Frederic Torres
Ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes 2011, la última película-evento del esquivo y siempre interesante Terrence Malick, ha contado con la participación de un Alexandre Desplat en un gran momento de forma creativa tras consolidar un año 2010 pleno de reconocimientos artísticos y comerciales, como atestiguan su nominación al Oscar (“The King´s Speech”), la consecución del European Film Award (“The Ghost Writer”), así como su participación en alguna de las mayores superproducciones del año, caso de su gran trabajo para las dos últimas entregas de “Harry Potter and the Deathly Hallows”, sin menoscabo de su ininterrumpida actividad en su país natal (como demuestra la reciente “La Fille du Puisatier”). La culminación de dicha trayectoria ascendente se puede entender alcanzada con esta participación junto al considerado máximo exponente actual del cine de autor norteamericano, quien, comparado cada vez más con la figura de Stanley Kubrick por sus formas y contenidos, siempre ha tratado minuciosamente cualquier aspecto de sus obras, mostrando una especial sensibilidad hacia la cuestión musical en su longeva pero escasamente prolífica trayectoria profesional, como demuestra su colaboración con algunos de los máximos representantes de la música cinematográfica de su momento, caso de Morricone, Zimmer, Horner y, ahora, Desplat.
Esta variedad es realmente curiosa si atendemos a la relativa fidelidad a la que tan proclives son los cineastas “totales”, que habitualmente tienden a procurar rodearse de un equipo más o menos estable con el que alcanzar la máxima complicidad artística. Probablemente dicha peculiaridad sea fruto del perfeccionismo acérrimo del director en su búsqueda del mayor grado de adecuación para cada uno de sus proyectos. Logrado con Zimmer para “The Thin Red Line”, partitura cuyas características musicales de naturaleza casi hipnótica encajaban a la perfección con el deambular de los soldados norteamericanos por los paraísos polinesios en los que se desarrollaba la contienda bélica de la Segunda Guerra Mundial que describía el film; bastante más problemático con el Horner de “The New World”, compositor que vio finalmente como parte de su partitura, especialmente todo el importantísimo bloque inicial del film que incorporaba cánticos de “aves del paraíso” a la manera del Kitelbey de “En un Monasterio”, quedaba sustituido por el preludio de la monumental tetralogía wagneriana de “El Anillo del Nibelungo”, perteneciente al prólogo de “El Oro del Rhin”, de evidentes concomitancias temáticas y estéticas con la propuesta fílmica; el cineasta se ha visto, pues, inmerso, pese a la citada escasez de su producción fílmica, en toda la diversa casuística que las relaciones entre director y compositor pueden llegar a suscitarse a la hora de abordar un proyecto fílmico, algo, por otro lado, en absoluto inhabitual ante otros sonados casos acaecidos a lo largo de la historia del cine, entre ellos, por continuar con los paralelismos, el del mismo Kubrick con Alex North, compositor que vio, la misma noche que en calidad de invitado asistía a la presentación inaugural del film, cómo de su partitura no quedaba ni rastro en el montaje final de “2001: A Space Oddissey”, sin que el director le refiriese palabra ni explicación alguna de su proceder.
En principio, atendiendo a la autoría de las composiciones que integran el disco, parece no haber sido el caso de Desplat, cuyo bagaje creativo acredita un estatus de primer nivel al punto de permitir aventurar que la elección de Malick para su nuevo y poco convencional film haya tenido que ver con esa demostrada capacidad del compositor francés a la hora de abordar musicalmente cualquier aspecto argumental desde la máxima diversidad formal, más, dadas las peculiaridades cinemáticas que el director emplea en su personal afán de elaborar con este (y cualquier otro) film una auténtica cosmogonía personal. Pero sólo en principio, porque finalmente el director ha incorporado la partitura de Desplat desde una perspectiva externa, como una obra ajena más que unir a las de toda una retahíla de compositores clásicos y contemporáneos (entre los que se cuenta a Mahler, Gorecki, Berlioz, Brahms, Mozart y un largo etcétera –cuyos fragmentos no están incluidos en el presente disco-), a pesar del hecho de haber contactado con el compositor en una fase muy inicial del proyecto con el manifiesto propósito de disponer de la partitura con anterioridad a que el músico tuviera oportunidad de visionar cualquier montaje siquiera provisional del film, observando una confianza y una consideración artística que no permitía entrever resquicio alguno para dubitativas selecciones musicales de convencimiento personal que finalmente se han incorporado al film con resultados que el espectador habrá de valorar, pero con la evidente consecuencia del irremisible destrozo, físico y conceptual, de la obra urdida por el compositor (con el probable daño colateral de impedir, además, su consideración para terciar en premio alguno, Oscar incluido).
