Gorka Cornejo
En más de una ocasión, Jerry Goldsmith declaró que “Poltergeist” era, primordialmente, una historia de amor. Dicen que los grandes escultores son capaces de atisbar su futura obra mirando el bloque de mármol en bruto, y algo de esta mirada taladradora hay en la sentencia epatante del compositor. Para los demás mortales, este clásico moderno, escrito, producido y dirigido a control remoto por Steven Spielberg (tomando posesión, cual espíritu demiúrgico, del cuerpo de Tobe Hooper), es y será siempre una película de terror. Goldsmith, aprovechando la oportunidad de trabajar con el rey Midas y redobladas su habitual exigencia y meticulosidad por la implicación no menos exigente y meticulosa del productor, escribió una de sus partituras más complejas y fascinantes. En sus manos, la música de “Poltergeist” pudo sobrepasar los límites comúnmente preestablecidos del género de terror, introduciendo un ramillete de matices y referencias conceptuales que enriquecían texto y subtexto. Pero su mayor logro es su contundencia, y lo que con ello logra, hacer verosímil lo inverosímil: Goldsmith fue capaz de hacer que los espectadores, hasta el más descreído, hicieran suya la fantástica experiencia narrada.
La arquitectura motívica sobre la que se sustenta la partitura no podría ser más brillante. Tratándose de una película que alude constantemente al enfrentamiento conceptual entre la luz y la oscuridad, el Bien y el Mal, el compositor traduce esta dicotomía a una idea muy simple, una escala dual y reversible, ascendente y descendente, con la que ya nos sugiere una parcelación espacial de las fuerzas en juego de acuerdo con el cliché metafísico. Con esta idea doble, representada en dos motivos, arranca la partitura, con Carol Anne despertándose en plena noche, sensible a una llamada extrasensorial (“The Calling”). Subrayado por un elocuente glissando de flauta de émbolo (invitación al descenso) que contrasta con el agudo de una sierra musical, Goldsmith presenta sucesivamente los motivos A y B, el primero descendente y ascendente (cinco notas) y el segundo, en flauta y fagot, ascendente y descendente. Para el compositor todavía no es tiempo de discernir entre ambos motivos y conscientemente los trata de manera entrelazada, aunque por su forma y elocuencia el primero posee una cualidad de llamada, mientras que el segundo es más discursivo, como el tímido primer esbozo de algo que aún no se revela del todo. La música no se atreve aún a valorar la naturaleza de esa presencia desconocida, esa “gente de la tele” que, en los primeros minutos de metraje no parecen especialmente peligrosos. Goldsmith procura, por tanto, economizar el ingrediente terrorífico y opta por orquestaciones ligeras, inquietantes pero dóciles, expresivas de la precaución meliflua con la que el malvado se aproximaría a una niña sin dejar entrever sus propósitos.
Insinuado ya al final de la citada primera secuencia y expuesto en toda su magnitud durante los créditos iniciales, Goldsmith convierte el “Tema de Carol Anne” en la médula melódica del score, una pieza dulce y sin asomo de dobleces, una canción de cuna, de la que el compositor se vale para profundizar en su antagonismo con el violento y oscuro universo musical que irrumpirá en el relato. Lo negro es más negro cuando se compara con su contrario. Carol Anne no es un personaje complejo, sólo importa como símbolo: para los miembros de su familia supone la razón de su unidad, la base de su existencia; para los espíritus equivale a una inocencia, una fuerza vital que ya no poseen y que codician. Cuando la niña desaparezca, Goldsmith podrá invocarla con la más tímida de las alusiones, pero su verdadera fuerza reside en que encierra el concepto de vida normal, feliz, segura, todo eso que vemos estandarizado en la secuencia de los créditos (“The Neighborhood – Day”) y que se resquebrajará de la manera más radical.
Los fenómenos extraños empiezan a adquirir un carácter netamente terrorífico cuando una mano verde brota de la televisión y se convierte en un géiser de energía que acaba estrellándose contra la pared del dormitorio del matrimonio (“They´re Here”). Ante esta primera demostración de las fuerzas malignas que anidan en la casa, Goldsmith sube un peldaño más en su graduación instrumental dando paso a los metales, en adelante un recurso que irá ganando protagonismo y virulencia. Nada volverá a ser igual después de esta irrupción en el plano del mundo real: en “Broken Glass” (bloque eliminado de la película) Goldsmith empieza ya a extender el motivo A, significando que ya no se trata de una llamada, de una invitación: el tono es más propio de una amenaza efectiva. El mismo motivo, en forma de ostinato ominoso relacionado con la creciente cercanía de una poderosa tormenta (tal y como se presentaba en el bloque no utilizado “The Tree” y en “The Clown”), sirve de base para el primer gran set-piece de la película, la secuencia del ataque del árbol y el rapto de Carol Anne. Las dos acciones paralelas son transcritas con precisión por el compositor: mientras que los metales se intercambian la reiteración de dos frases principales (la primera, una variante del motivo A, la segunda una expresiva y desquiciada formulación con la que Goldsmith ha relacionado previamente al árbol y al payaso, o aquello que los anima), un coro de voces femeninas interpreta también el motivo A ilustrando la naturaleza extradimensional del iluminado armario que pretende succionar a Carol Anne (marcando una pauta que se repetirá en “Night of the Beast”). El bloque cambia de planteamiento cuando, salvado Robbie de las fauces del árbol, la familia comienza a buscar a la niña: es entonces cuando Goldsmith pasa a responder a la pregunta de “¿dónde está Carol Anne?” esbozando las primeras cuatro notas del Tema de la Bestia (desarrollado a partir del motivo A), interpretadas por el coro y la cuerda. Desde el momento en que Carol Anne se desmaterializa, la enorme sencillez de su leit-motiv empieza a demostrar su gran efectividad dramática: cuanto más fina y quebradiza sea su formulación instrumental, mayor es su capacidad evocadora.
