Miguel Ángel Ordóñez
Que a Malick se le permita ejercer de intelectual en la meca de un cine comercial en plena crisis financiera resulta todo un misterio, más aún cuando su último filme, “The Tree of Life”, recién estrenado en nuestras pantallas, está destinado a poetas, amantes de la metáfora, filósofos a la última y héroes que de una historia ralentizada y hueca hasta el extremo han hecho toda una tesis sobre la vida y la muerte. Cineasta preocupado por la naturaleza y por la maldad del hombre que la habita, tiende a considerar a éste como la encarnación de una violencia lujuriosa y un miedo atávico a la muerte. A nadie se le escapa la belleza de sus composiciones plásticas a través de la búsqueda esencial de las imágenes, la cualidad metafísica que otorga a la luz o la importancia que adquiere el uso de la música en sus frescos cinematográficos, ingredientes suficientes para presidir los altares de lo cool. Apostando en numerosas ocasiones por una corriente minimalista (instrumental en “Malas Tierras”, centrada en sutiles repeticiones en “La Delgada Línea Roja” o “El Nuevo Mundo”), Malick, sin embargo, realiza un empleo un tanto pueril de la misma. Cargada de un fuerte componente emotivo, ésta encierra una sensación del tiempo detenido que predispone a reflexionar al espectador, le prepara convenientemente para la deglución de un alegato místico, entre esotérico y manipulador. Habitualmente, en su cine la música toma las riendas de la escena hasta el punto de silenciar los diálogos, alejándose de la realidad para trasladarse a un universo alternativo repleto de incógnitas. Aprisionada en un manto telúrico que todo lo cubre, ayuda a componer el plano, se complementa, a una misma altura jerárquica, con la imagen. El resultado, más cercano al género poético que al cinematográfico, encierra a lo largo de la filmografía de Malick un discurso construido alrededor de contradicciones: subraya la inocencia de una niña de 13 años que se enfrenta a la muerte y al crimen con una terrible indiferencia; conduce con calma y resignación, en el paraíso natural de Guadalcanal, el miedo de unos soldados enfrentados a la muerte en una guerra que les ha convertido en perros; canaliza la búsqueda del propio yo en una nueva tierra de oportunidades donde lavarse el alma y dejarla pura; o instrumentaliza el desesperado intento de una madre de comunicarse con Dios y encontrar respuestas a la pérdida de su hijo.
Con todo ello, Malick busca, desesperadamente, poner en solfa un efecto de desequilibrio, de inestabilidad, del hombre de nuestro tiempo respecto del entorno natural y cósmico que le rodea. De este modo, necesita que la música ejerza de pegamento emocional de una representación que, no podía ser de otra manera, se realiza a través del fragmento y el montaje elíptico, donde el todo se intuye por la parte. Despojada de cualquier atisbo narrativo, en su cine aquélla puede ser intercambiada de un plano a otro de similares intenciones dramáticas sin que nada mute, porque no traduce inmediatez sino energía. Ese ha sido uno de los principales problemas del cineasta con los compositores con los que ha colaborado. O no ha sabido mostrarles el camino de lo que su cine invoca, o éstos no han sido capaces de escapar a los cauces narrativos transitados habitualmente por la industria hollywoodiense. Esas músicas han sido reutilizadas en escenas para las que no habían sido concebidas (intercambiadas por Malick como los generales insuflan soldados a un frente u otro según las necesidades de una guerra) o han sido objeto de una intervención quirúrgica, a vida o muerte, en la sala de montaje. A excepción de Tipton y Zimmer, cuyas creaciones han sido respetadas casi en su integridad, el cineasta ha preferido sustituir mucho material original por la reconfortante seguridad de piezas conocidas del repertorio clásico. Basta echar un vistazo, como indicábamos al comienzo de esta crítica, a la gratuita “El Árbol de la Vida” para encontrar a Desplat deambulando por la ficción como un espectro vaga por el mundo de las sombras (convertido en una especie de “hermano gemelo” de Sean Penn), vencido por un decorado pseudo intelectual apoyado en set pieces de Brahms, Smetana, Couperin, Mahler, Gorecki, Mozart, Berlioz o Resphigi.
