Miguel Ángel Ordóñez
La composición fonética es fruto de la unión de dos jurisdicciones: por un lado, la del compositor, que incorpora fenómenos lingüísticos en la estructura musical, por otra, la del poeta, que convierte las constelaciones de palabras en fenómenos musicales. La intervención del autor en un terreno tan poco definido como lo es cualquier representación fonético-acústica es decisiva. Para ello se vale de medios exclusivamente musicales, de tal modo que el plano semántico no sólo adquiere múltiples significados y se disuelve en un universo propio de asociaciones sino que la superposición polifónica de diferentes voces, con sus respectivos recursos articulatorios, transforma la propia palabra en un fenómeno puramente acústico, puramente musical. Pascal Gaigne en "Los Mundos Sutiles" no sólo rehúye cualquier intento de ilustrar de manera convencional una representación simbólica de la vida y obra del poeta Antonio Machado concebida desde el realismo mágico por el joven cineasta Eduardo Chapero-Jackson, sino que además se adentra, partiendo de una lírica modernista estilizada y a través de un arrebatador muestrario de colchones sonoros, en una alegoría espiritual de la que emergen, omnipresentes, bordones que invocan el triunfo de sus versos, notas que aspiran devolver toda su vigencia a la poesía del sevillano. En esta fresca relectura de la poética machadiana, Chapero y Gaigne no dan opción a que el silencio se haga un hueco entre los textos: cuando no es la música la que interpreta o abre camino al universo estético del poeta, es una tenaz galería de efectos sonoros la que enfatiza una obra que no se presenta como una mera reiteración de rimas sino como un bello ejercicio de lectura individual.
A pesar de su indudable personalidad, el cine de Chapero-Jackson (ya le pasaba a su ópera prima "Verbo") deja al descubierto con suma facilidad sus virtudes y defectos. La película se presenta como un dilatado artificio al que le fallan los cimientos y el desarrollo. Consciente de sentirse autor, la evocación de sus imágenes desemboca en un forzado lirismo buscado en cada uno de los planos. Frente a una innegable e hipnótica capacidad para la composición, frente a un arrollador sentido visual, el cineasta contrapone una retórica discursiva de difícil acceso. Celoso de mostrar abiertamente al mundo sus pensamientos, su cine no se ancla sobre un sólido guión, instrumento que en sus manos emerge más como adorno que como eje. A cambio, nos demuestra que la mezcla, el diálogo entre las artes no sólo es factible, sino que puede ser estética y formalmente brillante. No cabe duda que eso juega, y mucho, en favor de Pascal Gaigne como autor. La capacidad de lanzarse al vacío de su director, su universo poético y elitista, ofrece al músico una libertad formal muy similar a la que goza junto al director finés Rax Rinnekangas. Las obras realizadas para ambos no sólo nos conducen al Gaigne más personal sino también al más evocador y auténtico.
El Gaigne de "Los Mundos Sutiles" se debate entre armonía y tensión como los textos de Machado se deslizan entre la luz y las sombras. Inspirado por esa dualidad, Gaigne tiñe su pensamiento de un trasfondo místico al que confronta un generoso muestrario de atmósferas que ejercen de contrapeso en su uso abundante de notas pedal y registros graves. Fruto de esa corriente reflexiva ascética, Gaigne edifica dos temas centrales de naturaleza tonal que emergen luminosos y brillantes ("Los Mundos Sutiles" y "Derviches"). Como en los paradigmas de la filosofía zen, establece a partir de un sistemático juego de ostinatos una simple premisa como planteamiento basal de la obra: la posibilidad de hallarlo todo, paradójicamente, al perderlo todo, la inexistencia de un principio y un fin. Con ese planteamiento casi budista, Gaigne se sirve de un timbre oriental como detonante de la partitura (con un delicado juego de percusiones que simulan el uso del gamelán). Si en su anterior trabajo, “Katmandú” , el color delimitaba las fronteras del escenario físico, aquí Gaigne se sirve de él para adentrarse en los terrenos de la metafísica. Poseído por el espíritu del Riley de "In C", Gaigne, sin entrar en los radicalismos formales de aquél, parece querer construir a partir de pocas notas una obra esférica, desarrollar un material mínimo en el tiempo que, sin embargo, no deja de fluir, de generar movimiento, de desplazarse (provocando toda una gama de nuevas sensaciones) a cada cambio de compás. Frente a ese principio dinámico, crea un entramado de atmósferas densas y opresivas ("Ingrávidos", "La Habitación Verde", "Nostalgia", "Viajo Solo") con armonías estáticas que tienden a permanecer en un acorde. Explotados como un yin y su yang, la zona gris (“República”, "Sol Naciente") sirve de pasillo a ambos mundos, conecta ambas abstracciones.
En "Los Mundos Sutiles" la poesía de Machado no tendría esa especie de receptividad hacia lo inmaterial sin la inestimable ayuda de Gaigne, sin su aporte espiritual. Ambos mundos, difuminados, el de la poesía y la música, confluyen en la figura de su protagonista Sira, una bailarina que prepara un proyecto de fin de curso. Su cuerpo no es sólo un chasis, sino que también se convierte en receptor y transmisor de sensaciones. Las coreografías, los escenarios y los actores convierten la película en una experiencia sensorial que se expresa con el cuerpo y que conjuga música y palabra. Mientras los versos de Machado parecen flotar sobre atmósferas sonoras que fluyen en bucle, las notas de Gaigne armonizan las rimas arrancadas a unos bloques de cemento que hoy han sustituido a los olmos secos o a los patios sevillanos, sumiendo al espectador en un estado de vigilia, de ensoñación. Compuesta para ensemble electrónico con un sentido completamente orgánico, "Los Mundos Sutiles" demuestra de nuevo cuál es la voz más personal, con permiso de Alberto Iglesias, de todo el cine español.
28-agosto-2013
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