Miguel Ángel Ordóñez
Violencia, depravación, polis corruptos, gobernantes dictadores, prostitutas, perdedores, psicópatas... forman la comunidad que habita en Sin City, una ciudad de muerte, secuestros, violaciones y asesinatos. Un cómic, el de Frank Miller, y una visión, la de Robert Rodríguez, oscura, sucia, una vida en blanco y negro, sin esperanzas donde el rojo tiñe de sangre las maltrechas y gastadas caras de aquellos que esperan el próximo autobús que les conduzca al cementerio, forman el ideario sobre el que se asienta una película formalmente apabullante y que a buen seguro hará correr ríos de tinta en su estreno. Ambos logran un film de impecable factura, la mejor traslación de un cómic que el que les habla ha podido ver hasta la fecha. Eso no significa que la película sea redonda, perfecta, porque a medida que avanza el metraje avanza el cansancio de sus propuestas, de su manierismo constante.
Tres historias se entrelazan en la Ciudad del Pecado, las tres con personajes perdedores que hace mucho la cagaron jugando al póker con la muerte. La condenada muerte que siempre lleva en la mano escalera de color. Pero aún están a tiempo de cambiar ciertas cosas, de llevarse por delante a cualquiera que se interponga ante su último aliento de humanidad, de iluminada compasión siempre al servicio de un ideal de mujer. Lo único por lo que merece luchar. En “That Yellow Bastard”, el policía Hartigan (Bruce Willis) ve como la traición de un compañero y la codicia asesina del hijo del senador Roark (Nick Stahl) ponen en peligro la liberación de una niña de 11 años a punto de ser violada y que le jura amor eterno. Tras ocho años entre rejas (que Rodríguez potencia, al insertar las otras dos historias antes de mostrarnos el desenlace de esta) y una carta de agradecimiento diaria iniciará su búsqueda que da con sus huesos en un club de alterne (punto en común que une las historias) donde Nancy (la preciosa Jessica Alba) ahora ejerce de prostituta. Hartigan encuentra un sentido a una vida que se apaga, una vida que prefiere que se la quite una bala antes que lo haga la angina de pecho que sufre. En “The Hard Goodbye” el perdedor se llama Marv (Mickey Rourke, en su mejor papel en muchos años), un monstruo deforme cuya cara se ha reconstruido mil veces que esconde una humanidad de la que su entorno carece. Busca el amor y lo encuentra en una noche de placer con una prostituta a la que convierte en princesa imaginaria. Es asesinada por un cruel y despiadado psicópata, con cara de tipo que no ha roto un plato en su vida (Rodríguez incide en que las apariencias engañan), a las órdenes del cardenal Roark (Rutger Hauer), pilar de una iglesia vengativa hacia el pecado. Marv encuentra la razón de su existencia (como Hartigan mas bien de su muerte) e inicia una cadena de muerte y destrucción a la búsqueda del asesino. Por último, en “The Big Kill”, Dwight (Clive Owen), un antiguo asesino que ha cambiado de identidad le quita la chica a Jackie Boy (Benicio del Toro) un poli fanfarrón que cuando saca su tropa a pasear le encanta mostrar la violencia de género que lleva dentro. Pero comete un error. Persiguiendo a Dwight se adentra en el barrio de las chicas, un Bronx regentado por Miho (Devon Aoki) que imparte ley en el suburbio a golpes de catana. Con la muerte de Jackie Boy se rompe un pacto secreto que mantenía en equilibrio las zonas del crimen de la cuidad. Ahora las chicas están en peligro y Dwight las ayudará para deshacerse del cadáver, se convertirá en “caballero con espada” de 8mm pero sin armadura, expuesto a la traición de una de ellas.
Como ya hiciese en su atribulada “Spy Kids”, Robert Rodríguez ha acudido a la composición compartida para ilustrar este su nuevo juguete irreverente. Si allí el sentido era incierto, en esta puede encontrarse mas justificado puesto que la división en historias permite a cada compositor hacerse cargo de una de ellas, sin las intromisiones que se intuían en la anterior. Junto a el mismo (últimamente se ha aficionado a componer para sus películas y lo cierto es que no lo hace mal el chico), Rodríguez se ha rodeado de John Debney, con el que precisamente colaboró en “Spy Kids” y el neozelandés Graeme Revell, que ya trabajó bajo sus órdenes en “Abierto hasta el amanecer”.
