Gorka Cornejo
“Balada Triste de Trompeta” es una película terapéutica, rabiosa, redentora, necesaria, pero también, ay, malograda. Álex de la Iglesia no ha querido ahorrar en hiel en este retrato colectivo desquiciado y dislocado. Sirviéndose una vez más de sus queridos payasos como metáfora de la doblez, la ineludible esquizofrenia a la que estamos avocados, el director vasco se abre de mandíbulas no ya para contarnos una historia de amor y muerte, una fábula que reinterpreta la eterna guerra civil que habita en cada uno de nosotros, sino para decir que hace falta gritar, que hace falta reaccionar, que no podemos permitirnos ser espectadores de una deriva autocompasiva, que de nada sirve cruzarse de brazos y asistir impotentes a cómo la otra España acaba con la de cada uno, que todos somos esas Españas irreconciliables, ese tinglado de frenopático donde por cobardía o complejos de inferioridad acabamos por destruir lo que nos une.
El planteamiento de la película, su estética, la pertinencia de su enunciado en estos tiempos de crisis no económica, no podía ser mejor ni más esperanzadora. Pero la película que estaba destinada a ser nuestra “Underground” hace aguas y naufraga, entre otras cosas por la prisa, porque no se profundiza en los personajes, porque confunde lo excesivo (positivo) con lo arbitrario (perjudicial), porque quiere imprimir un ritmo de locomotora a todo trance y no deja tiempo a que el espectador contemple su propia estampa en el espejo deformado, porque hay veces que un guionista profesional es necesario. Por muchos motivos la película fracasa o no triunfa. Pero por otros muchos motivos, incluso por los mismos, estamos ante una de las películas más importantes del cine español, una película que en parte nos redime, que demuestra que hay, aunque debería haber más, directores que se interesan por su país, por esa colectividad en que vivimos, que el cine no es sólo un catálogo de ombligos, que debe mirar a su alrededor y a su tiempo, que debe nutrirse de lo que nos ocurre, no sólo de lo que se nos ocurre.
Afianzando los cimientos de una colaboración a todas luces llamada a perpetuarse, esta nueva aportación de Roque Baños al universo narrativo esperpéntico de Álex De la Iglesia es otra muestra de un saber hacer, de unas formas impecables, de una perfecta asimilación de los patrones norteamericanos clásicos, y posee algunos elementos que la distinguen de sus anteriores trabajos. Cimentada en torno a un espléndido tema principal, de tono melifluo y tentacular, elocuente de un fondo de tristeza aunque juegue con texturas circenses (apreciable en las armonías de “Circus Freaks”), que Baños utiliza como claro leit-motiv dedicado al Payaso Triste, la partitura cumple todas las funciones que son de esperar en un thriller, aportando las ya habituales referencias herrmannianas que quizá haya que interpretar, a estas alturas, como sello distintivo de sus trabajos para el director.
Baños se aproxima con elegancia a la esencia del personaje protagonista, ese Payaso Triste cuya tristeza no es sólo la de los perdedores, o mejor dicho, cuya pérdida no es monopolio de un solo bando. Su pérdida y su perdición, magníficamente representados en la progresión de “Revenge”, iniciado a modo de sentido lamento que deviene en amenaza para concluir en paroxística violencia, son los tegumentos del drama principal sobre el que se construye la película, el drama de una desorientación, agravada por la culpa, que acogota al Payaso Triste y le impide ser otra cosa, avocándolo a la envidia y la codicia, o al simple deseo de superarse, de trascender sus limitaciones y aspirar a ser lo que no es, ese otro yo que representa el Payaso Tonto y que muy pronto perderá su aparente condición de antagonista para desvelarse sinónimo del yin que anida en todo yang. El antagonismo como ficción-representación de una lucha interna, a muerte y garrotazos (ilustrada por un Goya muy presente, creemos, en el imaginario del director), alimenta y justifica el empleo exhaustivo del leit-motiv del Payaso Triste, elevado ya a tema aglutinante y plenipotenciario en el último tercio de la película, cuando encontramos a un Baños brutal, incluso ingenioso, seguro del poder asertivo de tan parco material temático (“Way to the Fallen Valley”, “Climbing Up the Cross”, “Fighting For Her Love”).
