Frederic Torres
Aunque ya no resulte extraño realizar un remake en un espacio temporal menor al de una década (como atestiguan “Déjame entrar”, la saga “Millenium” o el oscarizado “Infiltrados” de Scoresese, por citar unos pocos y conocidos ejemplos recientes), la propuesta perpetrada a propósito de las aventuras del archiconocido trepamuros se inscribe más en la línea de un nuevo lanzamiento, de un comenzar de cero, que no de una “puesta al día” del personaje como ya ocurriera, por ejemplo, con “Hulk”, “Star Trek” o la saga Bond. Los motivos por los que se plantea la presente superproducción no pueden ser otros que los económicos, claro está, pero permiten establecer una nueva óptica sobre el personaje más emblemático de la Marvel al ofrecer una versión argumental (y tonal) diferente de la planteada en las tres partes de la saga realizadas hasta ahora, afectando tanto al origen y planteamiento de la doble personalidad de Peter Parker/Spider-man, un adolescente mucho más reconocible gracias a una adecuada actualización, como al cambio de algún que otro protagonista principal, caso de Gwen Stacy, la nueva pareja femenina del héroe sustituta de la Mary Jane anterior que no obstante haber aparecido ya en la tercera secuela de las citadas como rival del personaje interpretado por Kirsten Dunst con un papel reducido al de mera comparsa concebido casi exclusivamente como un pequeño guiño dirigido a los acérrimos marvelitas, adquiere ahora el rango de protagonismo absoluto (con la complicidad de una estupenda Emma Stone) sin continuidad alguna con la secuela anterior retomando, de paso, una más exacta fidelidad cronológica para con las aventuras del arácnido narradas en una de las mejores épocas gráficas del mismo, la dibujada por el gran John Romita (padre) a mitad de la década de los sesenta en sustitución del original Steve Ditko.
Del aspecto musical se ha encargado James Horner, quien para acompañar las nuevas aventuras del superhéroe parecer ser que se habría asegurado legalmente mediante contrato un mínimo del 50% de presencia fílmica como único modo de impedir que su trabajo pudiera quedar sepultado bajo una previsible avalancha de canciones impuestas por los productores del film (solo hacen acto de presencia en un par de ocasiones), condiciones garantistas, de ser veraz la rumorología internáutica, que se antojan harto reveladoras de los derroteros que la labor realizada por los compositores hollywoodienses ha de enfrentar en los tiempos que corren. Divismos aparte, no resulta tan descabellado que el compositor optara por cubrirse las espaldas ante algún que otro sobresalto provocado por los vaivenes de la taquilla, especialmente si la percepción del estatus que crea haber alcanzado a estas alturas de su carrera pudiera verse amenazado con el consiguiente ninguneo fruto de una disparidad acerca de los criterios artísticos que los citados inversores decidieran arrogarse caso de un mal rendimiento económico del film. Otra cosa es la específica ocurrencia (legítima, por otro lado) de recurrir a sus servicios como los idóneos para contribuir a este relanzamiento estelar, pues si bien su elección puede antojarse un tanto sorprendente desde un (purista) punto de vista artístico observado el desgaste que sus planteamientos creativos ha revelado durante la última década, declive únicamente sostenido por los apuntes coloristas y paisajísticos de partituras como “Avatar” o “Black Gold”, no es menos cierto que en la industria hollywoodiense (tal como ocurre en cualquier otra empresa multinacional que se precie) al profesional se le valora de acuerdo a criterios la mayor de las veces vinculados directamente a la relevancia económica (a los ingresos obtenidos) y, desde esta perspectiva, las generosas ventas del disco del score del último film de Cameron indudablemente que habrían acreditado dicha elección tras los un tanto ya añejos mega-éxitos de décadas pasadas.