Robert Rodríguez se encarga del tema central de la película y del segmento “That Yellow Bastard”. El disco mantiene, hasta cierto punto, la unidad cronológica de la historia, salvo el arranque a modo de prólogo donde para abrir boca un mercenario asesina a una bella dama mientras la besa (“Kiss of Death”, corte 20 de la edición) que marca las constantes del efectivo trabajo de Rodríguez, cierto romanticismo donde el piano ejerce de funesto contrapunto. Notas breves, percutidas, convirtiendo a modo réquiem su fugaz sentimiento en preámbulo de muerte. El tema central con el que abre y cierra el score es irracional en su planteamiento, brusco, sensual, desgarrador en el uso del saxo y con empleo de percusiones que homenajean a ese clásico de la televisión de los 50, “Peter Gunn”. “Sin City” se muestra vigoroso, mientras su clausura en “End Titles” es excesivamente agresiva en un uso estridente de las guitarras eléctricas. El trabajo de Rodríguez bascula entre el apagado eco de sus derrotados personajes, “Nancy” es sombrío “Hartigan” moribundo en su empleo de cuerdas descendentes, y la profunda expresividad de sus acciones, “Prison Cell” es tenso y cuasi-terrorífico como desencadente de la venganza de Hartigan mientras “That Yellow Bastard” es dinámico, enfermizo en la visión coloreada del fatídico psicópata. Para la escena final, Rodríguez nos tiene guardada la sorpresa del tema “Sensemaya” de Silvestre Revueltas, el maestro de Alex North, que guarda coherencia con la dinámica del score con su magnífica libertad creativa, su diálogo de metales y primitivismo en las percusiones, elementos todos ellos que encajan como anillo al dedo para describir los sentimientos de estos salvajes humanos.
Graeme Revell está al mando del capítulo “The Hard Goodbye”. Sin duda lo mejor de la función. Su trabajo es el más arriesgado, su historia la más contundente. Su acercamiento es primitivo, salvaje, sexual, un anárquico funky-jazz moderno. Saxofón, trombón, bajo, cuerda sampleada, voz femenina y percusión sintetizada sus herramientas. “Marv” representa la brutalidad del monstruoso protagonista, sinuoso empleo del saxo y el trombón frente a reincidente martilleo percusivo, retrato de una obsesión vengativa. Un tema de gran imaginación que rivaliza con el otro gran corte del score “The Hard Goodbye”, reflejo de la lucha del mal contra el mal, de dos monstruos asesinos diferenciados por los ideales. El otro, el dirigente en la sombra, la mano siniestra, la que mueve los hilos confronta coros angelicales con ecos malsanos sobre fondo de órgano apagado, el mayor monstruo de todos ellos (“Cardinal Sin”).
John Debney se hace cargo de “The Big Kill”. La historia mas fría, desde el punto de vista narrativo y musical. Debney ilustra su segmento desde una vertiente sexy, caliente en el empleo de la trompeta y el saxo, pero con cuerda distante (“Dwight”). Quizás sea su trabajo el más elegante, el que toma más referencias del cine negro clásico, pero también el menos agresivo e innovador. Frente a esta falta de transgresión, contrapone la sensualidad del jazz orquestal (“Old Town”), con energía pero sin excesos, a la aparente frialdad del barrio controlado por mujeres (“Warrior Woman”, “Tar Pit”), dotando a las situaciones de acción de cierto énfasis orquestal con diálogo contrapuntístico al metal (“Deadly Little Miho”) y entregando a la cuerda, con estilizado romanticismo, el desenlace del relato (“The Big Fat Kill”).
Tanto Debney como Revell respetan ciertas ideas que Rodríguez entrelaza en sus episodios, logrando un trabajo hasta cierto punto unitario, con puntos de vista diversos. Revell apuesta por la perversión, Debney por la tragedia, Rodríguez se interesa en el fin último de sus personajes, la Muerte.
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