Ennio Morricone tampoco se libra de este caprichoso proceder en “Días del Cielo”, segunda de las películas de Terrence Malick. Su música gira sobre sí misma en una pirueta desgarrada y agónica. El tema central (“Harvest”/“Main Theme”) sirve para acompañar el quehacer de los jornaleros en una plantación de trigo pero también resulta válido para representar las sospechas del marido/patrón (Sam Shepard) respecto de la supuesta relación fraterno-filial de su esposa Abby (Brooke Adams) y Bill (un Richard Gere con su habitual catálogo de gestos). El pastoral tema del viaje por esas fantásticas y fantasmagóricas tierras en penumbra (“Happiness”/”On the Road”) hace las veces de tema de amor para Abby y su esposo o para Abby y Bill, en este triángulo amoroso tan insano como predecible, mientras el compuesto para ese fin por Morricone (“Days of Heaven”/”The Farmer and the Girl”) llega a ilustrar un mágico atardecer en la hacienda. Este camaleónico ejercicio de ambientación demuestra a las claras que todas esas melodías guardan puntos en común: un tono unívocamente misterioso y melancólico que permite a Malick, en detrimento de una mejor cohesión narrativa, utilizarlas a capricho dentro de un genérica atmósfera sugerente y extraña, como sinónimo de un paraíso conformado por pasiones, anhelos, sueños, que poco a poco se transforma en una ilusión detenida en el tiempo. Se podría decir que el autor casi nos libera de la narración para colocarnos en un estado de contemplación en el que combaten dos tensiones indisociables: la de la experiencia sensorial suscitada por la fuerza y el poder de unas imágenes que no se pliegan a ser simple objeto de consumo, y la de la aguda herida provocada por el curso ineludible de un tiempo que siguiendo su trazado hace estragos antes y después de cada escena, más allá del film y del ojo de la cámara.
En ese paisaje, los personajes (el patrón, Abby, Bill y su pequeña hermana Linda) parecen no relacionarse con su entorno, no interactúan con el resto de recolectores como si el mundo no tuviese demasiado que ver con ellos. Malick los aísla, los transforma en fantasmas provocando que a lo largo del metraje se desencadene un sugestivo lirismo, una particular poesía de lo misterioso. Eso es así porque Malick maneja espléndidamente los elementos románticos y sabe equilibrarlos a la perfección en un discurso que, en gran parte, se sustenta sobre una música despojada de fisicidad que deambula como una marioneta sin hilos sostenida por las acometidas del viento. Morricone, consciente de esos vaivenes estéticos acepta que Malick utilice ésta a su antojo, le otorgue una función maleable a sabiendas que la composición se presta a ello, con una única salvedad. Ruega al director que utilice correctamente la pieza compuesta para la larga escena de la plaga de langostas y el incendio en la plantación (“The Fire”). El efecto es brutal, la música, aún reducida a una cuarta parte de la creación original, adquiere una nueva dimensión y una decisiva presencia. Rompe el cascarón y se disocia de la imagen para interpretarla. Ya no se limita a mecerla, a arrullarla sobre el intenso rojo del horizonte, sino que toma partido. No sólo intensifica la catástrofe, el caos con los campos de trigo en llamas, sino que prefigura el destino final de un triángulo amoroso a punto de desmoronarse, retrata la consciencia del engaño, el fin del inocente juego de cortejos sobre unas miradas que se cruzan entre odios y puñales. Esos segundos valen por toda una composición en la que, todo sea dicho, el romano no se muestra especialmente brillante. Se ha limitado a ser el testigo mudo del deambular de unos personajes que no entienden nada, desarraigados de su entorno, robinsones que tuvieron un instante de felicidad antes que sus pasados fueran consumidos por el fuego.
26-septiembre-2011
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