Miguel Ángel Ordóñez
No son pocos los que escudándose en una visión bipolar de la composición cinematográfica, en la que despunta melodía y ritmo, añoran el derroche de imaginería tonal que John Williams desplegó en los 70 y 80. Sobre esos pilares el compositor de “Star Wars” forjó un estilo en el que demostró su voluntad prometeica de arrastrar al oyente, a través de sorprendentes espacios musicales, a la conquista de nuevos territorios de ficción. Ahora que el paso del tiempo ha ayudado a olvidar el botín, los mismos que le vitoreaban parecen no comprender que no sólo el cine y el modo de abordar las historias ha cambiado, sino que él mismo lleva dos décadas en otros menesteres más trascendentales: buscando su Shangri-La, la perfección en ese grial al que los artistas dedican toda una vida: la técnica. A diferencia de Schönberg, que rebasada la década de 1910 decidió reinventarse ante la imposibilidad de expandir el postromanticismo más allá de su homérica obra "Las Canciones de Gurre", Williams se ha dedicado tras "La Lista de Schindler" a moldear al detalle su repertorio melódico, afinar los criterios de belleza y orden armónico presentes en su escritura, a disponer con mayor eficiencia el frágil equilibrio entre el uso de modos mayores y menores o a desarrollar hasta sus confines un material temático delimitado, esas minucias que convierten al artista en maestro. Consciente de su posición, Williams es ahora el sabio que toma conciencia de enfrentarse a su legado.
Aunque "Lincoln" diste mucho de ser lo mejor que ha escrito sí representa al mejor Williams, encarna su esencia. Si Spielberg ha confesado que "Lincoln" es su filme más europeo, aquél en el que ha dejado de narrar con la cámara para centrarse en sus actores, una suerte de teatro filmado, Williams parece haber obrado en consecuencia. La música, primordial motor narrativo en el cine spielbergiano, aparece plagada de elementos discursivos ejerciendo de contrapunto, de voz en off, mientras el otrora impacto instantáneo de los motivos williamsianos (que se abren a codazos entre la maraña de diálogos presentando una gran coherencia narrativa) queda diluido por un afán de remarcar lo justo. Williams evita en todo momento ejercer de mero ilustrador, se preocupa, además de por los elementos figurativos de la trama, por revelar las emociones de los personajes, acompasar transiciones y elipsis, nunca por remarcar lo que las palabras han dejado al descubierto, pendiente del subtexto oculto, llevando la colaboración con Spielberg a su terreno más intelectual. Con una escritura de vocación camerística en la que se otorga suma importancia no sólo a la instrumentación sino a los patrones armónicos del período (siglo XIX), Williams busca la “verdad” (graba en Chicago, Illinois, cerca del hogar de Lincoln, para capturar un sonido más “real”) y le imprime un sello propio a través del uso de una americana, prima hermana de Copland, que bascula entre el intimismo lírico -sustentando el drama de interiores- y el humor rural -como discutible disfraz de los sobornos políticos que permiten la aprobación de la enmienda contra la esclavitud-. En ese viaje consigue hermanar una sugerente visión del pasado con una lectura personal de los hechos históricos, de tal modo que el pasado y su visión de él parecen ser la misma cosa. Apostando por la sencillez, los temas de "Lincoln" remiten vagamente a una reelaboración de material precedente (desde "El Patriota" o "Salvar al Soldado Ryan" a "Amistad" y "Los Rateros"), en los que se perfila un interés central por una escritura armónica simplificada (de clara adscripción tonal y modal) y un acusado perfil melódico. El conjunto funciona dentro de una poética coherente donde la imagen sonora actúa en un sentido muy evocador.
A partir de la frase inicial de cuatro notas para clarinete que sirve de apertura a la edición y que establece el marcado tono reflexivo de la composición, Williams construye un puzle musical que se sustenta sobre el empleo de seis motivos recurrentes. Vinculados a la americana tradicional, éstos se organizan a partir del uso de raíces musicales comunes (raíces ya presentes en otros trabajos suyos sobre la historia de América) e invocan a las ideas centrales de la película. El análisis del bloque “The Peterson House and Finale”, especie de concerto grosso de magra docena de minutos que presenta los motivos destacados y el conjunto instrumental solista que Williams convierte en protagonista absoluto de su partitura, nos sirve no sólo como herramienta ilustrativa sino como fuente de la elegante y fluida estructura narrativa empleada. Tras un breve pasaje de acordes solemnes para oboe, el tema asociado a la decimotercera enmienda -"Freedom´s Call"- (0.24-1.20, que reaparece tras una transición para trompeta a lo "Nacido el 4 de Julio" desde 6.19 a 7.39) emerge como una idea simple, de noble humanismo, con la que Williams adentra la composición en los terrenos del poema sinfónico. Una efímera transición para corno inglés y oboe, en la que el tema de la muerte -"Elegy"- (1.20 a 1.48), aparece en una oscura variación que disfraza su naturaleza religiosa, deja paso a la pieza central de la composición -“With Malice Toward None”- (1.49-3.13, expuesta para trompeta y piano desde 7.40 a 8.25), irrumpiendo en las cuerdas en forma de himno. Utilizada en no pocas ocasiones en su versión para piano, es la idea de todo el score que más acusa su acercamiento armónico al período histórico, tratándose de una honesta y gentil melodía que pretende huir de estereotipos épicos para centrarse en el ámbito privado del personaje.
La larga pieza adopta un tono heroico cuando Williams engarza el himno con el tema más dramático y exultante del score -“The People´s House”- (3.13 a 4.49), construido sobre el motivo inicial de cuatro notas al clarinete y cuyo testigo recoge aquí la flauta y, en su rendición final, la trompeta. Un quinto motivo, de tono folklórico y contrastante -“The American Process”- (4.49 a 5.43, recuperado por el piano en su tramo final, de 8.26 a 9.14), insufla un aire sarcástico a la partitura. Spielberg y Williams escapan de la sutileza reinante adentrando al espectador en un dinámico diálogo entre clarinetes, fagot y flauta que frecuentemente traspasan a cuerda y metal tributando aspiraciones nobles a un tema, asociado a la compra de votos, al que blindan de lecturas menos amables. El recorrido temático llega a su fin con el motivo asociado a la pérdida y al recuerdo -"Remembering Willie"- (9.29 al final). La idea, invocada por el piano, nos adentra en el sufrimiento personal de la familia Lincoln alrededor de la figura del hijo fallecido durante la guerra entre el norte y el sur, principal causa de sus disputas matrimoniales.
A pesar de esta imbricada telaraña de motivos, Spielberg renuncia a sobreexponer al espectador a una dosis letal de sentimentalismo. Sorprendentemente, su “Lincoln” resulta tibio por su desmedido afán de hacer creíble la sucesión de acontecimientos históricos presentados, mientras, lo que no deja de ser contradictorio, alienta una complicidad exagerada del espectador hacia su protagonista. En esta hagiografía sin tapujos no se respira ánimo crítico alguno. Spielberg ejerce de rapsoda y Lincoln de héroe de nobles gestas. El cineasta se recrea en el retrato de un ex-presidente al que convierte en hombre apacible y familiar, justo, convincente y amante de contar anécdotas, un ser que tras su frágil apariencia alberga el mayor poder del mundo. Williams pretende mostrar la humildad que se esconde tras ese poder. Aunque desde el punto de vista musical su trabajo parece un compendio de obras pasadas, sabe caminar por la cuerda floja con gran elegancia y talento, de modo que tras hacernos disfrutar tanto resulta de todo punto incorrecto reprochárselo.
6-febrero-2013
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