Frederic Torres
Nada bueno se podía augurar cuando a tan solo un par de meses del estreno de una de las secuelas que más expectativas ha levantado en la historia del cine contemporáneo (y que se ha hecho esperar 35 años), se decidió retirar al islandés Jóhann Jóhannsson, compositor titular de la misma y habitual en las últimas películas de Denis Villeneuve, director responsable del desafío que planteaba este “Blade Runner 2049”, a favor de la pareja formada por Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch (quien parece decantarse cada vez más por la disciplina cinematográfica, sobre todo como “pareja de baile” del factótum de “Remote Control”, antes que por la dirección orquestal, campo en el que se ha ganado un merecido prestigio). Tras sopesar nombres como Cliff Martínez, Mica Levi o el mismo Vangelis (quien parece que declinó tempranamente su participación), Zimmer y Wallfisch, reclutados en última instancia para aportar piezas adicionales al trabajo de Jóhannsson, han acabado por asumir la plena autoría de la obra a pesar de la premura a la que se han visto obligados, máxime encontrándose el músico teutón inmerso en plena gira veraniega. De las recientes entrevistas concedidas a webs como “Collider” (realizada por Adam Chitwood) y “FACT” (por Claire Lobenfeld), parece que tras aceptar el envite, Zimmer marcó unas pautas de trabajo a Wallfisch para que las desarrollara bajo supervisión mientras seguía con su “tour” concertístico, partiendo de la idea básica de conectar con el film anterior a través del tema “Tears in the Rain” (además, claro está, de la participación de Harrison Ford recuperando a Deckard, el “blade runner” que interpretó en 1982), y utilizando un sintetizador analógico Yamaha CS-80, que lleva ya cuarenta años en el mercado (desde 1976), el mismo con el que trabajó Vangelis, al objeto de lograr un sonido homologable con el anterior film, pero otorgando un tratamiento contemporáneo a pesar de emplear tecnología de hace cuarenta años.
Según Wallfisch, este modelo es un aparato que consigue traducir el alma y la musicalidad del modo más adecuado y en la forma en que se supone que tiene que hacerlo un instrumento musical. Y a pesar del reto que ello ha supuesto, parecen satisfechos tanto por el sonido obtenido como por los resultados creativos, que según el británico se fundamentarían en torno a varios temas como el “Horse Theme” (al que también denomina “Soul Theme”), basado en cuatro notas, el mismo número de los ácidos incluidos en el ADN de la replicante a la que sigue el rastro el nuevo “blade runner” protagonista, K (Ryan Gosling). Es un tema que, explica Wallfisch, se expande o contrae en la medida que las pesquisas de K avanzan por los meandros de la identidad y la memoria que suscitan sus averiguaciones, mientras el film despliega toda una colección de imágenes fascinantes, aunque de moroso desarrollo, en un metraje a todas luces excesivo. Ello da lugar al denominado “Puzzle Theme”, en el que las notas del piano quedan sometidas a un proceso de transformación mediante un sintetizador granular, como idea análoga a lo que supone la existencia de los replicantes. En este sentido, se propugna el “Creation Theme”, bello pero artificial, desnaturalizado, y según sus autores, el tratamiento más idóneo para la secuencia del “nacimiento” que acontece ante el magnate ciego Wallace (Jared Leto), personaje que se convierte en la cima de esa generación WASP a la que encarna, y cuya presentación musical es tan oscura y turbadora como los propósitos omnipotentes a los que el propio personaje aspira. Es lo que se deduce de la “atmósfera musical” que le envuelve cada vez que aparece en pantalla, como en “Wallace” y “Her Eyes Were Green”, secuencia esta última en la que trata de chantajear a Deckard mediante una nueva versión de su amada Rachel.
