David Rodríguez Cerdán
No cabe duda de que la historia de la música de cine es una historia teutona. Su año cero, que suele fecharse en el "King Kong" steineriano, señala el comienzo de una tradición que, aún hoy, sigue apostando por la opulencia (verbigracia, Hans Zimmer) La obliteración de la prehistoria europea es una consecuencia insoslayable de esa eterna germanofilia. En la actualidad, los aficionados siguen ambicionando a Strauss y Wagner cada vez que una orquesta y un coro unen sus fuerzas para grabar una partitura y cuando valedores intocables como Williams se desentienden de esta idolatría suele negárseles el crédito. La militancia del posromanticismo, que al principio fue acaudillado por los pioneros alemanes que llegaron a Hollywood importando el concepto wagneriano de la obra de arte total, ha hecho oprobio de todo lenguaje que no se rindiera a la bacanal nibelunga o a los clamores cósmicos de Nietzsche. Pero la prehistoria del cine es centroeuropea, y pienso que la cosecha de esta centuria no es tan granada como para andar ninguneando a gente como Shostakovich, Prokofiev, Vaughan Williams o Honegger. Creo, por el contrario, que haríamos bien en sanear la historiografía derribando viejos ídolos e instaurando una comprensión más democrática de los antiguos panteones.
La reciente cesión del catálogo cinematográfico de Marco Polo a su filial Naxos ha constituido un feliz reencuentro con los viejos maestros. En apenas unos meses han sido reeditadas tres o cuatro obras excepcionales de Honegger, Auric e Ibert a un precio ridículo. Feliz ocasión para retribuir nuestra admiración al círculo musical de la vanguardia francesa.
La última joya de la corona Marco Polo-Naxos, que bien puede contemplarse como la alternativa continental y humilde (materialmente hablando, claro) de la Classic Film Music Series de Gerhardt y la National Philharmonic para la RCA, es la tríada magistral de Jacques Ibert grabada por Adriano y la Slovak Radio Symphony Orchestra en 1989 y 1990: las suites sinfónicas de "Macbeth" (1948) y "Golgotha" (1935) y las cinco canciones para bajo y orquesta de "Don Quijote" (1933) La humildad, no obstante, ha de atribuírsela por entero a las inclemencias de la producción, que delegó funciones en una orquesta indigente y en un director tan emprendedor y meticuloso en la reconstrucción de las obras como poco ducho para exhortar al vigor a los profesores eslovacos. Por lo demás, estamos ante un disco imprescindible jalonado de obras mayores.
Empezaré por la partitura titular. El caso de Macbeth (1948) constituye una prueba flagrante de los delitos de la memoria a que me refería. Eclipsada por el boato hollywoodiense, "Macbeth" es una banda sonora mucho más contemporánea que la mayoría de lo compuesto por Rózsa, Steiner, Korngold o Newman en esa época y alguna de sus páginas parece imaginada hace apenas dos décadas. De hecho, se trata de una composición que arrumba todo comentario ocioso sobre el supuesto conservadurismo de su autor. Baste dar cuenta de esa macabra idea de convertir al coro en un culto de súcubos para descreer de la tradición musicológica. Pero hay mucho más que eso: Ibert pinta un purgatorio a medio camino entre la mitología postimpresionista (las vocalizaciones cromáticas de las brujas, los ostinati para celesta, percusión y arpa) y el triunfalismo de Dukas o Gounod (la marcha escocesa) La administración de esta atmósfera de acero y fantasmagoría, confiada a una orquestación de ascendencia raveliana, es ya un síntoma de buen gusto y delata la sofisticación dramática del autor. Se suele citar a Herrmann a la hora de versar en materia de orquestación, pero olvidamos que el neoyorquino, a diferencia de Honegger, Auric o Ibert, solía hacer trampa: se limitaba a trasponer las funciones del leitmotiv a una orquestación extravagante (adensando los timbres y atomizando la melodía -recordemos las infinitas arpas de "Duelo en el Fondo del Mar" [1953]-), pero en el fondo seguía bailándole el agua a Wagner. Ibert hila más fino sabiendo que le basta con una temperatura, con un clima (celesta, arpa, tabores, gongs, maderas graves) para darle cuerpo a la grotesquerie macbethiana. Los temas musicales son, por tanto, simples mojones en el páramo, instalados para que el oyente no pierda pie a través de las brumas de Inverness y su trama de sangre.