Trabajo de una tonalidad etérea, cósmica, a medio camino entre lo atmosférico y descriptivo, con grandes bloques figurativos que ilustrar musicalmente (caso de “Circles”, de 11 minutos de duración), pero proclive, por la misma naturaleza poética de la obra, a suscitar la reflexión introspectiva en el espectador/melómano a través de un aparentemente liviano pero no menor intenso lirismo. Desplat concibe su partitura, según confesión propia, como un continuo fluir, como si de la corriente del caudal de un río que atravesara la película de principio a fin se tratara (el tema más melódico, ejecutado prácticamente en su totalidad al piano, lo titula el compositor “River”), en consonancia paisajística con el peculiar modo visual de concebir la infancia que Malick muestra en su film, en perfecta armonía temática con la contraposición entre la descripción de primigenios paraísos virginales (incluidos los interestelares) y la consiguiente pérdida de la “inocencia” de éstos como consecuencia del choque de opuestos que significa la arribada de la civilización, que el cineasta, recurrentemente, refleja en su obra. Y ello lo consigue el compositor a partir de la elaboración de una estructura minimalista inextricablemente cómplice de la pequeña formación orquestal empleada en la práctica totalidad de la obra que, por su propia configuración, adiciona a la sensación citada de aparente liviandad la de la propia experiencia sensorial a que se ve abocado el espectador en la conjugación de ésta con las imágenes, semejante a aquellas provocadas por el ballet espacial o el psicodélico viaje del astronauta Bowman que Kubrick concibiera, apostando por el conocido vals de Johann Strauss o de la mano del contemporáneo Ligeti, en la citada “2001”.
El carácter de la música, ineludiblemente trascendente dadas las imágenes a las que va destinada, se ve afectado por la aducida modalidad de trabajo elegida, conduciendo de un modo un tanto paradójico, pero perfectamente previsto y planificado por el cineasta, hacia un incuestionable maridaje entre música e imagen, opuesto a los habituales métodos de trabajo a los que cualquier compositor se ve habitualmente abocado en su relación con la industria cinematográfica donde lo que suele ocurrir es que no se llegue a la concreción musical hasta bien entrada la última fase de la confección de un film. El mismo Desplat, en su díptico para la mencionada doble entrega final de las aventuras de Harry Potter, personaliza mejor que nadie precisamente este opuesto extremo metodológico al caracterizar dicha partitura antes por la interacción entre sus personajes, por sus acciones en la pantalla, que no por la dedicación temática exclusiva con que representar a cada uno de ellos, siendo para ello imprescindible el visionado previo de la película y no tanto el planteamiento conceptual de ideas motívicas preexistentes, como es el caso del film de Malick.
Ello deriva en una inconcreción musical respecto de las imágenes que, sin embargo, al apoyarse en conceptos temáticos universales, del que el título de los fragmentos musicales es significativamente revelador (“Childhood”, “Circles”, Clouds”, “Light & Darkness”, “Good & Evil”), deviene en una adecuación visual tanto emocional como intelectual de la música, definida no tanto por aquello que podríamos considerar la liturgia dramática del relato fílmico como por la acción cinemática anticipadamente concebida por el compositor. Las características resultantes de esta intelectualización emocional de la partitura se perciben de inmediato en prácticamente todos los fragmentos presentes en el disco así como en el film, planteando, a modo de preludio, extensas introducciones (dependiendo de la duración total del corte musical), seguidas del desarrollo principal de la exposición motívica, para finalizar con una coda de dimensiones también expansivas y de lánguido perfil tonal. Es el caso de “Circles” o de “Clouds”. En alguna ocasión dicha coda puede estar protagonizada por un crescendo, como en “Awakening”, pero manteniendo infractos los perfiles del planteamiento estructural de la partitura (como el posterior “Light & Darkness” demuestra o el mismo corte que finaliza el disco, “Skies”, intuitivamente ligado a un sonido “acuoso” logrado con la cuerda que busca la apropiada recepción sensorial del melómano/espectador).
Las pocas eventualidades incidentales que tienen cabida en este planteamiento colorean un tanto el resultado decantando hacia la acción dramática algún fragmento como “Emergence of Life”, de tonalidades misteriosas, que a su vez entronca con “Temptation”, desarrollada mayormente desde los aspectos trascendentes mencionados pero cuyo herrmaniano final (con el empleo de un inequívoco y grave clarinete) mediatiza un tanto su personalidad convirtiéndolo en un fragmento mestizo a pesar de lo complejo de su desarrollo formal, en coherente continuidad con “City of Glass” donde el protagonismo del (repetitivo) piano y la cuerda recuerdan la propuesta estética de Eleni Karaindrou para los films de Theo Angelopoulos. Estas pinceladas paisajísticas se despliegan a lo largo y ancho de la partitura contradiciendo la perspectiva de aquello que podría entenderse como un trabajo atmosférico de meras características terapéuticas que, por ello, pudiera considerarse partícipe de las maneras de la new age. El arranque incial de rasgos impresionistas de “Circles”, una evocación sensorial del concepto de “descubrimiento” conseguido gracias a las trompas y las flautas; el empleo de las reconocibles formas del vals en “Motherhood”; el balanceo que provoca el diálogo del piano y la cuerda jugando con un fondo de pizzicatos en “Fatherhood” (los dos últimos ejecutados por la London Symphony Orchestra), rompe definitivamente con cualquier atisbo de sospechosa pedantería musical, elevando exponencialmente el interés de una obra que encuentra en el detalle y la primorosa elaboración (gracias al piano y la cuerda, pero también al arpa y el violín) el sentido más profundo de su existencia y que a pesar de su destino final, al haber sido concebida sin referencias cinematográficas específicas, tiene la virtud de provocar poética y emocionalmente al oyente habiendo o no visionado el film al que pertenece.
17-agosto-2011
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