Pablo Nieto
“Con un poco de azúcar esa píldora que os dan…” parece sin duda el mantra del director John Lee Hancock a la hora de enfrentarse a la eterna revisitación de la escritora P.L Travers de su traumática infancia y su posterior redención a través de esa nanny que vino volando traída por el viento del Este: Mary Poppins a un Londrés de lluvia y gris ceniza, antítesis de la soleada Australia y por supuesto, nada que ver con el también relumbrante Edad de Oro del Imperio Cinematográfico de Walt Disney, cuya obsesión por la adaptación cinematográfica de la historia le supuso veinte años de duras negociaciones por los derechos e imposiciones de la insociable Travers. Mencionamos la citada canción, con la que una debutante Julie Andrews dulcificaba el amargo sabor de las medicinas de sus pupilos, como reflejo de la visión sentimental y excesivamente amable del retrato cinematográfico del padre que se vino abajo arrastrado por el alcohol llevándose por delante a su hija, una niña que más tarde se hizo mujer y, por supuesto, escritora. Un film donde Disney pretende tapar ese run-run crítico alrededor de su “hacedor”, poniéndole el cuerpo de Tom Hanks cuya empatía con el público, unida a la excelente química con Emma Thomson, en el papel de la retorcida Travers, consiguen que la píldora se digiera con gusto.
No menos interesante resulta el proceso creativo musical, donde los vitalistas hermanos Sherman sufrieron lo que sus letras no revelan para imponer su visión a la estirada Travers. Toda una tortura creativa que a la postre, les llevaría a obtener sus únicos Oscars, tanto por el notable score como por la inolvidable y evocadora canción “Chim.-Chim –Che-re”, sin olvidar el resto de momentos mágicos que inundan la cinta y que ya forman parte de la cultura musical universal. Pues bien, es en ese marco donde Thomas Newman se enfrenta a uno de los retos de su carrera: tratando, por un lado, de sobrevivir a la arrolladora memoria de los Sherman, integrando su música dentro de la lógica presencia diegética de la obra original; y, por otro, adentrándose en el retrato psicológico de Travers, presentado con flashbacks más o menos intensos y acertados, pero no por ello menos necesarios. El resultado tan satisfactorio como se esperaba, no deja en cambio de ser otro ejemplo de autoafirmación de uno de los compositores con estilo más definido y personal que ha dado Hollywood. Un trabajo tan introspectivo como idealista, tan clásico como atrevido.
Newman inicia su enésima sesión de psicoterapia con “Travers Goff”, quién a la postre será el idealizado y redimido Sr. Banks de Mary Poppins, revisitando esa inocencia perdida, ese recuerdo imborrable padre-hija y regalándonos un estimulante tema construido sobre un vibrante piano, arropado por las cuerdas y su habitual y pintoresca paleta de timbres y armonias. No es un leit motiv al uso, pero si habrá ocasión de recuperarlo en “Beverly Hills Hotel” y en la excepcional “Ginty My Love”. Y aunque la pieza sea rescatada sin rubor por el compositor de su cabecera para la serie “The Newsroom”, en el fondo ese es parte del encanto y el estilo de Newman; lo que para algunos puede equivaler a falta de originalidad, quizás desde otra perspectiva deba defenderse como uniformidad de discurso, como cohesión filmográfica, sin que por ello la propuesta sea menos efectiva o disfrutable. Así en “Walking Bus” es fácil reconocer el aroma de “Esencia de Mujer”; en la belleza de las cuerdas de “Uncle Albert” retazos de “Cinderella Man” o “Cadena Perpetua”; en las campanas de la celestial “ Leisurely Stroll” un espejo de “Angels In America”; o en la divertida “Jollification”, sus omnipresentes pizzicatos introductorios que terminan llevándonos a las oníricas percusiones de “American Beauty”.
Similitudes a un lado, merece la pena contraponer el dinamismo del piano para ensalzar la celebración de la inicial vitalidad del Sr. Banks y su posterior redención a través de Mary Poppins, con un tema que hasta cierto punto ilustra esa mirada nostálgica al pasado de una mujer que como niña no pudo evitar la caída en desgracia de su progenitor, frase ésta expuesta en “Celtic Soul”, “Westerley Weather” y, muy especialmente, en “To My Mother”, donde la melodía involucionará hacia un inesperado clímax de tensión a las cuerdas, justo en el instante en que la niña evita el dramático suicido de su madre, desesperada ante la irreversible situación de su marido. Un tema cuyo dramatismo será revertido, alcanzando su cenit sinfónico en “Saving Mr.Banks (End Credits)”, y con el que Newman confirma la redención final de los protagonistas, al tiempo que aprovecha para reivindicar su score con una pieza a la altura de sus apasionantes títulos de crédito de “Mujercitas” o “Cadena Perpetua”. Eso sí, menos trascendente se muestra a la hora de describir el universo Disney, con divertidos cortes como “Mr.Disney” o “The Magic Kingdom”, donde metales y percusiones trasladan la personalidad exagerada de Walt Disney y su imperio de diversión, tan diferente de la personalidad y valores de la escritora, que acertadamente Newman retrata a través del jazz juguetón de “Mrs. P.L. Travers”, de nuevo con el omnipresente piano.
Este viaje de cuarenta años hacia atrás en el tiempo, recuperando a la querida “Mary Poppins” cuya historia ya siempre irá unida a las canciones de los hermanos Sherman, es también una reivindicación en toda regla de Thomas Newman y su obra. Un paso al frente ante los que siempre le han considerado el hijo excéntrico del gran Alfred Newman, pero que en el fondo no deja de ser uno de los activos más importantes que ha dado la música de cine en los últimos treinta años. Quizás la banalización del Oscar le haya restado trascendencia al premio en los últimos años, pero aunque sólo sea como reconocimiento de una industria a la que tanto ha dado, con “Saving Mr. Banks” llegó su hora o como diría el Sr. Banks, ”dale hilo a la cometa”.
27-febrero-2014
|