Hechas las salvedades, finalmente lo que resta es la música. Y Horner no ha hecho otra cosa más que la esperada, a saber: cumplir eficazmente con su trabajo. Un eufemismo que, según el caso, puede esconder desde la atribución puramente rutinaria, cuando no discreta, a la más industrialmente resultona. El que nos ocupa reviste la dudosa virtud de aglutinar ambas acepciones sin traspasar, en cualquier caso, esa línea de estricta corrección de modo que la intriga y curiosidad (incluso se podría hablar de expectación) suscitada ante la labor realizada se aplaca de inmediato con la primera pista del disco en la que el compositor presenta sus dos temas principales, el del héroe y el de su respectiva amada. Sobre un lecho sintetizado convertido en el signo distintivo de la pretendida originalidad/modernidad de la partitura (al estilo de “Avatar”), que en realidad oculta una mera operación cosmética con la que el compositor intenta asimilar algunas novedosas propuestas ensayadas por el tándem Howard/Zimmer para la gótica saga de la compañía rival, la DC, dedicada al Caballero Oscuro, y escudándose bajo el paraguas de parámetros que otrora pudieran haber significado abrir algún sendero por el que evolucionar (o al menos transitar) la propia y estancada trayectoria profesional, caso de “Una Mente Maravillosa” cuya tonalidad minimalista subyace en la intertextualidad de la partitura evidenciándose especialmente en aquellas secuencias de cierta coincidencia temática con el film de Howard tales como “The Equation” y “The Ganali Device”, Horner presenta tras una breve introducción de reminiscencias misteriosas que preludia al arácnido en sus iniciales apariciones el motivo central expuesto en la trompeta (transmutado al metal de las trompas cuando la épica lo requiere) y el de amor (dedicado a Gwen) en el piano. Como mandan los más estrictos cánones del manual sinfónico neoclásico.
Más allá de esta clarividente declaración de principios (y de la semejanza motívica y formal con el tema central de Carlo Siliotto para “The Punisher”, en el que también destacaba la trompeta solista de su exposición), las propuestas de Horner se limitan, además de su omnipresencia fílmica, a unas cuantas originalidades en el empleo, por ejemplo, de los sintetizadores a modo de chasquidos electrónicos (también presentes en otros momentos como en “The Spider Room-Rumble in the Subway”) para la humorística “Playing Basketball”, uno de los fragmentos más breves y más conseguidos (aunque intrascendente) de la partitura; a demostrar cierta elegancia en el empleo de algunos solos de piano a cargo del propio compositor en “Rooftop Kiss” o “I Can´t See You Anymore”, y de clarinete en el inicio de “Peter´s Suspicions”, además de la colaboración de algún pertinente silencio como el de la mitad de la citada “I Can´t See…”; a los tutti orquestales del bloque final en los que la batalla con el letal “Lagarto” acapara la atención y de entre los que cabría destacar la intervención tanto de la percusión como los rasgueos del metal en “Lizard at School”; a la interrupción contrapuntística mediante la disonante repetición de una nota pianística en registro agudo del extenso fragmento presentado en “Saving New York” o el crescendo atonal de “Oscorp Tower”, ambos de conseguidos matices pesadillescos; y, finalmente, a mostrarse comedido en la presencia del temible “parabarán”, casi ausente de un escenario en el que, en cualquier caso, pasa absolutamente desapercibido, cuestión que se agradece tras un primer “susto” al escuchar en el segundo corte del disco la característica elevación piramidal del viento metal (en las trompas) que el compositor viene empleando desde los tiempos de “Star Trek II: La Ira de Khan”.
La breve aparición de un arabesco en “Ben´s Death” a modo de lamento por el trágico destino del tutor del protagonista; la presencia de la voz solista infantil identificando la pureza de intenciones del sacrificado Peter Parker, alternada con otra solista femenina o con coros masculinos, infantiles y femeninos, caso de “The Bridge”; la presencia de onomatopéyicas exclamaciones (en plan “karateka”) con que explicitar la furia interna del dolido Parker para con el asesino de su familiar en la misma “Ben´s Death”; el grito escuchado en “Making a Silk Trap” a modo de metafórica expresión del salvajismo que alberga el maléfico reptil coprotagonista; todo ello no deja de contemplarse como una serie de apuntes ocurrentes con que demostrar el supuesto dominio del total despliegue de los recursos al alcance de un reputado compositor que se precia de serlo y a los que cabría adicionar las guitarras eléctricas de la citada “The Bridge” o el réquiem para cuerda con que se inicia la comentada “I Can´t See You Anymore”, articulado sobre el tema de Gwen (el cual, dicho sea de paso, recuerda al de Elfman para la anterior Mary Jane), con que Horner pretende demostrar su eclecticismo y adaptabilidad cuando en realidad lo que consigue es confirmar su afianzamiento en unos parámetros estilísticos apoltronados y conservadores aunque altamente rentables. Y es que este ha sido el destino final de la mayor parte de toda esa escuela sinfonista (el de Horner, pero también el de Silvestri, Debney, etc.) surgida durante los 80 y principios de los 90 al calor de la revolución orquestal (enfrentada al imperante pop) propiciada por el triunvirato formado por los Williams/Lucas/Spielberg de la década anterior: el reciclaje, cuando no regurgitación, de los mismos patrones creativos tiznados unas veces de vistosidades electrónicas y otras fiados a la mayor o menor fortuna en la creación de retentivas melodías de popular y masivo recuerdo. Y en esas siguen.
30-julio-2012
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