Frederic Torres
Antes de afrontar la nueva trilogía de la saga galáctica más famosa de la historia del cine a propuesta de su creador original, George Lucas, franquicia que anda ahora en manos de la Disney y cuyo primer episodio tiene fecha para 2015, el que se ha convertido en el primer trabajo de John Williams sin Steven Spielberg tras ocho años, ha resultado tan poco novedoso como revelador del talento que el compositor sigue atesorando. La partitura para esta “ladrona de libros” acredita una sensibilidad que no puede dejar de conmover al aficionado, con independencia del visionado del film (con el que, además, gana en intensidad, pese al formulismo con el que está resuelto). Y si bien es cierto que remite formal y estéticamente a otros momentos de su carrera, con referentes directamente vinculados, por ejemplo, a “El Turista Accidental”, “La Lista de Schindler” o, especialmente, “Las Cenizas de Ángela”, su música es ejemplo de unas maneras que muy ocasionalmente se pueden encontrar hoy en día en el mundo cinematográfico. La elegancia que destila el estilo sobrio y esencial del compositor, apoyado principalmente en los constantes solos de piano, oboe y clarinete, constituye en sí mismo todo un recital de clasicismo bien entendido, una lección que casi se podría tildar de moral frente a los aspavientos tecno-orquestales imperantes hoy en día. Desde esta perspectiva, es admirable esa austeridad de la que hace gala un compositor que lleva más de medio siglo en la brecha y que ha superado ya la barrera de los 80 años. Basta escuchar el primer corte del disco, “One Small Act”, con un inicial y elegante solo de piano introductorio antes de dar paso a la entrada de la cuerda y el viento con los que se expone el tema central, acompañando la panorámica sobre el paisaje nevado por el que circula el tren en el que inicialmente tratan de huir del infierno nazi la protagonista, Liesel (una Sophie Nélisse descubierta en la excelente “Profesor Lahzar”), su madre y su malogrado hermano pequeño, todo en menos de dos minutos (pocos fragmentos del disco superan esa duración), para sumergir al espectador en el íntimo idioma propuesto por el compositor a fin de acompañar la “insólita” voz en off conductora del relato, y que solo el más obtuso de aquellos podrá confundir con un sonido edulcorado y fácil, impropio de un artista de la talla que a estas alturas ostenta Williams.
Efectivamente, la historia de esta niña adoptada (su verdadera madre es una fugitiva comunista) que queda hipnóticamente cautivada por la lectura, víctima inocente de las terribles y atroces circunstancias que comportaron el ascenso de los nazis en una Alemania abocada al vaticinado desastre en el que únicamente podía acabar la esmerada aplicación de una ideología como la fascista, se ajusta como un guante a esta opción camerística y al protagonismo de los solos, meditadamente combinados a fin de dotar de corporeidad narrativa la sucesión de los días y la rutina de los habitantes de “Heaven Street”, la calle de la ciudad alemana en la que viven los protagonistas, de resultados previsibles e inocuos caso de haber caído en determinados manos (el Horner de “El Niño con el Pijama a Rayas”, sin ir más lejos). Pero hacerlo del modo en que el compositor lo logra está al alcance de muy pocos artistas, y no todos ellos están ya vivos. Para ello Williams se apoya en el piano y en un par de temas centrales (el otro es “Max and Liesel”, dedicado a la relación entre la protagonista y el joven judío escondido de los nazis en la casa de los padres adoptivos de la niña) como recurso fundamental, a semejanza de aquella otra extraordinaria partitura que fue la citada “El Turista Accidental”, iniciando la mayor de las ocasiones los fragmentos y bloques (“Ilsa´s Library”; “Jellyfish”; la suite final “The Book Thief”) con la elegante fragancia que destila este instrumento, así como también finalizándolos (“New Parents and a New Home”; la sobrecogedora conclusión de “The Departure of Max”), exprimiendo todas sus posibilidades, siguiendo o acompañando el motivo central cuando la cuerda lleva las riendas (caso de “Learning to Road” y “Learning to Write”), o sucediendo al que inicia otros fragmentos (el solo que sigue al del oboe en “The Journey to Himmel Street” y el del mismo “Finale”; el que va tras el arpa en “”I Hate Hitler!”), aunque también el oboe (“The Journey to Himmel Street”, “Max and Liesel”, “The Visitor at Himmel Street”, “Finale” y, sobre todo, “Learning to Road”) y el clarinete (el final de “Ilsa´s Library”, “Revealing the Secret”, “Learning to Write”, la reconfortante “Max Lives”), además del harpa y el violín (“Learning to Write” y “The Departure of Max”), dispongan de un protagonismo principal. Todo con el objetivo de hacer crecer el tema dedicado a Liesel a medida que la pequeña protagonista va madurando y tomando conciencia del terrible régimen (y las circunstancias que ello comporta) bajo el que le ha tocado vivir.
