Miguel Ángel Ordóñez
A finales de los cuarenta la carrera espacial se había convertido en uno de los principales ingredientes del choque ideológico entre las dos grandes potencias. Prevalecía la idea de que quien conquistara primero el espacio, también dominaría al mundo. En un ambiente subordinado a la guerra fría y la caza de brujas, la ignorancia y el miedo conducen al público americano al mirar las estrellas, a creer en la existencia de nuevos mundos inquietantes y agresores, ingredientes que vienen a facilitar nuevos temas a una industria cinematográfica que, inmersa en una profunda crisis tras la llegada de la televisión, apuesta por llevarlos a la gran pantalla dentro de unos ajustados límites presupuestarios. El éxito de la propuesta supone una revitalización para las arcas de los estudios, entre otras cosas, gracias a la respuesta de un público cada vez más interesado en la literatura de ciencia ficción y en las revistas pulp que florecen tras la finalización del conflicto bélico. El resultado final es una explosión impredecible de un subgénero, el de la ciencia ficción, en el que priman la cantidad sobre la calidad y en el que sólo un puñado de títulos ha logrado traspasar las barreras del tiempo para convertirse en clásicos del cine.
Desde su nacimiento, estos filmes parecen perder el interés por el deslumbramiento técnico y apuestan por la reflexión añadiendo un nuevo elemento: el terror. Ya sea volando, andando, avanzando con lentitud o reptando, nuevos monstruos se adueñan de la pantalla, descendientes bastardos de la energía nuclear o visitantes no esperados del espacio exterior. Desde entonces la ciencia ficción progresa en una curva de histeria, en una hipérbole de pensamientos masoquistas o de nuevos sueños catastrofistas que se acomodan al miedo y la ignorancia de la existencia moderna. En los primeros años, sin embargo, la visión aún es realista. George Pal se inspira en “La Mujer en la Luna” de Lang cuando rueda “Con Destino la Luna” en 1950, película sin héroes ni villanos donde se divisa la tensión de la guerra fría cuando se cita un sabotaje de una potencia extranjera sin mencionarla expresamente. Al tiempo que Pal inicia su rodaje y en una carrera frenética por capitalizar la fama de llegar primero a las salas de estreno, un director independiente, Kurt Neumann, se embarca en la producción de “Rocketship X-M” en la que debido a una lluvia de meteoritos la tripulación de un cohete enviado a la Luna es desviada a Marte. Típico producto de su época que no ha superado la prueba del tiempo, la película, avocada a incongruencias científicas sonrojantes (los astronautas dan una rueda de prensa diez minutos antes del despegue, se sujetan a una barra de hierro cuando gira la nave como si fuera un autobús, duermen en catres amarrados por cinturones, no usan traje espacial o la gravedad, capaz de mover objetos en el espacio, les provoca tan sólo un cosquilleo en el estómago), es una aburrida suma de cuadros narrativos coronados por una visita a un lluvioso planeta, Marte, infectado de trogloditas (sic).
Uno de los grandes paisajistas americanos del siglo pasado, Ferde Grofé, realiza una de sus escasas incursiones en el cine al componer el score por 1.250 dólares de la época. Lamentablemente la estrechez presupuestaria impide cubrir los costes de la orquestación que corre a cargo de Albert Glasser, un prolífico compositor asociado al cine casposo de la AIP. Y decimos lamentarlo porque Grofé, precisamente, es un colorista único cuyo prototipo estético vive entre el romanticismo tardío de primeros de siglo y el espíritu americano con raíces en el folklore (Copland) y el jazz (Gershwin, con el que colabora en las orquestaciones de su pieza más famosa, la “Rapshody in Blue”). Más allá de la impresión inicial en la que Copland asoma tras la fanfarria de créditos, son los poemas sinfónicos de Strauss y más en concreto “Don Juan” los que ejercen de guía en la construcción melódica y armónica de cortes como “Palomar Observatory”, “We See Mars” y especialmente en “Floyd and Lisa at Window”, una bellísima melodía para cuerdas sobre arpegios de arpa y trompa que hace funciones de tema de amor.
Dentro de una modesta formación orquestal compuesta por 15 cuerdas, 5 maderas y 6 metales, la obra destaca por el empleo del theremin, la primera vez que el instrumento se utiliza en el género. Si los franceses Honegger e Ibert, iniciados los años treinta, habían usado las ondes martenot en títulos como “L´Idee” o “Golgotha”, el theremin, primo hermano de aquellas, había dado el salto a Hollywood una década después en las rozsianas “Recuerda” y “Días sin Huella” para asociarse a desórdenes del comportamiento. Durante los cincuenta su hipnótico sonido pasa a identificarse con el espacio exterior, con el temor a lo desconocido, ejerciendo una enorme influencia en títulos posteriores como “El Enigma de otro Mundo”, con música a cargo de Tiomkin, y especialmente en “Ultimatum a la Tierra” de Herrmann, cuyo títulos de crédito se adivinan tras el corte “The Landing on Mars” de “Cohete K-1”. Para transportar al público a este mundo fantasmagórico, Grofé lo fusiona con una vasta panoplia de técnicas artísticas, un extravagante e imaginativo uso del color y el sonido a través de trucos tan sencillos como elevar la tensión de la audiencia con calculados crescendos. Frente a esa estética nueva y fresca, la obra asimila muchos otros aspectos no tan novedosos, entre otras cosas, por la visión un tanto limitada de Glasser tras la orquestación. Grofé ingiere los estereotipos cinematográficos de sus colegas pero nunca los digiere por completo. Lo que desparrama en su discurso es un conjunto inadecuadamente digerido de modelos y patrones desordenados lo que otorga un cierto encanto a una lectura descriptiva de la acción que denota una oratoria ecléctica, sucesivamente piano, crescendo, fortísimo, appasionato, a menudo agitato, ocasionalmente scherzando, casi nunca dolce o affetuoso.
Aunque sólo un tercio del score, utilizado entonces con escasa rigurosidad, se condensa en la primera mitad de la cinta (16 de los 38 minutos totales), su incidencia resulta primordial a partir de la llegada a Marte de los astronautas. Junto a la originalidad sónica sugerida por el empleo del theremin, la construcción rítmica y tímbrica de cortes como “The Motors Conk Out”, una especie de bolero para novachord y pizzicatos de cuerda, remite sin dificultad a la estructura in crescendo del primer movimiento de la obra clásica más conocida de Grofé, la “Grand Canyon Suite”, aunque su tono sombrío evoque pasajes más cercanos a su pesimista “Death Valley Suite”. La obra, lejos de sustentarse sobre sus dos incipientes temas centrales, la fanfarria inicial repetida en “Palomar Observatory” y el tema de amor ahora pleno de romanticismo para solo de violín en “The Tanks Are Empty”, se ancla sobre dos cortes descriptivos que resumen los mejores momentos de Grofé: “The Landing on Mars” y “The Atomic Age to Stone Age/The Chase”. El primero captura la desolación del planeta rojo en una perfecta combinación de theremin y orquesta, mientras el segundo supone la más compleja contribución del músico a la película, una composición polifónica que se inicia sobre una frase rítmica de seis notas que añade una más, identificada como motivo de peligro, una vez que se asocia a los mutantes que habitan el planeta. La suma de todos estos elementos contribuye a la seductora, que no plenamente satisfactoria, escucha de una obra que obtiene sus mayores frutos cuanto más se aleja de los melódicos estereotipos cinematográficos de la época para adentrarse en la simple exploración de progresiones rítmicas y de timbres, especialmente si éstos se tornan inquietantes y amenazadores.
7-mayo-2012
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