Gorka Cornejo
El acorde simple, rotundo, con el que comienza “Overtones”, la primera pieza del disco, trata de construir un horizonte, un estado moral, un punto de partida sobre el que construir. Pero fuerzas todavía desconocidas lo someten a perturbaciones, ecos, respuestas, desfiguraciones. El acorde vuelve a intentarlo en una pelea sutil pero constante, la representación de una idea que trata de quedar fijada, perfecta en su armónica sencillez, pero que indefectiblemente se deshilvana, pierde consistencia, huye, se desintegra. Llega en alguna ocasión a dibujar el principio de una melodía al violín, tan esperanzada como miedosa, que queda en eso, inconclusa. Es el prólogo (en el disco) a un estudio musical sobre el orden y el caos con el que Jonny Greenwood acompaña la narración, elíptica y expresionista, de Paul Thomas Anderson en “The Master”.
Continuando la colaboración iniciada en “There Will Be Blood”, director y músico se encaminan con esta segunda película hacia el diseño de una forma de música de cine diferente a los parámetros habituales en la escena contemporánea. Se la ha definido como contrapuntística y es cierto que en la definición de su discurso Greenwood no parece priorizar las simetrías consuetudinarias entre música e imagen, ni establecer la subordinación a ésta última como regla básica de su sintaxis. Pero el término contrapunto no debería llevar al engaño de suponer a Greenwood sistemáticamente enfrentado a lo que ocurre en pantalla, o girado en narcisista escorzo hacia los focos de su creciente prestigio como autor de música seria. “The Master” es la confirmación de muchas cosas, pero la más importante es la del talento narrativo de un compositor espiritualmente conectado con la película, que recibe del director la oportunidad, el espacio y la confianza para proponer un discurso propio, coherente, no necesariamente dictado por los tempos de la acción, pero sí por las ideas que emanan del guión y la interpretación de los actores. Así, la naturaleza de la música, el por qué de cada una de las piezas que forman la banda sonora, está íntimamente relacionada con una mirada sobre los personajes y, a través de ellos, sobre un país en un momento determinado de la historia del siglo XX.
Tras un brioso arranque, como una mini-obertura operística (“Baton Sparks”), la cuerda se reduce a un susurro dramático que ayuda a focalizar sobre un individuo, una historia, de la que no se nos contará mucho, y siempre a bocados; a base de meras pinceladas sueltas se nos dibujará un personaje, Freddie Quell, excombatiente de la 2ª Guerra Mundial con ciertas secuelas psicológicas. A continuación, Greenwood propone una versión original y muy bienvenida (por su frescura) de la clásica secuencia de montaje, una herramienta básica en la artillería de un músico de cine, por tratarse de bloques extensos de música, cuyo marcado ritmo y estructura en variaciones permiten cohesionar los numerosos saltos en tiempo y lugar ofreciendo, a modo de recurso descriptivo vinculante, una síntesis explicativa del personaje. “Able-Bodied Seamen” ejerce esta función sin sacrificar la estética experimental de Greenwood: flautas, violines y clarinete encadenan fraseos impelidos por jazzísticos pizzicatos de contrabajo y percusión, creando una combinación muy sugerente entre los cimientos de la estabilidad y las florituras oscilantes de la ingravidez, exactamente los dos extremos entre los que bascula la mente del protagonista.
Esa ingravidez (“Time Hole”, “The Split Saber”) será campo fértil para el Maestro, que encuentra en Freddie un pupilo, una cobaya, un testigo de sus experimentos de crecimiento personal. Encarnación del hombre hecho a sí mismo, Lancaster Dodd, líder de la Causa, es el gurú que vende preguntas como si fueran respuestas, que ofrece lo que parecen certezas en plena ventisca de ideales, una mezcla de psicólogo, iluminado, pseudo-científico, charlatán y confesor, que ha logrado crear un culto en torno a su persona, principalmente entre la alta sociedad (el artista en busca de mecenas). A su modo, el Maestro es un domador de leones y Freddie resulta el león más difícil. Esa doma lenta, sinuosa, a veces brutal, es lo que Greenwood parece describir en buena parte de su partitura, una música para “una atmósfera de culto”, tal y como Anderson le pidiera en sus primeras conversaciones.
Desafiando los clichés narrativos que operan en todos nosotros, Anderson deja vía libre a la coexistencia de una música con libertad de cátedra, que exige ser escuchada, que no busca la adecuación del colchón anatómico ni el servilismo del recitativo, y propone bloques de gran autonomía. Anderson y Greenwood buscaron inspiración en las obras de Otto Leuning (1900-1996), compositor estadounidense de raíces germanas, que a mediados de los 50 se había convertido en un pionero de la música electrónica y maestro de alumnos aventajados como John Corigliano. Parte de sus experimentos en el campo del registro sonoro y en la manipulación de múltiples pistas de audio sobreexpuestas (overdubs), combinando alteraciones en la velocidad e invirtiendo el sentido de las pistas, han sido imitados en la grabación de la banda sonora, logrando así dos cosas: hacer una referencia al espíritu inventivo, optimista, emprendedor, de una sociedad lanzada a la carrera tecnológica bajo el emblema del progreso, y al mismo tiempo, multiplicar la expresividad y elocuencia de esa música interior que describe a Freddie, hurgando en su confusión y dictando la cacofonía de sus múltiples voces contradictorias.
En “Alethia” Greenwood acompaña los primeros contactos de Freddie con las prácticas de la secta: sesiones de regresión con las que rastrean la formación de sus respectivas personalidades a través de sus múltiples existencias, la memorización de discursos grabados por el Maestro en los que desgrana el contenido de su filosofía…, prácticas que parecen resbalar sobre Freddie, impermeable a nada que no rebase un alto porcentaje de alcohol. Diferentes versiones del material expuesto en “Able-Bodied Seamen” cubren una larga secuencia de montaje con el que Anderson sintetiza el progresivo afianzamiento de Freddie en el entorno más íntimo del Maestro. Mientras la Causa crece y evoluciona satisfactoriamente (“Back Beyond”, en la que se retoma el acorde primigenio), la doma continúa, el proyecto de domesticar al dragón, como lo expresa el Maestro, mediante estrategias obnubilantes y repetitivas (“His Master´s Voice”, “Application 45 Version 1”) que reducen a Freddie a un péndulo humano que va de la pared a la ventana, una y otra vez, hasta que aprenda a reconocer una respuesta que nadie sabe en qué consiste. Cuando cree haberla obtenido, abandona el entorno del Maestro y trata de retomar su vida, para hallar sólo el mismo caos de siempre. En un final especialmente ambiguo, Freddie intentará regresar a su lugar junto al amo, para ser irremediablemente abandonado como causa perdida (“Sweetness of Freddie”).
Aunque “The Master” presente un aspecto visual grandioso (rodada en 65 milímetros y expandida a 70 en su versión oficial, casi en ningún cine respetado), el director decide ceñirse a los parámetros de una pieza de cámara, con los que la música de Greenwood está en total consonancia. El músico ensaya diversos ensembles instrumentales para ir coloreando su partitura, permitiéndose no fijar melodías recurrentes y optando por que la orquestación insinúe la coherencia de la obra en su conjunto.
Las canciones no originales incluidas en el disco son solo una muestra de la selección mucho mayor utilizada en la película, pero su colocación entre el material de Greenwood ofrece una idea exacta de la función principal que todas cumplen en relación a la música original: la de servir de contrapunto, este sí completo, por simbolizar la perfecta representación del mundo del orden, la corrección, la normalidad. Las voces de Ella Fitzgerald, Helen Forrest y Jo Stafford, la dulzura de las melodías y, en definitiva, la sensación de equilibrio que emanan, son sinónimos de una vida sencilla (una América sencilla) que la guerra parece haber alterado para siempre. Pero, más sutilmente, denuncian una impostura, a modo de cosificaciones de un estilo de vida que implica la estandarización de los individuos, la alienación, pero vivida como farsa colectiva, no como desgarro solitario.
Cuenta el propio Greenwood que su mayor preocupación fue la de concebir a los personajes tal y como Anderson los veía. En cierta ocasión, el director comentó que Freddie, a pesar de su violencia y tendencia autodestructiva, era de alguna manera un personaje adorable. “No olvides su dulzura” le dijo. Greenwood no lo hizo. Quizá sea por esto que el corte con el que concluyen disco y película se haya titulado “Sweetness of Freddie”, una bellísima elegía que humaniza al personaje sin sentimentalismo, otorgándole lo más parecido a la placidez de la armonía, sin (casi) atisbos de negrura.
4-abril-2013
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