Se trata, pues, de un Williams maduro y reflexivo, alejado de ritmos sincopados y pulido en sus aristas, pero en absoluto romo. Y aunque no faltará quien reproche (con cierto fundamento, cabe reconocer) las semejanzas de la presente obra para con la citada “Las Cenizas de Ángela” (además de compartir a Emily Watson en el papel de madre), la insulsa y epidérmica adaptación que Alan Parker realizara sobre la interesante novela de Frank McCourt, cabe indicar que la diferencia entre ambas partituras la establece el tono vital insuflado a una y otra, puesto que mientras aquella estaba revestida de una halo de tristeza que lo envolvía todo en una endémica desesperación, la chispa de una cierta y deseada esperanza (por mucho que los acontecimientos reflejados en el transcurso del film no permitan albergar demasiadas expectativas en este sentido a los personajes) es la que sustenta el pálpito musical de esta “ladrona de libros”, apoyada de un modo fundamental en la lectura y el aprendizaje como los medios definitivos con los que no solo afrontar, sino también derrotar la barbarie. Desde esta perspectiva, el tema de Liesel va adquiriendo una fuerza y una convicción que recuerda el recorrido (salvando todas las distancias argumentales que se quiera) del protagonista de “El Turista Accidental”, vitalmente decaído tras la ruptura con su esposa, hasta encontrar de nuevo, en una catarsis final, el amor en su nueva pareja, y que tan detallada y progresivamente ilustrara la partitura de Williams. Así se observa, por ejemplo, en fragmentos como en la simbólica y escalofriante “Book Burning”; en las trágicas y sin embargo delicadas “The Departure of Max” y “Rudy Is Taken” (en las que Liesel pierde a sus dos jóvenes amigos, uno porque no dispone de más opción que la huida, dado su condición de judío, y el otro víctima trágica de los bombardeos de la aviación aliada sobre las poblaciones civiles); como también en “Rescuing the Book”, en las que el dramatismo al que abocan las imágenes lo resuelve el compositor apelando a una contención (que alcanza su máxima cima en el pequeño ostinato del último fragmento), cuyos resultados, precisamente debido a esa mesura, son la consecución de una redoble hondura emocional que cala profundamente en la percepción del espectador/melómano.
Con todo, y a pesar de los trazos literarios en los que se mueve el film (correcto, pese a todo), lastrando la emotividad de la mayor parte del metraje al homogeneizar rutinariamente las desventuras de unos personajes abocados a vivir toda una serie de terribles situaciones, percibidas un tanto anodinamente por el espectador (no en balde su responsable, Brian Percival, es un realizador fraguado en la serie “Dowton Abbey”, interesante producto investido, no obstante, del intransferible y literaturizante “sello británico”) y de las que la voz en off es el ejemplo más nítido, debido en parte a su propia idiosincrasia “sobrenatural”, Williams tiene ocasión de introducir cierto dinamismo gracias a algunos pequeños momentos convocados a fin de oxigenar el relato, pues a pesar de las dramáticas circunstancias, la vida sigue su curso. Se trata de la breve “The Snow Fight”, que se inspira en el fragmento “Follow Me” que integrara la partitura de “Always”, resuelta con algunos scherzos y pizzicatos, y “Foot Race”, también provista de un suave scherzo, pero en la que destaca su tímbrica y, sobre todo, los solos finales del clarinete y el arpa. Y aunque son circunstanciales, su presencia potencia, gracias a este contrapunto, el dramatismo de bloques como “The Train Station”, con su evocadora estela final, sobrecogedora coda con la que despedir al comprensivo padre adoptivo de Liesel (interpretado por un correcto Geoffrey Rush), reclutado obligatoriamente por el ejército pese a su avanzada edad, debido al atrevimiento de oponerse a la deportación de un vecino comerciante judío; “Revealing the Secret”, en el que anida la inquietud tras sendos y consecutivos solos de arpa y violoncello; y, especialmente, “Rudy Is Taken”, provista de una dramática cuerda que golpea al espectador en ese plano cenital en el que Liesel se arroja desesperadamente sobre su amigo/novio, Rudy, mientras éste expira tendido en la calle, víctima colateral de los crueles bombardeos aliados sobre la población civil.
Sin embargo, el cénit llega en un fragmento que apela al aspecto más íntimo de la protagonista, la añoranza por su verdadera madre, a la que ella nunca deja de esperar volver a ver y a la cual, por fin, puede escribir. “Writing to Mama”, se convierte en uno de esos momentos musicales mágicos que el compositor ofrece de tanto en tanto, provisto de la misma íntima delicadeza de, por ejemplo, “E.T. and Me”, el exquisito bloque musical perteneciente a aquella mítica partitura de la archiconocida película de Spielberg. Y ello gracias al empleo del arpa, las flautas, las campanitas/triángulos y la cuerda, que confieren esa justa dulzura emocional que este tipo de secuencias demandan y que Williams tan sabiamente sabe resolver sin caer en el empalago. Se trata de un fragmento poético, en el que la exquisitez musical transmite el poder que anida en el ser humano aún en el peor de los infiernos posibles (presente, con todo, en su conclusión, paulatinamente oscurecida). Del mismo modo, vertebrar musicalmente el odio que Liesel y Rudy sienten por el dictador nazi (expresado liberadoramente a gritos en el solitario lago en el que finalizan su paseo/escapada), a través de un solo de harpa y un piano, en “I Hate Hitler!”, simboliza la talla moral con la que Williams decide enfrentar, una vez más (tras “La Lista de Schindler” y, en cierta medida, “Salvar al Soldado Ryan” y “El Imperio del Sol”), una ideología de tan nefastas consecuencias como aquella, motivo que, probablemente, le haya movido a involucrarse en el presente trabajo más allá de unas pretensiones artísticas de sobra reconocidas, no obstante, por enésima ocasión vueltas a poner de manifiesto.
19-febrero-2014
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