José-Vidal Rodriguez
En otro de los habituales casos del grupo de los llamados underrated, la carrera del compositor de Bristol John Scott arroja una pléyade de títulos menores que en modo alguno hacen justicia a uno de los autores británicos más interesantes de su generación. Unas cualidades que Hollywood nunca ha sabido apreciar como debiera, negándole un puesto de preponderancia en la industria y relegándole así a productos fílmicos de muy escasa enjundia. En este marco de desprecio al talento, lo cierto es que el caso de “Greystoke” es francamente atípico en la filmografía del inglés, no tanto por su acabado formal (que precisamente, sigue los postulados más reconocibles del compositor), sino por la trascendencia del proyecto, inédita hasta entonces en cualquiera de los productos abordados por el músico. Mientras que un año antes veíamos su nombre en un engendro de ciencia ficción de la talla de “Yor”, Scott lograba al fin embarcarse en la producción de un filme ambicioso, dirigido por el oscarizado Hugh Hudson (“Chariots of Fire”), y que supone la puesta al día de Tarzan, el personaje ficticio e icono de la cultura popular creado por Edgar Rice Burroughs.
No cabe duda que la intervención de John Scott en la cinta, disipa de entrada cualquier duda sobre el planning musical deseado por Hugh Hudson, principal valedor de la contratación del inglés. Si bien el anacronismo electrónico de Vangelis se amoldó de forma sorprendente a la historia de principios de siglo XX en la citada “Chariots of Fire” (no sin gran recelo, a priori, del cineasta), la aproximación netamente sinfónica a la leyenda del hombre mono parecía indispensable en este “Greystoke”, precisamente como medio de transmitir cierta épica al relato, subrayar el carácter melodramático de la historia y retratar a su vez, de forma más expresa, los dos entornos geográficos claves de la trama: la selva, auténtico “hogar” y reducto del protagonista, y la Inglaterra victoriana del XIX, lugar donde el protagonista es trasladado para tratar de mutar su naturaleza salvaje.
Dentro de este marco de amplitud sinfónica, el álbum no puede empezar de manera más brillante que con el corte “The Family”, uno de los fragmentos más memorables que podemos encontrar en la filmografía de Scott, y en el que el inglés ya introduce los dos temas de constante aparición a lo largo del encargo. En primer lugar, las trompas hacen emerger con dulzura el leitmotiv dedicado a la familia “humana” del personaje, cuya delicada progresión dará paso a la frase más conocida, sin duda, de la partitura, el tema dedicado al propio Tarzan. