Gorka Cornejo
Un equipo de cine español viaja a Bolivia para rodar una película sobre el descubrimiento de América, con la autocomplaciente (ya que no novedosa) pretensión de contar “la verdad”, la que duele, la tan difícil de justificar y defender: la que revela la explotación y expropiación de los indios, la que incide en la codicia y en las inhumanas atrocidades cometidas en nombre del Dios de los cristianos. Icíar Bollaín utiliza el recurso del cine dentro del cine para hacernos ver cómo la conciencia, los principios y las convicciones, en estos tiempos que corren, son verdes y se las comió un burro, duran poco, lo que dura una cena o el subidón de una borrachera, pues las hay de alcohol y de ideología, ese efusivo marketing de la bonhomía de boquilla que es la progresía. Un grupo de actores y cineastas se creen muy cercanos a la “realidad”, muy traspasados por ella, hasta que la realidad real, la del país en el que están de visita, les explota en la cara y les hace ver (otra cosa es que lo aprovechen) su condición meliflua, farsante, hipócrita. Pero esta dualidad entre ficción y representación sólo sirve a la directora (y a su guionista) para proyectar un sentimental paralelismo entre dos tiempos históricos centrándose en las víctimas, siempre las mismas, que no pueden permitirse el lujo del revisionismo histórico puesto que viven aún bajo similares condiciones de explotación y servilismo.
Bollaín toca un tema, pues, sensible, emotivo, de esos que entran en el apartado periodístico de lo social, pero lo hace parcialmente fiel a su estética contenida, enemiga de la manipulación abiertamente efectista, o mejor dicho, maquillada por estrategias destinadas a retener o al menos frenar los impulsos sentimentales que en el fondo persigue. En el apartado musical, históricamente uno de los más sensibles para los cineastas peleados con la naturaleza puramente ficcional del cine, la directora vuelve a contar con los servicios de Alberto Iglesias, compositor bregado en similares luchas, tanto por la localización geográfica de la historia (en cuya idiosincrasia musical entronca la esencia de su discurso), como por la exigencia de cuadrar (enfriar/dosificar) el círculo (las emociones).
Iglesias dirige su música en dos direcciones. Por un lado es la voz de los bolivianos que luchan por una vida digna enfrentándose a los poderes multinacionales, a los señores del agua. Es este un boceto colectivo y bipolar, puesto que en ocasiones el compositor optará por ilustrar el sufrimiento en forma de un dolor calmo, profundo, intrahistórico, en consonancia con la metafórica continuidad de la esclavitud indígena, mientras que en otras el caudal de la música crece hasta desbordarse, en agitada inundación, mostrando una violencia inevitable, pero evidentemente justa o justificada. Pero por otro lado el compositor debe responder a una segunda estrategia, que es la de narrar el proceso interior que va transformando a los personajes españoles, en especial el de Costa (Luis Tosar), que irán poco a poco empapándose del entorno, irá creciendo su empatía, hasta acabar implicándose emocional y físicamente: esa lluvia que tan presente está en la música, de forma incluso onomatopéyica (arpas, ronrocos, percusión), va calando en ellos gota a gota, horadando sus conciencias, exigiéndoles un compromiso, un posicionamiento que no todos están dispuestos a admitir.
Temáticamente la partitura opta por el desarrollo de un leit-motiv principal del que Iglesias va deshilvanando frases, construyendo melodías más vehementes y extrayendo matices. Lo encontramos ya en “Costa y Sebastián”, insinuándose en la frase de siete notas (tres y cuatro), pero en “Agua se dice Yaku” ya ha adquirido un cuerpo más robusto, primero como melodía desnuda, hundida, después más vehemente, al pasar del arpa a la guitarra. A partir de esta melodía, Iglesias diseña una maraña de sonidos que recurren a ella de manera explícita o sutil, ofreciendo esporádicas recapitulaciones o sendas variaciones, como en “Les van a quitar el agua”, donde la introducción de un chelo solista subraya o quizá alienta el progresivo acercamiento del punto de vista de la narración (y la de los personajes pasivos) hacia el conflicto sufrido por los habitantes de Cochabamba, o la elocuente versión para cuerdas que cierra los cortes “También la lluvia” y “Yaku”, en tono de réquiem. El chelo solista regresa doliente en “Nos vamos, Sebastián”, optando Iglesias por un clímax sencillo, nada efectista, para cerrar la película casi como se inició (“Yaku”), en alusión a la naturaleza cíclica, quizá irresoluble, de las desigualdades que hacen que unos se preocupen por un rodaje mientras otros luchan por obtener agua.
Hay fuerza y oficio en las composiciones más borrascosas (“Les van a quitar el agua”, “La guerra del agua”), aquellas destinadas a ilustrar y alentar la rebelión, la toma de conciencia y la creciente magnitud del enfrentamiento entre el pueblo y las autoridades, apoyándose en unas cuerdas expresivas que denotan desorden, ira, deseo de justicia (especialmente elocuente durante el voluminoso set-piece que es “Ciudad sitiada”). Pasajes más abstractos, ligeramente reforzados por sonoridades electrónicas, ofrecen un Iglesias más interesado en texturas y ambientes, jugando con el grosor de la cuerda y el contrapunto de percusiones (“Oro”, “Barco”, “El agua es de ustedes”), e introduciendo ocasionalmente breves recordatorios del tema principal que poseen la virtud (dadas sus características cromáticas, sobre todo) de quedar flotando en la memoria del espectador como un eco constante (“Persecución”, “Esto es arena”).
Pese a su indudable calidad musical, cinematográficamente poco hay de destacable en este último trabajo de Iglesias, lastrado por la repetición de unas fórmulas muy efectivas (es imposible no acordarse de sus apasionados agitatos almodovarianos), su reiteración, en lo esencial invariable, a lo largo de la película, desatendiendo la evolución de la historia, y la sensación general de no haber querido (o podido) profundizar más en las enormes posibilidades conceptuales que ofrecía el relato. Voluntad de minimalismo, limitación consciente del campo semántico a tratar o simple desgana, desmotivación, cansancio, no sabemos muy bien a qué achacar esta sensación de parquedad que, como espectadores de cine, se nos hace evidente a los pocos minutos de iniciada la película y que queda corroborada en su desenlace, cuando la música parece agotada, sin poder (o sin querer) dar más de sí; sensación de inmovilismo, de cierta falta de ambición, de conservadurismo quién sabe si reforzado por justificaciones de tipo argumental (la historia lo exige) o estético (mi música es así). Por aquello de que las comparaciones son odiosas, sobre todo para los comparados, no hemos querido traer a colación ejemplos de películas si no similares, al menos cercanas en cuanto al tema o a la sensibilidad troncal de esta “También la lluvia”, títulos en los que un compositor que buscara la comodidad o se conformara con la corrección no hubiera jamás descendido a ese nivel privilegiado de mímesis e invención donde la música de cine, además de decir lo que tiene que decir, añade lo insospechado, lo poético, lo irrepresentable.
14-febrero-2011
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