Hay alguien con ella. Alguien que la retiene. La película nunca especifica quién es este ente poderoso y malvado, a quien se llega a identificar como “demonio” (¿un o el?, poco importa). Lo significativo es que Goldsmith considera importante diferenciarlo del tratamiento global que hasta ahora ha venido recibiendo lo desconocido, asentando un tema propio (lo escuchamos plenamente desarrollado en “The Jewelry”), de igual forma que el guión le diferencia del resto de espíritus errantes que abarrotan el solar. Éstos empiezan, por tanto, a requerir de un tratamiento musical distinto, puesto que el miedo que podían inspirarnos ha quedado relativizado por el terror que nos produce el peor de todos ellos. El compositor cree necesario subrayar que lo que diferencia a estos espíritus es su condición de almas perdidas, ignorantes de que han muerto: necesitan que alguien les muestre el camino hacia la luz. Así, Goldsmith retomará ese motivo B que presentó desde un principio y desarrollará un tema autónomo (“The Light”), dotándolo de un carácter religioso, ascensional, con el que el compositor describe esa necesidad de luz en que consiste su purgatorio, su infinita soledad. Sin embargo, cuando la doctora Lesh y su equipo registran con sus aparatos de video una auténtica procesión de espíritus vagando escaleras abajo (“Night Visitor”), Goldsmith, demostrando su poderío creativo, no hace uso del Tema de la Luz sino que opta por una bellísima variación benigna del Tema de la Bestia, en clave impresionista, y que, a partir de este momento, retomará muy significativamente siempre que quiera expresar calma, respiro, o estabilidad, (final de “Night Visitor”, “No Complaints”, últimos compases de “Escape from Suburbia” y la desechada “No TV”). Esto puede responder a la voluntad de sugerir que la vida de la familia Freeling, incluso cuando recupere la normalidad, queda traumatizada por las experiencias sufridas (echar mano del Tema de Carol Anne, en un principio sinónimo de ese equilibrio pequeñoburgués pero convertido ahora en otra cosa, hubiera sido la opción más predecible y equivocada).
Así las cosas, Goldsmith se enfrenta a la escena culminante del rescate de Carol Anne con un despliegue de temas y motivos realmente extraordinario. El bloque “Let’s Get Her – Rebirth”, con sus 16 minutos de música ininterrumpida, resulta una clase magistral de narración, precisión e inventiva. Goldsmith se permite el lujo de ilustrar con material específico otras dos ideas que se suman a lo ya expuesto: el contacto con el más allá (a través del ropero en la habitación de los niños, convertido ya a estas alturas en una sima infernal), el “paso” de una dimensión a otra, inspira al compositor una estructura ondulante de arpegios ascendentes y descendentes (una vez más), mientras que el fenómeno de bilocación por el que todo aquello que “entre” por el ropero “sale” por el techo del salón, recibe un motivo propio, dos (o tres) violentas sacudidas orquestales; ambas ideas son presentadas en “The Jewelry” pero adquieren ahora mayores proporciones. Cabe subrayar un último detalle importante de esta secuencia: Goldsmith limita al mínimo el uso de los metales, subrayando el protagonismo de la cuerda; esto, que potencia el símil místico del “renacimiento” al que alude el título, si bien permite, por coherencia y pertinencia, cierta persistencia de lo maligno, comunica al espectador la sensación de que el rescate va a ser victorioso, y una vez resuelto, definitivo. Pero todos sabemos que la película se guarda un as bajo la manga. Para la traca final (“Night of the Beast”, “Escape from Suburbia”) el compositor regresa con todo su ejército pesadillesco redoblado: desde la recuperación del motivo desquiciante con el que se identificó al payaso a la exacerbación de los ostinatos, Goldsmith somete al espectador a un ataque brutal, sistemático, sin contemplaciones, de una agresividad inusitada. La sucesión de ideas musicales es incesante y de una coherencia abrumadora con respecto al material previamente expuesto, merecedor de un análisis detallado que no podemos siquiera empezar a esbozar.
La presente edición, a todas luces definitiva, ofrece al aficionado un puñado de ingredientes extra en comparación con la versión publicada por Rhino en 1997, el más importante de los cuales es la mejor calidad sonora de las fuentes empleadas para su remasterización, filigranas bienvenidas (responsabilidad, una vez más, de Mike Matessino) pero difícilmente apreciables por el oído medio, que tenderá a buscar en el poco material inédito incorporado, bonus tracks de diversa consideración, las razones de su adquisición. Lo más interesante, como siempre, son las versiones alternativas de algunos de los bloques, con los que el conocedor de la partitura podrá apreciar los mil y un detalles que Goldsmith pudo, quiso o tuvo que incorporar para lograr la más nítida lectura de sus composiciones. Bruce Botnick, que ejerció de supervisor en la grabación del score, ofrece, a su vez, una más que pertinente reseña de las novedosas técnicas empleadas en el registro de la música, que explican su apabullante fisicidad y riqueza de matices, así como iluminan un aspecto pocas veces contemplado de la figura añorada de su compositor. El añadido de cinco bloques de música pertenecientes a la partitura de Goldsmith para “The Prize”, remezclados y de mejor calidad que como figuraban en la anterior edición de FSM, ha de entenderse como el billetito que la abuela, a escondidas de nuestra madre, nos metía en el bolsillo cuando nos marchábamos: no mucho, pero siempre grato.
24-marzo-2011
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