principales de la obra. El único defecto de esta suite es lo tosco de su resolución, confiada a la naturaleza interrogativa del motivo introductorio.
A tenor de las suites de “Jack The Ripper” y “Blood Of The Vampire” parece evidente que Black prefería guiarse por su compatriota Holst y el primitivismo eslavo para ilustrar el horror. En “Blood Of The Vampire” (1958) el implacable ritmo de “Marte” y el ostinato inicial de “Una Noche En El Monte Pelado” prologan una suite de naturaleza gótica. El tempo andante parece describir un paseo por cualquier arrabal; hay un motivo sinuoso orquestado para maderas empastadas que sugiere cierta repulsión (probablemente asociada al vampiro enloquecido de Donald Wolfit). Abundan los arpegios y es frecuente la interjección de un tema romántico para flauta/oboe que aporta una serenidad pastoral al conjunto, aunque la atmósfera general es la que solía conjurar gente como Gunning y Whitaker para el bestiario de la Hammer. En la obertura (Movimiento I) de “Jack The Ripper” (1959) también está presente la beligerancia del “Marte” holstiano, pero predomina el paisaje de Delius y cierta afectación romántica para la prostituta Anne Ford. En los Movimientos II y III Black introduce cromatismo, arpegia en abundancia, cultiva los colores impresionistas y se vale de una violencia, al tiempo neoclásica y britteniana, para sugerir los crímenes de Whitechapel. Nada fuera de lo común. Destacar que para el mercado americano la conservadora partitura de Black fue sustituida por una mucho más ligera confiada a Pete Rugolo y Jimmy McHugh. Si alguien es aficionado a las comparaciones, puede encontrar una escueta selección de ésta como propina del “Rosemary´s Baby” editado por Tsunami.
La última selección del disco, “Three Steps To The Gallows” (1954), recuerda a los primeros espadas del cine negro, Steiner y Waxman, salvo por el hecho de que la sordidez de Black no es tan verbosa como la del primero ni tan sofisticada como la del segundo. No obstante, la música de Black es, de acuerdo con el prototipo, ominosa y subyugante y el tema de Ivonne Durante, que clausura el disco, tributa a la femme fatale el mismo glamour straussiano que el de “Las Dos Mrs. Carrolls” o “Tener Y No Tener”.
Concluyo con una aclaración: la alta puntuación de este disco no se debe tanto al contenido (inferior al de otros Chandos) como a la fenomenal grabación digital de 24 bits que Ralph Couzens ha llevado a cabo en el Colosseum de Watford según la intachable política editorial del sello de Colchester. No menos loable resulta la feliz conjunción de Barry Wordsworth, la BBC Concert Orchestra y el ínclito musicólogo de la casa Stephen Hogger, al que lo único que podemos reprochar es que no haya tenido a bien intitular las diferentes secciones de que consta buena parte del material aquí presentado. En resumen: se trata de un disco casi artesanal (como lo son todos los Chandos), impecablemente producido e indispensable en cualquier colección decente de música cinematográfica, pero lo cierto es que algunos habríamos preferido que los productores se hubiesen acordado, en esta ocasión, de Farnon, de Addison, de Howard Blake.
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