David Rodríguez Cerdán
Es lógico que compositores como Frederic Talgorn se integren cada vez más en las preferencias de aquellos que en tiempos los consideraban meros exhumadores de idearios ajenos. Y es que este músico, rara avis gala, pertenece a ese círculo de insurrectos que se niegan a deponer el lenguaje posrromántico, que no suelen negociar sin un buen motivo sus convicciones estéticas. Prosiguen así, a tientas, en producciones catódicas o en la serie B a la espera de una improbable celebración de los antiguos fastos. No son buenos tiempos para ellos cuando sólo a un puñado de nostálgicos complace la supervivencia de la orquesta sinfónica.
Me vienen a la cabeza pocas segundas partes que tuvieran música de otro compositor digna de su precedente. La partitura de Talgorn para este spin-off de "Heavy Metal" (1981) es un trabajo ampuloso, honestamente comprometido con la tradición sinfónica, excelentemente orquestado y conducido. Al frente de la Sinfónica de Munich el compositor concibe unas páginas exquisitas que beben tanto de la megalomanía straussiana como de la vehemencia sinfónica de los énfants terribles de los años ochenta (Sarde, Scott, Rosenthal, Holdridge, Shire); se trata, en suma, de un lenguaje afín al neorromanticismo que se entiende mejor con la sala de concierto que con el celuloide. Pero no cabe duda de que las ambiciones de Talgorn suscriben con nobleza su principio de servidumbre: desde ese primer plano sideral de la nave Córtez surgiendo de las entrañas del espacio (“Lost In Space”), para el que el francés escribe una poderosa entrada antifonal hasta las delicadeces estéticas del estudio del tema de Julie (“Julie And Kerrie”), que nos devuelve el aliento épico del errático Mancini de la etapa Abbey Road (y cuya "Lifeforce" para la Sinfónica de Londres constituye una referencia ineludible) y de otros fundamentalismos sinfónicos (Bernstein, Delerue, Arnold).
Todo en este disco es excelente: no hay lugar para gratuidades en una obra densa y estrictamente acústica en la que son radicalmente excluidos sintetizadores o sonidos procesados. Nada hay de eventual en el minucioso detallismo de Talgorn, que parece entregarse a los rigores constructivos de una sinfonía. Cada pentagrama está surtido de un método que consigue trasponer las particularidades cinematográficas a una nobleza concertística sin enrarecer las atmósferas privadas de cada universo. Ni siquiera en las escenas de los vindicativos shadzaards Talgorn se permite la más mínima negligencia: todo se extrae de una gigantesca masa instrumental para la que no hay restricciones expresivas. Estamos ante un trabajo inmaculado y profundamente evocador; ante una rareza predestinada al olvido sobre la que reclamo todo tipo de atenciones.
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