Todos estos propósitos son llevados a la práctica, pero se resuelven de un modo difuso, como la polvareda a través de la cual debe avanzar K, rebautizado como “Joe” por Deckard, al objeto de humanizarlo. El film, aun planteando nuevos interrogantes y marcando ciertas distancias estéticas y formales con su antecesor mantiene, sin embargo, un reconocible proceso de ósmosis con aquel, revelado no solo a través de sus similares paisajes urbanitas nocturnos (menos poblados y con menos lluvia ácida), sino también en formas (los hologramas publicitarios que se observan por toda la ciudad, además de los coches voladores), conceptos (la secuencia inicial, la de la visita de K a Sapper –Dave Bautista-, actualización de la del test de Voigt-Kampf aplicado al replicante Leon, que activaba la acción del film de Scott) y movimientos (la recuperación de K en su apartamento tras su encuentro con el Nexus 8, similar a otra secuencia análoga protagonizada por Deckard después de una de las “retiradas” de los antiguos replicantes) que lo recuerdan, como el propio inicio fílmico, puntuado con una música muy similar a la que empleara Vangelis para la apertura de aquel, (“2049”), en cuya base se esboza el citado “Tears in the Rain”. Algo que también ocurre en “Furnace”, momento clave en el que K descubre el alcance de la veracidad de sus recuerdos (con el “Horse Theme” citado por Wallfisch). Una sonoridad que perdura en secuencias como la de la llegada del nuevo “blade runner” al departamento de policía de Los Ángeles (“Flight to LAPD”), en el que el propio Villeneuve parece ser que aportó la idea de encontrar un sonido similar al que proporciona una moto de gran cilindrada. En este sentido, lo atmosférico es el parámetro imperante, tanto en secuencias poéticas como la que ilustra “Rain” (una de las más sugerentes del film), en la que Joi (Ana de Armas), el holograma femenino que “vive” con K, logra autonomía suficiente como para salir por primera vez al exterior y extasiarse con las gotas de lluvia que resbalan por su “piel”, como en la “set-piece” que en sí misma conforma “Sea Wall”, la larga secuencia (casi diez minutos de duración), en la que el blade runner se enfrenta a la lugarteniente de Wallace, la mortífera replicante Luv (Sylvia Hoeks), en su denonada lucha por rescatar a Deckard de las garras del magnate y conseguir llegar a la veracidad sobre su identidad real.
Una planificada gestión del silencio en la secuencia en la que K por fin localiza a Deckard en un derruido casino de Las Vegas, obliga a decantar todo el peso “emocional” de la misma en diversas holo-canciones fragmentadas de Elvis Presley (“Suspicious Minds”, “Can´t Help Falling in Love”) y Frank Sinatra (“One for my Baby –and One More for the Road-“), pero como en el previo “menage a trois” entre K, Joi y la prostituta Mariette (Mackenzie Davis), el atento audiófilo no puede por menos que echar en falta un planteamiento “más musical”, sobre todo en esta última secuencia, que peca de excesiva frialdad por muy coherente que resulte con ese “amor tecnológico”, pues que con toda seguridad habría ganado enteros proporcionado cierta calidez a ese fascinante encuentro físico. La eclosión de “Tears in the Rain” en la resolución, confirma que Zimmer y Wallfisch han sido demasiado dependientes del trabajo original, y que más allá de ciertas innovaciones en el apartado contextual y del esfuerzo creativo que reivindica Wallfisch en las citadas entrevistas, su labor apenas es percibida por el espectador y, ni tan siquiera, por el atento aficionado, el cual, como si del mismo K se tratara, debe rastrear esas intenciones visionando el film unas cuantas veces antes de apercibirse de las mismas. No es pues, un resultado a partir del cual se pueda colegir que la “partitura” ayude a establecer puentes de contacto entre uno y otro proyecto. Ni siquiera cuenta con suficiente entidad como para entenderla como una obra autónoma y propia (a pesar de las explicaciones mediáticas ofrecidas, muy reveladoras en sí mismas, pero apenas perceptibles en el film y ni tan siquiera en la atenta escucha del disco compacto), quedando anclada en lo meramente exterior para integrarse, a fin de cuentas, dentro del diseño sonoro que tan de moda el propio Zimmer ha propuesto (voluntaria o involuntariamente) en sus últimas obras (“Dunkerque”), y que lleva camino de revelarse como todo un referente a partir de la clonación de respuestas sensoriales buscadas entre el desprevenido espectador. Desde esta perspectiva, es lícito preguntarse si la partitura, como sus protagonistas, tiene alma. Incluso si, en realidad, se trata de música.
14-noviembre-2017
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