Frederic Torres
Andrés Goldstein y Daniel Tarrab llevan trabajando más de una década juntos para el cine desde que coincidieran en la película “Felicidades” de Lucho Bender en el primer año del nuevo milenio (y en la que también tuvieron una breve aparición como actores). Además, se han encargado de los dos films anteriores de la directora Lucía Puenzo, la reconocidísima “XXY” (por la que ganaron el premio a la revelación del año que otorga el Festival de Ghent) y la muy interesante “El Niño Pez”, una historia iniciática protagonizada por una adolescente con problemas sobre su orientación sexual, por lo que tenían todos los números para hacerse cargo del nuevo proyecto de la directora argentina, “Wakolda” en el original, que antes fue relato literario escrito por la propia Puenzo (quien va ya por su quinta novela). Tan original título describe en idioma mapuche el nombre de la mujer del conocido (en Argentina, sobre todo) cacique Lautaro, que se levantó en la Patagonia contra los conquistadores españoles, pero también es el nombre que en el sur argentino se le da a unas muñecas que supuestamente esconden un secreto en su interior. Esta rica dualidad semántica se pierde en la traducción española (e internacional) al quedarse el título en el más específico y descriptivo “El Médico Alemán”, conscientes los distribuidores, tal vez, de la dificultad comercial del original. En este sentido, conviene saber que ya ha sido preseleccionada por Argentina para ser candidata a los Oscar de Hollywood con el propósito de competir en la modalidad de mejor película de habla no inglesa.
Y viene esto a cuento porque cabe tener presente esa dualidad de significados en cuanto se constituye en el fundamento metafórico del argumento de esta arriesgada película que sitúa el eje de su narración en la atracción que la adolescente Lilith (Florencia Bado) siente por el misterioso “médico alemán”, que no es otro que el nazi Joseph Mengele (Àlex Brendemühl), a quien durante unos cuantos meses la directora hace coincidir con una familia en su deambular por la región patagónica hacia finales/principios de la década de los 50/60 en su huída de las autoridades internacionales hacia el Paraguay del dictador Stroessner, quien le habría brindado, además de asilo, el anonimato necesario hasta su supuesta muerte por ahogamiento en una playa brasileña a finales de los setenta. Y ello porque este médico aparentemente cortés y educado consigue llamar la atención de la adolescente (cuyas inequívocas raíces judaicas –como sugiere su nombre- dotan de mayor atractivo la relación) debido a su distinguida actitud y a su artesanal dedicación con la confección de unas muñecas a las que, en realidad, aplica las características físicas arias consonantes con sus execrables creencias racistas. Una relación complicada narrada desde unas posiciones muy peculiares dado que la directora afirma haber preferido filmarla desde el primer plano, desde una perspectiva empática, antes que emplear el plano general, que la hubiera dotado de un mayor distanciamiento. Más teniendo en cuenta el abominable perfil del personaje que interpreta Brendemühl.
Consecuentemente, la opción de Goldstein y Tarrab es la de acercarse a los personajes, a su intrahistoria personal, para a través del detalle, del gesto y la mirada que componen este viaje a lo recóndito del alma humana en la que indaga la cineasta, tratar de representar la fascinación de la joven Lilith por este peculiar “médico alemán”, empleando para ello, más que un tema, una tonalidad de características hipnóticas y etéreas obtenida con la ayuda del piano, el sintetizador y el suave acompañamiento de la guitarra. Es el caso de “Lilith”, pero también de “Pequeña Cama”, que utiliza el xilófono, y de “Un Juego”, en la que el sintetizador acentúa ese carácter hipnótico del monstruo escondido bajo la capa de la más pura normalidad (rasgos de una personalidad esquizoide ya conocida por el actor gracias a su papel en el thriller “Las Horas del Día”, en la que su apariencia de inofensivo dependiente de una zapatería escondía a un brutal asesino en serie). No obstante, a pesar del protagonismo de la adolescente, el tema central, “Títulos Wakolda”, está dedicado antes a la relación surgida entre ambos que no a uno u otro personaje, perfectamente expresada en unos tonos entre melancólicos y sombríos a través de la guitarra acústica y la cuerda, de un lado, y la guitarra eléctrica y el sintetizador, de otra (en una elección sustancialmente conflictiva por lo que conlleva de anacronismo), rebozado todo ello de una rítmica sintetizada que acentúa el uso de las escobillas. Se trata de un leiv-motif de dos caras que se ajusta a diversos fragmentos en ocasiones desde una perspectiva evocadora, como en “El Viaje”, “Despedida” y la segunda mitad de “El Final”, mientras que en otros, como en “Fábrica de Muñecas”, “Bosque”, “La Persecución”, “En la Montaña” y “La Persecución Continúa”, esa tonalidad se vuelve turbia y misteriosa, acorde a la monstruosa ambigüedad que presenta el protagonista. Son, por lo general, presencias musicales breves, que no superan el minuto o, como mucho, el minuto y medio (si exceptuamos las cinco canciones de características diegéticas que complementan el disco, alguna de ellas como “Sea Above, Sky Below”, de “Nick Cave and The Dirty Three”, de casi ocho minutos de duración), plenas de una expresividad soterrada, consonante con el terrible secreto que guarda el personaje sobre su pasado. Una elección que juega con el conocimiento previo del espectador sobre la verdadera y sádica personalidad de Mengele para conjugarla dramáticamente con la relación empática de la adolescente.
En este sentido, Tarrab y Golsdtein se aplican en los matices e inician de forma modestamente epatante, gracias a un efectivo crescendo del sintetizador al que sigue un cambio tímbrico a modo de pequeño contrapunto, como si formaran parte de la vigilia permanente del protagonista y su preocupación porque su pasado quedara al descubierto, ciertos fragmentos como “Eran Dos”, “Latidos”, o el mismo “El Final”. Del mismo modo, la citada rítmica sintetizada que aparece en la mayor parte de los bloques se ajusta al dinamismo que propicia el propio viaje físico, aún a riesgo de esos aspectos modernizantes que una elección de estas características, instrumentalmente híbrida, puede suscitar. Además, los autores ofrecen un nuevo tema de mayor definición dinámica que combina los scherzos de la cuerda con el piano, escuchado en primera instancia en la elocuente “La Cacería Ha Comenzado”, durante la primera parte de “El Final” y como inicio de los “Wakolda Créditos Finales”. En ellos interviene también la percusión y los “rasgados” del sintetizador ya comentados (también presentes en “Eran Sietemesinas”), abandonando así la contención característica del resto de la partitura. Son secuencias musicales que requieren de mayor dinamismo, resueltas con soltura por este tándem artístico (que viene a unirse al grupo de conocidos compositores argentinos, algunos afincados en por estos lares, como Lucio Godoy y Federico Jusid, que comenzara a darse a conocer con Emilio Kauderer y sus trabajos para Adolfo Aristarain y que culminara la década pasada con el oscarizado Gustavo Santaolalla) con una sorprendente economía orquestal dada la formación camerística empleada, la cual, no obstante, no escatima el uso de instrumentos como el banjo u otros empleados en el folclore judío como el duduk (de gran protagonismo en toda la partitura), no tanto como una evidencia de las raíces de la joven Lilith, tratada musicalmente, como ya se ha visto, desde una perspectiva “inocente”, sino como símbolo metafórico de un pasado transmutado en voz muda que golpeara la conciencia del protagonista. Caso de tenerla, claro.
18-diciembre-2013
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