Miguel Ángel Ordóñez
A principio de los 70 el cine americano pareció interesado en expiar sus culpas y ofrecer una imagen más benigna de los indios, acudiendo a una narración de vocación paisajística y antropológica que descartara elementos tradicionalmente asociados al western y se abriera camino hacia un género, el de la aventura, al que se sumaba una buena dosis de digresiones morales, casi siempre, tomando como punto de partida un protagonista que alejado de la civilización encontraba la felicidad viviendo en comunión con la naturaleza. En “Un Hombre Llamado Caballo” un rico aristócrata inglés, acostumbrado desde su nacimiento a una vida acomodada y rutinaria, decide dar un giro a ésta y poseído por una rebeldía tan caprichosa como clasista (poco de bohemio encontramos en Lord Morgan vistiendo impoluto batín de rojo satén ante la mofa de sus asalariados y sucios tramperos), se desplaza a la peligrosa Dakota del Sur en el año 1825, territorio inexplorado y hostil para el hombre blanco. Secuestrado y humillado por los indios, Morgan no tardará en hacer de la pena virtud y aceptar un modo de vida salvaje y honesto, dejando atrás sus propios prejuicios para convertirse en un hombre nuevo que llegará a liderar los designios de su tribu de adopción.
Aún desaprovechando el material de partida (el guión afronta varias encrucijadas de las que sale escasamente airoso, cayendo en el folletín), el director Elliot Silverstein acierta a ofrecernos una visión del pueblo indio desmitificadora y embebida de distintivos raciales, que carece, sin embargo, de rigurosidad al retratarla desde una perspectiva cinematográfica convencional, plagada de recursos desfasados y tramposos. A su favor, la cinta supone un loable esfuerzo por distanciarse de sus precedentes, ya que a pesar de los intentos aislados del cine norteamericano por mostrar al público historias que inspiraran una corriente de simpatía hacia los nativos de su país (sin ir más lejos “El Gran Combate”), la regla general (la historia la escriben los vencedores) había sido la de ofrecer una visión de ese pueblo tan irracional como cruel, hasta el punto de justificar, casi siempre, su reclusión y aislamiento en “reservas” con el fin de preservar el civilizado modo de vida de la raza blanca.
La apuesta de Silverstein por un marco realista que sustenta una visión más justa y dignificadora de los indios, se ve trasladada a la música por Leonard Rosenman, sin perder un ápice de su esencia modernista (ahí radica parte del milagro), a partir del empleo de cantos tradicionales de los sioux e instrumentación nativa (percusiones, recorder, flautas), componentes con los que da forma a un ejercicio de ambientación de sorprendente cuidado formal. La búsqueda de la esencia musical de la cultura india conduce a Rosenman a compartir varias jornadas con los integrantes de una tribu en las Colinas Negras de Dakota del Sur. Algunas interesantes anécdotas surgen fruto de la convivencia. Según relata a George Burt y escribe éste en “The Art of Film Music”, los sioux le ofrecen un breve repertorio de tres canciones que se apresura a plasmar sobre un improvisado pentagrama. Decepcionado por el escasez del material, Rosenman solicita mayor participación a unos nativos que se niegan a seguir cantando sin la protectora presencia de un chamán. Gracias a la curiosidad de un miembro de la tribu, interesado en conocer el significado de los símbolos que anota Rosenman sobre el pentagrama, y de la explicación de éste sobre su capacidad de trasladar de oído a un lenguaje musical esos himnos, los sioux aceptan convertirle en chamán y ofrecerle el resto del repertorio. A cambio el compositor jamás desvelará el carácter sagrado y ritual de las canciones que le son interpretadas, tomándose muy en serio las razones esgrimidas por sus anfitriones.
Lo cierto es que con absoluta ausencia de violines y tubas, Rosenman conduce la composición por un camino sin antecedentes en la industria cinematográfica. Agrupado el material temático en la edición de FSM alrededor de cinco suites que repasan desde la captura de Morgan a su escalada social como miembro de la tribu (Rosenman huye de la fragmentación para ofrecer un poema sinfónico que plantea a partir de una estructura narrativa perfilada sobre una presentación, nudo y desenlace), abundan en ellas momentos contemplativos dominados por el uso de percusiones, maderas y voces; una música tan sencilla y primitiva como armonizada de manera sumamente compleja, lo que contribuye a que el espectador asista desde posiciones de privilegio (a la misma altura que lo hace el personaje protagonista) a una lección sorprendente sobre una forma de vida en perfecta comunión con la naturaleza. Cortes como “Seasons Montage”, “Many Trails Montage” u “Omaha Dance Montage” marcan la particular relectura que el autor emprende de las raíces musicales de las tribus americanas.
Aunque Rosenman obvia en la mayor parte de este viaje el uso de técnicas como el leitmotiv, el compositor reserva a Lord Morgan y su esposa Running Deer, el empleo de un tema de amor estructurado sobre una sencilla melodía para flauta (“Morgan and Running Deer at River”, “Running Deer Dies”). Sin embargo, la partitura queda marcada por sus pasajes más dramáticos, allí donde se expone con toda su crudeza la violenta lucha entre las tribus sioux y shoshones, y en especial, reserva un highlight musical en su escena más recordada, la del “sacrificio al sol”, donde el protagonista deberá pasar varias horas colgado de unos ganchos clavados en su pecho, paso previo para su integración definitiva en la tribu. En ambas, Rosenman apuesta por un ejercicio politonal de música abstracta, consiguiendo el milagro de fusionar elementos primitivos con una escritura avant-gardé repleta de brillantes ejercicios contrapuntísticos entre cuerda y voces (“Vision Sequence”), y entre percusiones, metales y voces (“The Battle”).
Como prueba de esta influyente partitura, años más tarde Gerald Fried acudirá a voces y cánticos para retratar la honestidad y bravura de una orgullosa banda de guerreros sioux en la televisiva “The Mystic Warrior”, aunque Fried abandona el lacerante realismo de Rosenman para enmarcarse en los terrenos de la ficción. Sorprende, sin embargo, que tras el éxito de “Un Hombre Llamado Caballo”, sus secuelas renuncien al punto de vista musical iniciado por el autor de “Al Este del Edén”, adoptando perspectivas mucho más comerciales. Si “La Venganza de un Hombre Llamado Caballo” cuenta, a pesar de todo, con un más que interesante trabajo de Laurence Rosenthal (capitalizado por un tema “inglés” que remite a los orígenes del protagonista), la lamentable “El Triunfo de un Hombre Llamado Caballo”, con partitura a cargo de George Garvarentz, acabará abusando de los ritmos sincopados y de la esquemática “He´s Coming Back” (cantada por Rita Coolidge), como puerta de entrada a los terrenos más gastados del western.
21-febrero-2011
|