Baños dedica otro tema, contagiado del potencial tenebroso del precedente, a la Chica de la Tela, la mujer por la que ambos payasos se pelearán hasta las últimas consecuencias. En esta ocasión, el romanticismo preceptivo aparece convenientemente tamizado por cierta sombra trágica, sugerente (y ciertamente parecido a “Basic Instict”) en sus primeras apariciones (“Circus Freaks”, “Blue Beard”), engañosamente camuflada en los momentos de paz y alivio (“Love at Park”) y excesivamente subrayada por una voz de tintes operísticos a medida que el relato adquiere una mayor gravedad trágica (“The Terrible Dream”, “Fighting for Her Love”). Claro está que la importancia del personaje de la mujer en el relato pedía un tratamiento autónomo y grandilocuente, pero la inconsistencia del personaje de facto, muy débilmente definido en guión y pobremente interpretado, hace que la música se vea desatendida y sola en la tarea de dotarle de la capacidad de impacto y la profundidad que hubiera merecido. En realidad se trata de un problema que afecta trascendentalmente al equilibrio de la película, ya que todo se sustenta (y justifica, si tal palabra es posible en este contexto desbordado) en torno a ella, pero ella no está, no aparece por casi ninguna parte, es un quiero y no puedo que ni Baños ni nadie puede lograr compensar.
Una vez más Baños demuestra su bien adquirida musculatura orquestal a la hora de aportar la intensidad y la agresividad que el planteamiento excesivo de De la Iglesia exige. Sus películas casi siempre se benefician del contraste entre una puesta en escena poderosa, efectista, de tradición hollywoodense (donde se circunscribe la música, idénticamente referencial) y unos ingredientes localistas, esencialmente hispánicos, que quedan resaltados pero más como reformulación que como parodia. Sin embargo, y centrándonos en lo musical, por efectivos que resulten los recursos, a uno siempre le entra la duda de si lo que parece convencer a los aficionados no será (una vez más) ese sentimiento de inferioridad que nos lleva a admirar aliviados a aquellos que son capaces de parecerse más y mejor a los estándares.
Infinitamente más interesante que los ciertamente resolutivos tour de force a la Goldsmith, aunque de alguna manera desaprovechada, nos resulta la idea de utilizar los clichés de las músicas de procesiones de Semana Santa (“Titles”, “Dad Priest”, “Hidding in the Forest”). Con ello, director y compositor dan un paso adelante en su estrategia musical permitiendo que una referencia externa objetivamente alejada del correlato de la película inunde de (y por) sentido la percepción del espectador, estableciendo un comentario intelectual de enorme efectividad y fuerza. Los abundantemente elogiados títulos de crédito iniciales, síntesis exagerada de cerca de treinta años de historia española, se convierten gracias a la música en una dolorosa procesión de estrambóticos títeres, puro cartón arropado que, de forma idéntica a como ocurre en los pasos, deben su efectividad icónica y significante a los juegos de luces y sombras, al redoble de los tambores marcando a fuego la fatídica inevitabilidad del via crucis, y al desgarro de los quejíos de un pueblo que asiste espectral (e indiferente) a un catálogo de fantoches que en el fondo lo están representando. La idea es brillante y hubiera podido adquirir mayor presencia y trascendencia de haber querido desarrollarla, pero en la película, a excepción de los citados créditos iniciales, queda relegada a las secuencias de transición temporal, perdiendo lo que consideramos una gran oportunidad para explorar una aproximación musical que jugara con lo autóctono de la misma manera que lo hace el guión.
Como anotación casi al margen, terminemos con un coscorrón dedicado a quien haya tenido la idea de traducir al inglés los títulos de los cortes. Quiero creer que es fruto de una “estrategia” comercial de la compañía discográfica, no responsabilidad del propio compositor (si bien abundan los ejemplos en su discografía). Flaco favor hacemos al cine español considerando que de esta manera un producto local tiene más salida en el extranjero. Al verdadero aficionado de otros países le importa más bien poco el idioma original de los títulos. En el caso de querer entender su significado, hasta el menos espabilado puede valerse de alguna de las muchas herramientas disponibles en Internet, traductores simultáneos que, aunque de forma demasiado literal y muchas veces errónea, satisfacen dicha necesidad. Al fin y al cabo, a juzgar por el inglés chapucero empleado, es lo que parecen haber hecho los responsables. ¿O será un críptico homenaje al macho ibérico tardofranquista campando su abultada pelambrera pectoral por los enjambres nórdicos de Benidorm?
“Balada Triste de Trompeta”: película frustrada, tan encabritada que nos acaba tirando a todos del caballo, película que pudo haber sido y no es, lástima, que no llega a lo que quisimos que fuera. Esa oportunidad para la redención, para callar bocas que estarían muy bien calladas, para quitar razones a quienes dan la espalda al cine español, para dar ejemplo a las futuras promesas y crear una conciencia de lo que se puede tratar, de las cuestiones que debemos abordar, de los demonios a exorcizar. Película de errores. Aunque quizá el mayor error de todos lo esté cometiendo este comentador, por esperar tanto de una simple, de una sola película. Al fin y al cabo es cine y el cine no es una cuestión de salvar vidas, ¿no, Alex?
20-enero-2011
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