David Serna
Tras las exuberantes partituras de “King of Kings” y “El Cid”, paradigmas del frenesí sinfónico y el éxtasis creativo de su autor, sólo Miklós Rózsa podía ser el compositor de “55 Days at Peking”, tercer obelisco erigido por el ruso Samuel Bronston en tierras españolas. Pero el montaje final de “El Cid” cambió el curso de la historia: Bronston extirpó nada menos que 20 minutos de partitura sin darle voz ni voto al maestro húngaro, lo que derivó en una agria e irreconciliable ruptura, casi paralela en el tiempo (año 1961) a las desavenencias de otro ruso, el compositor Dimitri Tiomkin, con el director Robert Aldrich durante la preproducción de “Sodom and Gomorrah”. ¿Qué sucedió entonces? Que Rózsa y Tiomkin se intercambiaron los proyectos, permitiendo que el segundo se convirtiera en el nuevo compositor del “universo Bronston”, ese “sueño americano” exportado a Las Rozas de Madrid que, lamentablemente, empezaría a tener los días contados desde que una decisión del actor Charlton Heston alterara el calendario de rodajes.
La película que iba a venir después de “El Cid” era “The Fall of the Roman Empire”, cuyo foro romano ya estaba instalado en el gigantesco decorado de Las Rozas. Pero a Heston no le interesaba: era otra historia la que le picaba la curiosidad, la del levantamiento de los bóxers contra la influencia de Occidente de “55 Days at Peking”. Bronston, como productor necesitado de estrellas y con tal de no prescindir del oscarizado actor de “Ben Hur”, desmanteló la Roma del Siglo II y avanzó en el tiempo hasta la China de 1900 cuando los guionistas del proyecto, Bernard Gordon y Philip Yordan, ni sabían nada sobre la rebelión de los bóxers ni podían acceder a demasiada información estando en Madrid: “No teníamos historia, no teníamos personajes, no teníamos nada. Sólo páginas en blanco”. Semejante apremio a la hora de embarcarse en una carísima superproducción (con más de 5000 extras, muchos de ellos roceños) no podía traer nada bueno: los nuevos decorados chinos empezaron a construirse cuando aún no había guion, provocando que algunos sets ni siquiera se utilizaran durante el rodaje; Charlton Heston y Ava Gardner, que se odiaban mutuamente (él la acusaba de diva en decadencia y ella de machista ultraconservador), no podían memorizar sus diálogos puesto que el guion se escribía de un día para otro; y Nicholas Ray (que ya había dirigido “King of Kings”) sufrió una crisis cardíaca y acabó despedido por… ¡uno de los guionistas!, siendo Andrew Marton y el propio Heston quienes finiquitaron el rodaje. Con todo, sobre la multitud de calamidades que envolvieron “55 Days At Peking” (en sincronía con la desastrosa “Cleopatra” de la Fox) fue especialmente inoportuno el constante alcoholismo de la Gardner, cuyo comportamiento y desapariciones a la hora de rodar llevaron a Heston a exigir que mataran literalmente a su personaje con tal de deshacerse de su “diva”.
Así las cosas, planteada como un remanso en la preparación de “The Fall of the Roman Empire”, y pese a encerrar cierta fuerza emocional de la mano de Ray (ahí están el primer ataque de los bóxers o las escenas con la niña mestiza), el producto resultante fue demasiado irregular y falto de carisma para que el público respondiese favorablemente, obligando a Bronston a necesitar un verdadero éxito en su siguiente superproducción (cosa que tampoco acabó sucediendo y que tendría un triste desenlace en “Circus World”). A Dimitri Tiomkin le pasó como a su compatriota ruso: que enfiló su punto de mira más hacia Roma que hacia Pekín, limitándose a cumplir el expediente con su inconfundible oficio pero sin poder profundizar (dadas las circunstancias) en la odisea del relato, sin poder entender las motivaciones de unos personajes que “pasaban por allí” con los diálogos recién aprendidos. A la espera de que “The Fall of the Roman Empire” fuese su gran escaparate de lucimiento (como así sucedería), “55 Days At Peking” se convirtió en un pequeño encargo de gigantismo, en otra solvente (aunque nada significativa) exhibición de artesanía colosal que, bajo su robusta aparatosidad, daba lustre a los zapatos de Bronston mientras éste se daba cuenta de que su calzado era muy lujoso pero nada cómodo, muy pomposo pero nada manejable.
