David Serna
La maquinaria que pone en marcha el cine de terror y lo hace rodar es casi tan perversa como las diabólicas historias que transitan por el género. Sus relatos pueden ser endebles, efectistas o mil veces vistos, pero entre sus piezas y bisagras nunca falla el elemento motriz que desencadena el horror, el mecanismo que nadie puede ver o tocar pero resulta inexcusable en la mise en scène de la pesadilla: no se trata ya de la banda sonora y de los esfuerzos de un compositor por inquietar al espectador y manipularlo emocionalmente, sino de la banda de sonido con todo lo que aglutina y representa. La música es solo una parte del “engaño”, y eso lo saben bien aquellos feriantes de barraca que, de vez en cuando, hacen novillos y construyen su particular montaña rusa de sustos: una casa de los horrores novedosa y alternativa a lo “Paranormal Activity”, “The Blair Witch Project” o todos los falsos documentales de “metraje encontrado” que (hecha la ley, hecha la trampa) hallan un vacío legal prescindiendo de partitura musical y jugando, en mayor o menor medida, solo con efectos de sonido; una táctica tan malévola como absolutamente válida y bienvenida.
Lo que raras veces ocurre es que toda la parafernalia de ruidos y efectos pase a definir la banda sonora entendida como score, que los golpes y alaridos sirvan para construir música sin apenas recurrir a acordes convencionales. Eso es lo que ha hecho Christopher Young en “Sinister”, un perturbador y excitante catálogo de efectos de sonido que el compositor de “The Exorcism of Emily Rose” (su anterior colaboración con el director Scott Derrickson) ha tratado y manipulado junto a música exclusivamente electrónica, en una suerte de travesura ochentera que entronca con su prolífico recorrido en la “serie B” pero que, perpetrada en el año 2012, y no precisamente en una película de bajo presupuesto, constituye un experimento cuanto menos arriesgado y sorprendente; una audacia sonora que, más allá de la calidad del resultado (que la tiene), debiera llamar la atención de la industria y recordar, al menos, que hubo una época en la que productores y directores de la “serie A” se atrevían de verdad con bandas sonoras inusuales y plenamente artísticas, planteadas al margen de la comercialidad de sus películas.
“Sinister” es “serie A” que argumentalmente es “B” y que musicalmente suena a “C”: un hervidero aparentemente caótico pero muy bien dosificado de psicofonías, golpes, gritos, chasquidos, susurros, jadeos, gruñidos, interferencias y un sinfín de voces de ultratumba y reverberaciones que Young distorsiona a placer y combina con una música electrónica asfixiante y aterradora, con bases sintetizadas de una programación y un diseño sonoro claramente contemporáneos pero cuyo efecto global tiene más que ver con la actitud rupturista y experimental de los años de “The Vagrant”, solo que Young se sirve de medios actuales y de un montaje hiperabrupto y provocador que, de algún modo, remite a los visionarios títulos de crédito de “Seven”, cuya influyente estética pulula también sobre el diseño gráfico y de producción del filme de Derrickson (plagado de clichés, pero resultón al fin y al cabo). Eso es “Sinister”, un ejercicio de edición de sonido en toda su extensión, donde la musicalidad es solo un aspecto más y los esfuerzos de Young apuntan a la creación de música concreta en un marco de narratividad imposible, como bien demuestra la aparición (en el segundo tema del disco, “Never Go In Dad’s Office”) de una de esas melodías a piano tan características del compositor rápidamente ahogada por un corte como “Levantation”, ejemplo destroyer de la naturaleza desquiciante, rebelde y absolutamente imprevisible de la creación.
El tímido piano de “Never Go In Dad’s Office” podría parecer un primer intento de Young por establecer un tema principal que “ayude” al oyente, que lo ubique en un contexto al que aferrarse. De hecho, el piano (casi como único instrumento acústico “reconocible”) merodea nuevamente en “My Sick Piano”, “Millimeter Music”, “Pollock Type Pain” y “Sinister”. Pero en todos estos casos ya no hay deferencia alguna hacia el oyente: la alteración de sonidos y conmutaciones electrónicas es tal que en efecto, como sucede en la música concreta, es casi inviable determinar una fuente de referencia dada su complejidad y, sobre todo, su manifiesta virtualidad. Otro tema que podría haber funcionado como melodía principal (de hecho, 30 años atrás y en condiciones “normales”, hubiese sido un fantástico tema central) suena, para mayor recochineo, alcanzando los créditos finales: otra sencilla pieza a piano que parece evocar, como aquella, el espíritu de toda una generación (la de John Carpenter, Alan Howarth , Harry Manfredini…) pero donde el exceso de efectos y manipulaciones corrobora, por si quedaba alguna duda, que los tiempos han cambiado y que hay que renovarse o morir (antepenúltimo corte del disco, “Sinister”); una voluntad (la de renovación) que Young sostiene hasta el final cerrando el disco con una suite de nueve minutos y un remix de “Sinister” en clave discotequera.
La justificación de estos dos bonus no incluidos en la película podría ser la de darle algo más de “sentido” (o “empaque” sencillamente) a la comercialización de la música dada su peculiar idiosincrasia. Pero, escuchados ambos, no dejan de ser una prolongación del concepto desconcertante e inclasificable de esta rara avis en la producción musical de 2012; una obra que, pese a encerrarse en su pintoresco hábitat y no pisar el acelerador hasta límites más inexplorados, resulta valiente y notable en la custodia de sus ideas, y devuelve a la palestra la eterna polémica sobre la pertinencia de editar bandas sonoras que tienen todo su sentido en la aplicación cinematográfica mientras que fuera, en su escucha aislada, pierden involuntariamente su fuerza conceptual (lo que no implica, desde luego, que dejen de ser legítimas musicalmente). No hay más que atender al motivo que origina la desfragmentación de la pesadilla en bucle que impone Young: el protagonista (un sufridor Ethan Hawke) trata de reconstruir los terribles hechos ocurridos en la casa mediante el visionado de grabaciones en Súper 8, y es esa recomposición del pasado, articulado en pedazos sueltos, la que justifica el desorden sonoro de piezas que nunca llegan a rehacer el puzzle, de fragmentos sin sonido cuyo irreparable dolor persiste caóticamente ahora en la banda de audio.
Es posible que muchos oyentes, incluso aficionados “de pro”, no pasen del tercer corte (“Levantation”) o que, si llegan hasta el final, la experiencia de escuchar “Sinister” en disco les haya parecido entre indigesta o directamente insoportable. El problema seguramente no esté ni en esos melómanos insatisfechos ni en la comercialización física (libre y enteramente opcional) de “Sinister” en CD, sino en su naturaleza íntimamente ligada a la imagen, que ha llevado a Young a concebir en todo momento no una banda sonora al uso sino (con todo lo que arrastra para bien y para mal) una banda de audio secundariamente editada en compact-disc. El debate (siempre sano) va a seguir abierto, y “Sinister” (siempre sugerente) va a seguir siendo un buen ejemplo (quizá no el mejor, pero sí uno especialmente intrépido) de las muchas posibilidades que el montaje de música y sonido puede ofrecer al arte audiovisual.
2-enero-2013
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