Miguel Ángel Ordóñez
Resulta complicado imaginarse lo que podía aportar John Huston a una farsa de tres horas sobre los 22 primeros capítulos del antiguo testamento sumamente alejada de la imaginería de un ateo convencido como él, qué demonios pintaba en un proyecto que parecía más proclive a emplastarse en los intestinos de un sumiso artesano plegado al obediente rancho carcelario con el que Dino de Laurentiis, ese productor italiano con vocación de prima donna, pensaba conquistar, vía ración de tópicos y vulgaridades, a un aturdido público americano atrapado entre la cultura hippie y el pop art de Warhol. Sin embargo, ciertas licencias de estilo remiten hábilmente en este estrambótico pastiche a la firma de un outsider que tiene la oportunidad de poder hablarnos del empeño de los hombres de sublevarse ante un Dios tiránico, vengativo, intolerante y despreciable. Un catálogo de buenas intenciones que son sólo sombras de un paisaje ilustrativo y plano que se entrega a los decorados y a la guardarropía como el alma pecadora se entrega a una última e inútil absolución.
Consciente del fracaso, Huston se reserva lo mejor de este Génesis con pinta pret-á-porter, dando vida a un irónico y burlón patriarca Noé que, cual flautista de Hamelin, conduce su animalario, con tanto humor como beatífica actitud, por un yermo paisaje de perversión e inmoralidad. Pero no sólo ese detalle redime afortunadamente al espectador, más incauto que ocioso, que se acerca por primera vez a “La Biblia” versión Laurentiis. Si la mirada kitsch de este alto irlandés malhablado carece de credibilidad y pulso, o al menos enviste con el trastorno nervioso de un enfermo de parkinson, los sonidos creados por un pequeño asceta de ánimo calmado y educación exquisita irrumpen con la inusitada violencia de un huracán dispuesto a sentar cátedra en cada uno de sus bordones. Pero la génesis musical de “La Biblia” dista mucho de un encuentro de amabilidades y genuflexiones orientales. Ofrecida por Laurentiis al neoclasicista Goffredo Petrassi, maestro de luminarias como Maxwell Davies o Dalla Vecchia y autor de notables partituras fílmicas como “Cronaca Familiare”, iniciada sobre el barroquismo ufano de un canon religioso, su ejercicio de estilo es rechazado por un Huston poco aficionado a los estereotipos del italiano. La segunda opción, uno de sus discípulos, el romano Ennio Morricone, compone y graba alrededor de 15 minutos de score –dos terceras partes se conservan intactas en el corte “The Mountain” para la ulterior “The Secret of Sahara”- que debido a un conflicto de intereses entre Laurentiis y RCA, el sello con el que el músico tiene contrato en exclusiva, y a una nueva negativa del cineasta quién ve en él demasiadas afinidades estilísticas con su maestro, acaba por descartarse en favor de una idea que ronda la cabeza de Huston hace semanas: convencer al productor de la contratación de Toshiro Mayuzumi, un japonés del que se ha enamorado tras escuchar su portentosa “Nirvana Symphony”, una ecléctica cantata budista de originalidad desbordante.
El episodio, bastante usual en este negocio, aparece narrado un año después en las páginas de “Film in Review” gracias a dos cronistas de excepción: Page Cook y un muy alejado de su habitual diplomacia y cortesía Miklós Rózsa, otro de los damnificados de este extravagante casting. Tras desecharse el nombre de Igor Stravinsky, del que se pretendía recolectar algunos de sus triunfos neoclásicos y añadirles nuevos sonidos de su etapa atonal (no es nada nuevo sugerir que Stravinsky se adaptaba a las nuevas corrientes como un camaleón mimetiza el color de sus presas), Rózsa, encantado con la posibilidad de cerrar el círculo de sus fervorosos legajos religiosos, es convencido para abandonar un proyecto bajo contrato con Paramount (se trata de “Judith” que terminará haciendo Sol Kaplan) y dirigirse a Roma para subirse al carro de una producción que presume de bolsillos sin fondo. Aterrado ante la posibilidad de convertir su proyecto en un nuevo “Rey de Reyes”, Huston convence a Laurentiis de que la película necesita un nuevo sonido, lo que el director llama “la voz del silencio”, y que lo ha descubierto en un compositor japonés para el que los secretos del cine son pan comido. Rózsa se quejará amargamente -hasta el punto de llegar a poner en tela de juicio la naturaleza y profesionalidad de sus compañeros de profesión- de que los italianos ni siquiera se disculparon por haberle hecho perder una producción americana, llegando a insinuar que Petrassi compuso parte del score y Mayuzumi se encargó de rellenar huecos. Quien conozca mínimamente la obra del nipón sabrá del escaso rigor de ese libelo.
Basta con darle al play y sumergirse en los acordes que como témpanos de hielo en “The Creation” remiten al primer movimiento de la “Nirvana Symphony”. Mayuzumi hábilmente mezcla estereotipos sacros, como los coros femeninos en agudos asociados a Eva en “Creation of Eve” o los rudos y graves masculinos aplicados a Adán en “Creation of Adam”, con una serie dodecafónica (relacionada con el mal en “Forbidden Fruit”) que emerge como una columna de basalto; se pliega a una tonalidad de amplitud melódica y espacios abiertos (el recurrente tema central o el “Scene of Love”) o a gentiles pasajes étnicos sujetos a contrapuntos de una deliciosa ironía (“Noah´s Ark”), tanto como se deja conducir por una niebla de disonancias donde la armonía derrapa de una tríada a otra siguiendo los sinuosos perfiles de los modos y los acentos caen por todas partes con un destiempo stravinskiano (“Cain Kills Abel”) o donde líneas politonales se desplazan hacia las tesituras más agudas de la orquesta y se detienen al borde de un abismo (“Tower of Babel, Part 1”). Todo se percibe bajo una estética única. No importa que el aire más kitsch asome la testa a través de acordes básicos que permitirían a cualquier melenudo convertirse en estrella de rock, siempre espera Mayuzumi agazapado con la guadaña de la modernidad para desplegar un osado muestrario de timbres o para mezclar clusters estridentes, glissandi y pizzicati aterradores o una sarta de sonidos xenakianos (la extraordinaria “Tower of Babel Part 2” o la polirrítmica “The Evil Ram”).
Capítulo aparte merece la remasterización llevada a cabo por el sello italiano Legend, titular de los derechos discográficos. Aunque resulta loable recuperar un clásico de la magnitud de “La Biblia” ofreciendo una más que abundante propina musical respecto de la anterior edición de RCA Italia (ahora 123 minutos frente a los tres cuartos de hora del precedente), otra cosa bien diferente es que el material inédito se presente en sonido mono y, en ocasiones, con sospechoso ruido de fondo. Quizás tras el gran trabajo llevado a cabo semanas atrás en la recuperación del “Mosé” de Morricone (una de las mejores obras de un compositor casi nunca tan genial como se quiere hacer ver), se esperaba una presentación a la altura de la que es una de las obras maestras de la historia de la música cinematográfica. El daño no resulta tan importante como para no recomendar sin reservas un trabajo impecable que consigue a través de la convivencia entre líneas musicales asentadas sobre violentas dentelladas de genialidad y motivos de una voz relajada y lírica, que el sistema linfático de esta partitura de dramatismo contundente drene un ambiente tristanesco de desesperación herida y un subtexto apocalíptico de destrucción y muerte. Es la angulosa genuflexión con la que Mayuzumi saluda las concepciones ateístas del polifacético Huston.
30-mayo-2011
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