Frederic Torres
La entrega de un premio alberga siempre en su seno el germen de la injusticia, por cuanto la disparidad de los puntos de vista pone en tela de juicio el beneficio concedido. En este sentido, aunque sea poco habitual encontrar la unanimidad en la hora de la concesión de un palmarés cinematográfico, este año ha vuelto a despuntar esta endogámica polémica con el otorgamiento del Oscar a la mejor partitura, por cuanto no habiendo una obra que destacara sobremanera de las otras, parece haberse producido el llamado efecto “arrastre” a propósito de los premios conseguidos por el film estrella del año, al menos en los apartados principalmente técnicos, como lo ha sido “Gravitiy”. Porque esta deslumbrante odisea espacial urdida por los Cuarón, en la que los astronautas Ryan Stone (enérgica Sandra Bullock) y Matt Kowalski (en manos del “sacrificado” Clooney) tratan de sobrevivir al desastre espacial que les sobreviene mientras se encuentran realizando una misión rutinaria en el exterior de su transbordador, se ha llevado hasta siete de las preciadas estatuillas doradas, a pesar de no haber conseguido la mayor, la de mejor película.
Y no es que la partitura de Steven Price desmerezca de la pericia del resto del equipo que ha participado en la brillante consecución de este metafórico manual de supervivencia para tiempos de crisis extrema que es el film, pues la partitura se revela funcional, eficaz y cómplice de las potentes imágenes que alberga esta aventura generadora de ingentes cantidades de adrenalina. Pero alcanzar un premio de estas características frente a personalidades de la talla de un John Williams, un Thomas Newman o un Alexandre Desplat, aún con un trabajo esmerado como es el presente, por el mero hecho de haber recalado en este preciso film, se antoja harto discutible máxime cuando a los dos últimos de los citados, tras una retahíla de nominaciones en su haber en la que se empieza ya a perder la cuenta, se les ha negado reiteradamente una estatuilla que hace tiempo debieran haber conseguido. Eso por no entrar en agravios comparativos con maestros de la talla y el fuste de un Alex North o un Ennio Morricone, a los que nunca se les concedió ni un solo premio más allá del honorífico. De manera que con sólo 36 años y dos o tres trabajos cinematográficos en su haber (del que destaca la original “Attack the Block”, en la que unos pandilleros londinenses frustraban una invasión alienígena), se antoja harto prematuro conceder un premio de este calibre a riesgo de desprestigiar el mismo galardón. De no tratarse, claro está, de un debut con atisbos de genialidad, del estilo que propiciara la consecución del mismo a un Bernard Herrmann allá por el lejano 1941. Y, desde luego, no es el caso.
Pero más allá de estas disquisiciones, lo que queda es el trabajo hecho, y en este sentido hay que conceder que Price ha concebido una partitura (pues de alguna manera hay que llamarla) pegada literalmente a las imágenes, cuyas máximas cualidades conjugan hábilmente las características hipnóticas del contexto en el que se desarrolla la acción, el espacio, del que se deriva esa sensación flotante que propicia la gravedad cero perfectamente transmitida al espectador no solo gracias al 3D, sino también y, sobre todo, al aplicado trabajo de dirección llevado a cabo por Alfonso Cuarón, justo vencedor del premio de la Academia al Mejor Director, con el paroxismo de las diversas situaciones límite que la astronauta Stone debe superar en su empeño por salvar la vida y regresar a la Tierra. Y aunque hay espacio para que Price coquetee con el lirismo ofreciendo (más bien esbozando) un tema que emplea los teclados (con el piano de apoyo) para los escasos momentos de sosiego de la protagonista, caso de “Airlock”, la sugestiva “Aurora Borealis”, y la atmosférica “Aningaaq” (en la que es el cello el que toma el testigo), en la inicial “Above Earth” es en la que se esboza la dicotomía con la que el compositor estructura su trabajo, basándose, por una parte, en un motivo de dos notas al que va superponiendo capas de sonido (al estilo de Cliff Martínez, John Powell o Hans Zimmer), apareciendo una y otra vez como un oleaje de fondo que pervive a lo largo de la partitura, tan inquietante como dinámico, según la aplicación y el impulso que se le quiera otorgar, metáfora sonora de la compleja tecnología con la que han de lidiar los protagonistas.
