Gorka Cornejo
En verano de 1979, J. J. Abrams y Michael Giacchino tenían trece y doce años, respectivamente. Compartían, sin saberlo, aficiones e ídolos, atesorando imágenes, reproduciéndolas incesantemente en su imaginación. Ambos pasaban largas horas enfrascados en la manufactura de breves películas con las que iban alimentando el sueño de convertirse algún día en cineastas. Mientras Giacchino se decantaba por la animación, al tiempo que desarrollaba sus aptitudes musicales, Abrams se fue convirtiendo en un especialista en la manipulación de celuloide de 8 milímetros, lo que le llevaría, siendo aún un adolescente, a recibir su primer encargo profesional: restaurar los primeros cortos de Steven Spielberg. Con la causalidad circular de un folletín inverosímil, los tres nombres reaparecen, juntos, casi treinta años más tarde y tras numerosas coincidencias a dos bandas, en una película que rinde homenaje a esa generación de espectadores forjada a base de tiburones asesinos, guerras galácticas, extraterrestres, barcos pirata, máquinas del tiempo y peluches alérgicos al agua, un cine escapista con el que Hollywood respondía a los convulsos años 70 y conseguía recuperar a un público perdido, ahora multiplicado en interminables colas de inédita expectación y voraz apetito consumista. Son los “niños Amblin”, hoy cuarentones, los que evocan con nostalgia no tanto su infancia, tan añorada como la de cualquiera, o una época, sino lo que de sus vidas quedó indirectamente registrado en aquel cine.
Por evidentes que resulten las intenciones evocadoras del pretendido homenaje, profuso en referencias a películas dirigidas y/o producidas por el propio Spielberg, “Super 8”, como artefacto metacinematográfico y como narración, es más un producto impecablemente vendido que netamente satisfactorio. La explicitud con la que lanza guiños a títulos como “E.T.” o “Los Goonies”, pero en especial a “Encuentros en la tercera fase”, hace inevitable un análisis comparado cuyo resultado es la nostalgia o, en su defecto, la crítica a la subjetividad de la misma, pero también la convicción de estar ante una oportunidad perdida: el homenaje acaba provocando sólo una estéril añoranza de lo homenajeado ante la insuficiente oferta de algo sustancialmente propio, contemporáneo, un diálogo crítico con el objeto revisitado, lo cual no implica malicia sino juego, construcción, reconstrucción. Pero no van por ahí los tiros de Abrams, más interesado en montar un buen espectáculo, dirigido al público que consume “Cowboys & Aliens” y la saga de “Transformers”, no tanto a sus compañeros de generación.
Igualmente indeciso entre la linealidad funcional y el interrogante metalingüístico, Giacchino ha optado por una postura conservadora, lo que puede considerarse lógico y coherente en el contexto de las aspiraciones referenciales de la película, pero que no deja de evidenciar las potenciales y sabrosas posibilidades por las que no se ha decantado. El aficionado podrá fácilmente reconocer en su música el arsenal de recursos periclitados por el cine norteamericano de los 80 (Spielberg y sus imitadores, con o sin patente), responsable de la estandarización de unos patrones de música aplicada basados en la narratividad, la elocuencia comunicativa y la extensión, a lo que se añade el protagonismo absoluto de una amplia orquesta sinfónica, desterrando los efectismos electrónicos y las promiscuidades del pop de hit parade, tan en boga por entonces. Ciertamente hay muchos compositores que teniendo clara la teoría fallan en la práctica, pero Giacchino no es uno de ellos. A la corrección de la estrategia le sigue la pertinencia de sus herramientas y el buen hacer del compositor, tanto a la hora de crear temas y motivos como en lo tocante a su evolución y distribución, se deja notar en cada uno de los muchos minutos de esta partitura.
Giacchino establece una clara distinción entre dos esferas, la personal que atañe al protagonista y la fantástica, en la que pelean dos fuerzas ajenas, el extraterrestre y el ejército. En la esfera personal, el compositor distingue dos melodías principales, una para Joe, el chico protagonista, cuya sencilla placidez sirve para definir rápidamente la topografía sentimental de la película (“Super 8”, “Family Matters”, “Model Painting”) y una segunda melodía para Alice, la chica de la que se enamorará Joe (“Acting Chops”, “Dead Over Heels”, “We´ll Fix It in Post-Haste”) y que se convertirá en motor desencadenante de la acción. De forma similar, en la segunda esfera mencionada, el compositor acierta plenamente cuando describe al extraterrestre mediante una sencillísima frase de cuatro notas que no implica maldad, a lo sumo, y ocasionalmente, un potencial aterrador y destructivo, pero que la mayoría de las veces equivale a una definición ambigua, fascinada, cautelosa (“Super 8”, “Thoughts of Cubism”, “Neighborhood Watch / Fail”), mientras que el poderoso tema dedicado al ejército (“Aftermath Class”, “Circle Gets the Cube”), deudor de los motivos con los que Williams describía la maniobra de distracción por parte del ejército en “Encuentros en la tercera fase” y al insensible grupo de científicos en “E.T.”, es más elaborado y temible, como corresponde a una maquinaria que miente y destruye. Sin duda los mejores momentos de la partitura de “Super 8” se deben a las diversas repeticiones y reformulaciones de estos dos últimos temas.
Con estos elementos y un poco nutrido conjunto de motivos secundarios y circunstanciales, Giacchino elabora una partitura perfectamente narrativa, bien equilibrada, en ocasiones muy poderosa y más que eficiente, pero que ofrece pocas ideas nuevas en su desarrollo, más allá de la consabida labor de variación e interconexión de los diversos motivos centrales, con la que el compositor vuelve a demostrar el poderío por el que ha sido considerado el más digno continuador de la tradición. Lo que le falta a Giacchino no depende tanto de él como de una película que pierde fuelle a partir del (espléndido) primer tercio, lastrada por un guión poco ingenioso que no permite la incorporación de nuevos ingredientes una vez acabada la presentación de su planteamiento. Giacchino se debe ceñir a la multiplicación de escenas de acción y suspense, algunas brillantemente acabadas (“Circle Gets the Cube”, “Radio Haze”, “World´s Worst Field Trip”), contrarrestándolas con un material sentimental demasiado estático pese a sus mutaciones superficiales, todo ello dirigido a un clímax no por espectacular menos previsible (“Creature Conforts”) que culmina con un tutti melódico de inequívoco sabor añejo en el que los temas de Joe y Alice son pletóricamente fusionados (“Letting Go”).
Ejemplo de al menos uno de esos caminos alternativos por los que la partitura de “Super 8” hubiera podido transitar es la música con la que Giacchino ambienta la película de zombies que los protagonistas ruedan con su cámara súper 8: excesiva, asincrónica, repleta de clichés, se trata de una breve pero muy interesante recreación de las bandas sonoras que miles de aspirantes a cineastas editaban y mezclaban con rudimentarios efectos de sonido, frankensteins musicales cosidos a retazos y obtenidos de todas las fuentes imaginables: video, radio, televisión, pero especialmente, los LPs o casetes de música de cine. Y es que Abrams y Giacchino, como los protagonistas de “Super 8”, representan a la primera generación que pudo disfrutar de la publicación generalizada de bandas sonoras, la generación del coleccionismo, un argumento del que un Giacchino más motivado hubiera extraído no pocas ideas que mejoraran este sinsorgo sabor de boca a corrección conformista.
29-agosto-2011
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