Antonio Pardo Larrosa
Que el ser humano muere es una verdad que tiene validez desde los albores de los primeros hombres hasta nuestros días. Esta evidencia, que per se, es algo tangible y real, se muestra de un modo físico, intelectual o espiritual como imagen a todas las culturas conocidas. Que el hombre muere, además, y esta es su característica más sobresaliente, de ser un acto físico, intelectual o espiritual, es también un acto “altruista” –se da por y para…- que condiciona la realidad del otro, es decir, morimos por y para aquel que nos contempla sin conciencia de la propia muerte, idea que encaja con precisión en el engranaje humano de la “cultura del otro” en la que vivimos inmersos. Es en esta certeza donde se plantea el óbito de James Horner, hecho que deja al otro –sus legiones de seguidores y detractores- huérfano de mente y alma, a merced de un legado que tiene por derecho su legítima inmortalidad. Consideraciones teológicas o filosóficas aparte, huelga decir que esta realidad, tan humana como divina, ha condicionado la realización de la última composición del maestro, “The Magnificent Seven”, remake del Western que dirigió en la década de los 60 John Sturges y que Horner escribió antes de su fatídico accidente. Por eso, cobra más sentido, si cabe, la expresión antes reseñada que alude a esta extraordinaria realidad: morimos para el otro, pensamiento que a partir de ahora nos acompañará cada vez que pronunciemos su nombre. Desde esta nostálgica perspectiva -sentimiento de pena que llora su ausencia- se debe contemplar la compleja y heterodoxa realización de la partitura de “The Magnificent Seven” para no caer en el halago fácil hacia el que solemos dirigirnos cuando alguien tan importante, y a fe que Horner lo fue, nos deja. Compleja por numerosas razones que su pronta partida ha condicionado en el resultado final de la obra, dejando un sabor agridulce que Simon Franglen -coautor de la música- no ha sabido o no ha podido aderezar como lo hubiera hecho el maestro. Este ha sido el gran desafío al que se han enfrentado todos los miembros del equipo, músicos e instrumentistas, orquestadores y copistas, que han intentado que la música suene -trabajando sobre las pocas ideas que dejo garabateadas antes de morir- a la maniera horneriana, escritura, tan peculiar como original que lo hizo único e irrepetible.
Lo cierto es que hay que ser muy valiente para llevar a buen puerto una producción de estas características sabiendo que su director, el estadounidense Antoine Fuqua, justifica su desarrollo con una espectacular puesta en escena, modus operandi del cine comercial de nuestra época. Ni Akira Kurosawa, ni John Sturges se merecen este trato, ya que envilece el fantástico trabajo que sendos directores llevaron a cabo con sus respectivas propuestas, ora con samuráis de nihontō y hakama, ora con vaqueros de chaleco y colt, estos últimos en la versión en clave de western que Sturges realizó del clásico japonés. En esta ocasión Fuqua toma prestados del director de Ilinois los elementos narrativos necesarios para contar a su manera la historia de los 7, esa que ha hecho que “The Magnificent Seven” sea uno de los western más representativos y aclamados del género. Siendo honestos, y en esto debemos serlo, hay que decir que parte de la culpa de que esta versión ocupe ese lugar de privilegio la tiene la fantástica música que Elmer Bernstein escribió –levantó sería la palabra idónea- sobre un soberbio y bien estructurado leitmotiv, melodía que ya forma parte de la historia de la música cinematográfica. Ahora bien, la interpretación de Fuqua, aunque sigue por los mismos derroteros, no llega a convencer dejando, una vez más, un sabor agridulce que solo se disipa gracias a los fuegos de artificio que el director y su equipo emplean para contar la historia. Un pueblo en medio de la nada, Rose Creek –primera idea de Horner-; un villano, Bartholomew Bogue, que tiene bajo su yugo a los pacíficos habitantes del pueblo; y los 7 forajidos o magníficos, según se prefiera -el primer y único leitmotiv de la historia-, que una de las mujeres contrata para acabar con el villano, son los elementos sobre los que gira la historia y la música del tándem Horner/Franglen. Con estos mimbres Fuqua orquesta un disperso y tedioso mosaico visual al que la música no es ajena, debido, en parte, a que Simon Franglen no es James Horner, evidencia que ha dejado la banda sonora a medio terminar. Estamos ante una obra de librería que intenta ocupar los vacíos narrativos que la ausencia del maestro ha producido en el desarrollo argumental de la propia historia. Es, por así decirlo, una compilación, más o menos acertada, de todo el universo musical de Horner.