En “Debris”, por ejemplo, que es el momento que refleja musicalmente el catastrófico accidente inicial que desencadena la acción, el motivo se torna poderoso en el sintetizador, alcanzando una significación de amplias reminiscencias de entre el marasmo de “ruidos” que caracteriza el fragmento, más próximo al diseño sonoro y la edición musical (Price trabajó en estas lides con Howard Shore y Hans Zimmer) que a la música propiamente dicha, consiguiendo generar sucesivos crescendos (impulsados hasta en tres ocasiones diferentes) gracias a la incorporación de unos dinámicos scherzos sintetizados (que simulan la cuerda) convertidos, en el seno de una partitura concebida mayormente para la electrónica, en otro de los marchamos reconocibles de la obra. “The Void”, que ilustra el rescate de la desorientada Stone por parte de su compañero Kowalski, quien se adentra sin rumbo en la infinitud del espacio al resultar despedida de su anclaje espacial, insiste en esa misma línea, como también “Atlantis”. Ambas comparten en común otro elemento original, nuevamente más cercano al efecto de sonido que a la composición musical, consistente en interrumpir el crescendo final de ambos fragmentos de un modo abrupto, inmediato, en complicidad con la ausencia de sonido característica del vacío en el que están inmersos los protagonistas, provocando curiosamente mayor impacto en el espectador que el convencional y anticientífico estruendo de las explosiones a las que nos ha habituado el cine de ciencia-ficción a lo largo de su historia (efecto repetido por todo el disco –y no siempre al final del fragmento-, como muestran las mismas “Above Earth”, “Debris”, “The Void” y “Atlantis”, pero también “Fire”, “In the Blind”, “Aningaaq”, “Tiangong” o la conclusiva “Gravity”) .
La otra línea de trabajo, en cambio, toma como referente la composición de un tema central de líneas melódicas, mucho más convencional, pero no por ello menos sugerente, protagonizado especialmente por el cello o la viola y una evocadora voz solista femenina (que alcanzará su cénit en el último y magnífico corte del disco, titulado precisamente “Gravity”), metáfora de la soledad humana (frente a la inmensidad espacial), pero también de su indomable voluntad, presentado en el segundo tramo del citado “Above Earth”, pero de mayor presencia y significación en el inicio y en el final de “Don´t Let Go”, uno de los bloques más dramáticos y extensos del disco (con más de 11 minutos de duración), en el que ambos protagonistas se ven abocados a tomar una decisión que a la postre resultará fatal para Kowalski, y en el que tras un primer desarrollo en el que el cello goza de cierto protagonismo, junto a la etérea y evocadora solista femenina (y sus respectivas recreaciones y distorsiones electrónicas), vuelve a aparecer acompañado de la percusión sintetizada y de diversas escalas ascendentes propiciadas por esa misma electrónica y parte del cuerpo orquestal. El efecto es impactante por la perfección del ensamblaje llevado a cabo por Price, revelándose un auténtico alquimista de la narración en el paulatino cambio de tonalidad y ritmos que la acción requiere, siempre nutrida de decisiones fundamentales, pendientes de un hilo, que propician la reflexión al tiempo que incitan a la acción inmediata. “Parachute”, otro bloque de casi 8 minutos de duración, se convierte en otro tour de forcé con el tema central de protagonista, provisto de un par de crescendos con los que Price acompaña la tensión de la secuencia, en la que Stone trata de desliarse del paracaídas infernalmente enredado entre los restos de la nave espacial siniestrada.
La recta final del film, con “Soyuz” (teñida de lirismo), “Tiangong” (en la que el cello se alterna con la viola y con la peculiar harmónica de cristal) y, sobre todo, “Shenzou”, son buena muestra de esa alternancia de motivos y maneras, toda vez que el aparato orquestal (solista femenina incluida) va tomando paulatinamente el protagonismo (reforzado por la percusión sintetizada) conforme se afrontan los sucesivos momentos límite presentes en el vertiginoso tramo final de la resolución de la aventura. Pese al magnífico crescendo orquestal de este último fragmento, Price finalmente otorga la resolución del mismo a una simulación electrónica de connotaciones “descendentes”, simulación sonora del aterrizaje de la astronauta Stone, en una decisión de plena coherencia con el resto del trabajo, a pesar de aproximarse nuevamente más al puro montaje de efectos que a otra cosa. El estupendo colofón que supone el desarrollo del tema central en los créditos finales (el citado “Gravity”), en el que la voz solista femenina (alternada a lo largo de toda la obra sucesivamente entre Lisa Hanningan, Haley Glennie-Smith y Katherine Ellis) alcanza toda su magnitud (gracias al conocido coro “Metro Voices”), a medio camino entre el lamento y la épica del triunfo basado en el instinto de supervivencia de Stone (y, todo hay que decirlo, en una preparación altamente cualificada), remata una obra que debiera haber significado una digna carta de presentación a tener en cuenta de parte del compositor, más allá de las loterías de unos premios, que, en ocasiones, en contra de lo que se cree, debido a las inevitables comparaciones, pueden perjudicar más que beneficiar.
26-marzo-2014
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