David Serna
Máximo exponente de una generación de compositores caída en el olvido (¿por qué nadie ha sabido aprovechar el talento de John Morris durante décadas?), el neoyorquino David Shire continúa siendo un perfecto desconocido tanto para la industria cinematográfica que le acogió como para una importante mayoría de aficionados a las bandas sonoras. Las escasas ediciones discográficas de sus partituras, unido al progresivo declive comercial de su trayectoria, corroboran un desentendimiento general hacia el autor que, sólo esporádicamente, remontan sellos como Film Score Monthly (a quien se debe la recuperación de “Farewell, My Lovely”, “Monkey Shines” y una suite del telefilme “Raid on Entebbe”) o Intrada, que en su línea de títulos limitados “Intrada Special Collection” incluyó precisamente el primer trabajo relevante del compositor: su densa e introspectiva partitura para “The Conversation”.
Lejos del sinfonismo y el sentido melódico de sus creaciones (a lo “Return to Oz”, “Bed and Breakfast” o “Last Stand at Saber River”), Shire hizo gala de un íntimo lenguaje jazzístico al servicio de un único instrumento: el piano. Décadas antes de que Dave Grusin (en “The Firm”) o Basil Poledouris (en “It´s My Party”) hiciesen lo propio, Shire no sólo evidenció que un piano podía suplir las posibilidades expresivas de una orquesta entera, sino que tuvo el mérito de demostrarlo en una de las producciones “A” de la Paramount, con el protagonista de la exitosa “The French Connection” y con el galardonado director de “The Godfather” cuando, en 1974, la trayectoria cinematográfica del músico se limitaba a filmes por completo intrascendentes (como el propio Shire reconoce con ironía en la carpetilla del disco, “¿quién puede olvidar la inmortal “One Last Train to Rob” o “Sex and the Teenager”?”).
Shire tuvo la fortuna de estar en el lugar y en el momento adecuado. Francis Ford Coppola no hubiese podido abordar el proyecto de no ser por el apabullante éxito de “The Godfather” meses atrás, que automáticamente le situó a la cabeza de los cineastas más reputados de Hollywood y le confirió la libertad creativa necesaria para rodar una película tan rabiosamente personal en el seno de un estudio como la Paramount. Por aquel entonces, el compositor estaba casado con Talia Shire, hija del también músico y director de orquesta Carmine Coppola y cuñado directo del propio Francis, por lo que nadie mejor que el futuro autor de “Apocalypse, Now” podría ofrecerle el empujón profesional que necesitaba. Sin embargo, mientras Shire se relamía pensando en una gran producción y en la posibilidad de trabajar con una gran orquesta, su cuñado pronto le obligó a bajar del cielo.
Teniendo en cuenta el componente psicológico e intimista de la historia, Coppola comprendió que un gran conjunto orquestal no sería lo más adecuado para el tormento que experimenta Harry Caul (Gene Hackman), un sabueso experto en vigilancia que, durante una operación de espionaje electrónico, escucha la conversación de una pareja que teme ser asesinada y decide entrometerse en el caso para impedir su muerte, lo que provoca que él mismo sea espiado y comience a hundirse en una progresiva paranoia. Coppola sugirió el sonido de un piano y Shire abordó la partitura de manera doblemente insólita. Por un lado, se limitó a utilizar exclusivamente dicho instrumento como portavoz de la soledad y la progresiva locura que padece Harry, empleando suaves ritmos de jazz y blues en consonancia con los gustos musicales del personaje y su afición a tocar el saxo. Por otro, escribió toda la música antes de que comenzase el rodaje de la película, procedimiento bastante inusual dentro y fuera de un gran estudio.
Coppola encargó a Shire diferentes piezas vinculadas a Harry en función del contenido temático de secuencias enteras. Bajo ideas argumentales del estilo “La muerte de Harry”, “Harry vuelve a nacer” o “Harry tiene una pesadilla”, Shire desplegó su inconsciente artístico esperando adecuarse a la crisis del personaje y compuso hasta diez temas específicos, liderados por una pieza central (“Theme from The Conversation” en la edición discográfica) que reaparece en diferentes pasajes (“To the Office”, “Whatever Was Arranged”, “The Confessional”, “Dream Sequence”, “Finale and End Credits”) o incluso se deforma parcialmente (“Phoning the Director”, “The Confessional”) como reflejo de la melancólica existencia de Harry: al igual que su vida, la base jazzística del tema expresa una aparente inestabilidad y acentúa una obsesiva sensación de intranquilidad y desasosiego.
El hecho de que Harry mantenga a su novia Amy (Teri Garr) completamente separada de su entorno profesional, negándose a contarle a qué se dedica o dónde vive incluso, obliga a que la profunda soledad que predican los acordes del piano persista en la aparición de un segundo tema, “Amy´s Theme” (ya apuntado en “No More Questions” y “Whatever Was Arranged”), que recupera varios compases del tema principal para ahondar en la tristeza de su relación: que la música asociada a Harry interfiera en el desarrollo de la pieza certifica, de alguna manera, que los problemas de la pareja no obedecen sino al declive profesional y personal que atraviesa él, cuya progresiva angustia queda patente, por otra parte, en los registros más graves del piano y en sus obsesivos aporreos (“Dream Sequence”, “The Confessional”, “The Girl in the Limo”).
La rara circunstancia de que Shire fuese por delante de la película influyó, más que en el proceso de rodaje, en el trabajo del diseñador de sonido Walter Murch, con el que coincidiría nuevamente en “Return to Oz”. Murch incorporó elementos de distorsión (especialmente inquietantes en “Plumbing Problem”) entrelazados con el piano y la música diegética que escucha Harry (“Blues for Harry” y “Harry Carried”, únicos momentos del disco en que se trunca la hegemonía del piano) provocando un escalofriante contraste sonoro. No en vano, puede afirmarse que el paranoico universo creado por Coppola, Murch y Shire contribuyó decisivamente a la proliferación de un nuevo estilo de thriller psicológico en el cine americano del que todavía hoy pueden rastrearse sus influencias, hasta el punto de considerar el soundtrack del filme como un auténtico ejemplo de las posibilidades dramáticas que música y sonido pueden alcanzar en el cine, en la medida de piezas maestras como “The Shining”, de Stanley Kubrick, o “The Last Wave”, de Peter Weir.
La obsesiva realización de Coppola y la puntual aplicación de la banda sonora (los temas incidentales de Shire apenas alcanzan la media hora, mientras la película se acerca a los 120 minutos) generan una perturbada atmósfera de incomunicación tan novedosa en el Hollywood de entonces (cuya preocupación por las escuchas y grabaciones ocultas implicaría luego a Shire en “All the President´s Men”) como imposible de valorar en la audición aislada de la partitura, cuya fascinante sincronía con las imágenes, incluso tratándose de una música compuesta con anterioridad, hace extrañamente indisoluble la creación de Shire: una de esas raras ocasiones en que una buena banda sonora, aplicada con efectividad, puede alcanzar una dimensión espectacular.
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