Esta idea queda justificada por la estructura de la obra, imperfecta e inacabada, que muestra los numerosos defectos de forma –estructura y desarrollo- a los que aludía unos renglones más arriba. Esas imperfecciones, no exentas de cierta belleza, son las que modelan una partitura construida desde la nostalgia y el respeto que Franglen y su equipo han profesado a la memoria de Horner. Observada con una pizca de perspectiva, “The Magnificent Seven”, se asemeja a la pietà rondanini, escultura en mármol de Michelangelo Buonarroti que a grandes rasgos presenta alguna que otra similitud con la obra de Horner. Esta escultura, inacabada e imperfecta, además de ser la última figura que trabajaron sus manos, es la representación de la verdadera actividad del creador, que, en palabras del pseudo-Dionisio Areopagita, místico y teólogo del siglo V o VI d.C.: el artista –escultor o músico- libera de la roca la imagen que previamente está atrapada en su interior. Con esta figuración es más fácil visualizar la naturaleza de esta última composición que deja al descubierto algunos elementos de gran valor artístico que dan buena cuenta de hacia dónde se dirigía la propuesta del maestro… todo lo demás permanece, como le ocurrió a Buonarroti, atrapado en la mente del compositor. Dicho esto, hay que entender que el trabajo de Franglen y todo su equipo ha debido ser una labor harto complicada, pues elaborar una obra a la maniera de Horner –con todo lo que esto implica- puede que sea la empresa más difícil de cuantas pueda acometer un compositor.
Como reseñé con anterioridad esta es una música de librería que tira de archivo para completar las escasas anotaciones que dejó impresas el músico. Desde el principio, con la presentación del pueblo (“Rock Creek Opression”), queda patente que en la instrumentación y la composición Franglen ha utilizado todos los clichés que forman la heterogénea librería del compositor. Las voces, utilizadas en obras como “Legends Of the Fall” o “Patriot Games”, y los metales, rescatados de “Battle Beyond the Stars”, muestran la amenaza que se cierne sobre los habitantes del pueblo, idea que resulta, a todas luces, demasiado recurrente. El famoso parabara de Rachmaninov, las guitarras, las flautas –Shakuhachi- y a alguna que otra palma de aflamencado tañido se dan cita a lo largo de la historia para mayor gloria del compositor. Quizás sea en el leitmotiv principal (“Volcano Springs”) donde encontramos el rastro de esa idea que aún está por liberar, una melodía de marcada impronta americana, esbozada pero no acabada, que sigue los patrones estilísticos establecidos por Bernstein en su versión de los 60. Se nota que Horner dejo garabateada la melodía pensando que después esta iría cobrando vida por sí sola, algo parecido a lo que sucedió con la pietà. Pero, más allá de los temp tracks propios y de las librerías personales de gran enjundia, la música de este remake de medio pelo adolece de estructura narrativa, de “orden y concierto”, dejando sobre el papel numerosas incógnitas que muestran la enorme dificultad que tiene contar la historia de un modo eficiente –sin que sobre ni falte nada-, actividad en la que Horner era un gran maestro. Además de las típicas y tópicas estructuras utilizadas por el músico se echa en falta la carga emocional que siempre ha definido su original escritura, y que aquí, en las manos de Franglen, brilla por su ausencia, al menos durante la primera parte de la obra. Para el tramo final de la partitura, Horner dejó escrita una segunda idea (“Seven Riders”), épica y heroica, que sí deja al descubierto la belleza que esta inacabada obra intenta mostrar, un melódico y rítmico leitmotiv que reutiliza con acierto las percusiones de Bernstein, dejando claro que Franglen y Redford han orquestado la pieza a su manera, pues dudo bastante que Horner, conociéndolo como lo conozco, hubiera cedido ante semejante homenaje, por más que admirara al músico neoyorquino. Esta idea, la más significativa desde el punto de vista narrativo, sufre diversas variaciones (“Faraday´s Ride / The Darkest Hour”) que completan con éxito un final donde la épica se erige en la gran protagonista de la historia. Completando el círculo, la voz femenina que hizo acto de presencia al inicio de la historia en la presentación del pueblo, aparece, también al final (“House of Judgment”), mostrando el lado más emotivo de la partitura en una especie de epílogo funerario que cierra la obra al son de un fantástico y conmovedor lamento.
Por tanto, y a tenor de lo expuesto, se puede colegir que esta versión de Horner/Franglen y compañía es la muestra evidente de que el respeto y la admiración por alguien o algo no bastan para componer una partitura sólida y coherente –siempre desde el punto de vista narrativo- que merezca llevar impreso el nombre de James Horner; es, como he argumentado con anterioridad, una obra de librería sin una estructura definida que intenta llenar los vacíos que la muerte de Horner dejo impresos en su último pentagrama. Aun así, como sucediera con la pietà rondanini de Michelangelo Buonarroti, la obra deja entrever lo que podría haber llegado a ser, con sus imperfecciones y sus limitaciones, atrapada y liberada de su propio destino, pero sobre la cruda realidad de que eso es algo que nunca llegaremos a saber...
Sirvan estas pocas palabras –creo que serán las últimas- como apéndice al libro “El don de la inmortalidad” (T&B, 2016) que escribí junto a Antonio Piñera y que recoge el análisis crítico de toda la obra de James Horner; unas cuantas palabras que impregnadas de nostalgia –como echaremos de menos ese fantástico parabara- se suman a las que escribí para sus tres últimas obras (“Le dernier loup”, “The 33” y “Southpaw”), también publicadas en esta web- que siempre, y tomado nuevamente las palabras del pseudo Dionisio Areopagita, estarán atrapadas en la obra del maestro. Así debe ser.
27-septiembre-2016
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