Aunque a la hora de esbozar una suite de la partitura, Ibert no tuvo tiempo sino para configurar un contenido aproximado e intitular las diferentes piezas, Adriano fue muy diligente en la reconstrucción de aquélla, ampliando convenientemente la sección de cuerda y respetando los timbres originales y el protagonismo de los registros bajos de la sección de viento. Menos memorable, como dijimos, resulta la ejecución orquestal, cuya escasa convicción resulta especialmente adversa en el solo de timbal que preludia la dramática coda del último número.
La suite de "Golgotha" (1935), cuya versión original incluye dos Ondas Martenot y un saxofón (aquí el segundo Ondas Martenot ha sido sustituido por una combinación de clarinete bajo, tuba y vibráfono-un dictado de la necesidad-) es también un prodigio de la composición para el cine. Para el filme de Duvivier, que narra los últimos días de Cristo, Ibert compuso una obra esotérica y primitiva que renunciaba a la costumbre litúrgica. Siendo más realista que sus contemporáneos del otro lado del charco, el compositor estableció la atmósfera religiosa a partir de la recepción mundana de lo sobrenatural. Esta recreación profana de los postreros hechos cristianos apoya el argumento contemporáneo sobre el carácter progresista de la música de Ibert. En la procesión inicial (“La Fêtes de Pâques”), por ejemplo, el compositor utiliza la politonalidad para integrar un diálogo misticista entre el saxofón y el Ondas Martenot que distorsiona el organum hasta hacerlo irreconocible. La sensación de que la música parece rendir tributo a los bestiarios de H.G. Wells o Julio Verne más que al Nuevo Testamento no se desvanece salvo en ciertas piezas más funcionales que acompañan escenas periféricas (“Les Vendeurs au Temple”), para las que Ibert compone una música más rítmica, al estilo de las célebres danzas de Borodin.
Por último se nos ofrecen las deliciosas "Quatre Chansons de Don Quichotte" más la recuperada Chanson de Sancho, todas ellas compuestas para el ingenioso pseudomusical de G.M. Pabst "Don Quijote" (1933). Aunque Pabst tanteó fútilmente a Falla, Milhaud y Ravel para la composición de las canciones que debía cantar el célebre bajo ruso Feodor Chaliapin (que interpretaba al caballero de la triste figura), el director no renunció a contar con un compositor de primera entre las filas de su mastodóntica versión trilingüe del clásico cervantino. Ibert, que sentía una especial predilección por la figura de Don Quijote (a la postre, le inspiraría una ópera, música radiofónica y un ballet) escribió unas sencillas canciones de aire español, basadas en el pasodoble y en otros gestos propios de la ópera chica. El texto, que corrió a cargo de los guionistas del filme (Pierre de Ronsard y Alexandre Arnoux), pone en boca del hidalgo la agridulce aventura y Henry Kiichli (el Quijote de Adriano) no tiene problemas para abordar el transparente lirismo de Ibert de forma gentil y elocuente. Especialmente hermosa es la “Canción de la Muerte”, en la que el Quijote confía a los libros la memoria de sus hazañas revelando así la alegoría última de su atribulada existencia.
El único pretexto legítimo para no adquirir este disco sería aducir la incomodidad de una grabación imperfecta. Pero en casos como éste lo más recomendable es anteponer el contenido a la ejecución; de lo contrario, corre uno el riesgo de perderse tres obras maestras. Y no creo que, ante semejantes delicatessen a precio de saldo, haya algún insensato que decida volverles la espalda.
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