Tiomkin construyó la partitura en torno a cuatro temas diferenciados pero no siempre bien desarrollados o articulados entre sí, sino más bien desperdigados durante el frágil itinerario de incidencias del filme a falta de implicaciones dramáticas más trascendentes: uno agitado y feroz para la revuelta de los bóxers (“Rebellion Theme”); otro de un eminente aire ruso para la baronesa interpretada por Ava Gardner (“Natasha´s Theme”); un tercero dedicado a la niña mestiza huérfana (“Moon Fire”); y un cuarto planteado como tema de amor entre Heston y Gardner (“So Little Time”), si bien no llega a deslumbrar en ningún momento ni a ofrecer un desarrollo apasionado ante la ausencia (involuntaria, pero ausencia al fin y al cabo) de esa ardiente escena de enamorados que el espectador espera en todo momento y que nunca llega (en su lugar, contra todo pronóstico, se encuentra con más bien lo opuesto). Es tal el desapego de “So Little Time” en la construcción emocional del score (aun siendo una melodía evocadora y destacable) que Tiomkin no acude a ella ni en los créditos iniciales ni en los finales (donde el “End Title” es reemplazado por un corta y pega de “Welcome Marines”), prefiriendo en ambos casos desarrollar la (más emocionante y bella, todo sea dicho) melodía de Theresa, la niña mestiza: una delicada pieza lírica que, con la misma paleta orquestal, ejerce mejor de oasis a la hora de aislar la humanidad del relato y exprimir musicalmente la superación en mitad del caos, la belleza frente al horror (una melodía, por cierto, que servirá de esbozo para dibujar, en 1995, a otra joven indígena físicamente no muy alejada: la “Pocahontas” de Alan Menken).
Es Theresa, esa niña endurecida por la vida, la que ejerce un “chantaje emocional” sobre el espectador/oyente y despierta toda su compasión, por lo que Tiomkin, aun no siendo demasiadas las escenas en las que aparece, no duda en convertirla en protagonista, en la voz tierna e inocente de su partitura. Ahora bien, su decisión entraña una realidad menos ingenua y más reprobable: como hábil empresario que ve muchas más posibilidades comerciales en el tema de amor, el compositor (en plena era de las oberturas y las exit music) emplaza estratégicamente “So Little Time” a aquellos espacios en los que no hay imagen y la música habla por sí sola (“Overture” y “Exit Music: The Peking Theme”, esto es, antes y después de la proyección), intentando explotar económicamente su música más allá del celuloide (como siempre hizo, en especial en sus encarnizadas carreras hacia el Oscar). De hecho, llama enormemente la atención que, al finalizar la película, sea el siguiente rótulo y no otro el primero (y el único) que aparezca en letras grandes precediendo al ineludible “The End”: “The Peking Theme: So Little Time. Recorded by Andy Williams on Columbia Records. Words by Paul Francis Webster. Music by Dimitri Tiomkin”. En un momento en el que el mercado discográfico de la música de cine empezaba a rugir fuerte, es como si Tiomkin estuviese más interesado en vender vinilos que en haber servido fielmente a su película, “empañando” la pantalla con esa coletilla comercial como el camarero que trae la cuenta antes de servir el café. Además es una maniobra engañosa, pues mientras se promociona “So Little Time” lo que suena finalmente en la película es la dulce melodía de Theresa (tras haber cortado y pegado el tema “Welcomes Marines”, que extrañamente casa mucho mejor que el “End Title” original), como también puede descolocar la introducción del tema de la baronesa en la obertura; esto es, una pieza marcadamente rusa (a lo “Doctor Zhivago”) para introducir una historia que se desarrolla en Pekín.
La exhaustiva y bien presentada edición doble de La-La Land, además de la partitura íntegra de Tiomkin con un aceptable sonido, recoge a modo de bonus tracks las versiones populares de los cuatro temas principales que el ruso, en su afán por acercar la música de cine a las masas, comercializó con un planteamiento siempre difícil y a medio camino: demasiado frívolo para satisfacer a los puristas de las bandas sonoras (con esos giros jazzísticos) y demasiado sofisticado para el público menos cinéfilo (al tratarse de un cóctel de sweet listening y gran orquesta de dudosa rentabilidad). Donde Tiomkin acierta es en la instrumentación dentro del score, acudiendo a un solo de violín para acentuar la ostentación de la baronesa (“Natasha Visits a Chinaman”, “Hotel Blanc”) o a una cálida armónica para arropar a Theresa cuando conoce la muerte de su padre (“Moon Fire”, el momento más honesto y sentido de la partitura). Pero, como siempre le ha sucedido, abusa más de la cuenta tanto del subrayado musical (que deja sin respiro al espectador) como de sus continuos arrebatos de agitación, con mil y una notas sonando al unísono indistintamente de si lo que asoma en pantalla es una escena de transición (tipo “Spoiling the Empress Party”), el crudo asesinato del ministro alemán (“Murder of the German Minister”) o la primera batalla con los bóxers (“Here They Come”). Asimismo, también fuerza la inclusión de himnos, marchas, temas tradicionales y piezas de la época en lugar de temas propios menos recurrentes, como el baile en la embajada británica (“Dance at the British Embassy”, donde toma prestada la pieza "Mosquito Parade", de Howard Whitney); el scherzo victoriano que acompaña a los hijos del embajador (“Children´s Corner”, donde arregla “The Whistler and His Dog”, de Arthur Pryor); la melodía escocesa de “Auld Lang Syne” que suena en el epílogo (y que Tiomkin ya había empleado en el memorable final de “It´s a Wonderful Life!”); o los himnos de las potencias ocupantes en China que se agrupan al comienzo del filme (excluidos de la edición discográfica) incluyendo… ¡el himno español!, pese a que España no tuviese por aquel entonces ni embajada ni la menor posesión territorial en China. Son las deferencias que tiene construir un Pekín en la meseta madrileña.
6-febrero-2012
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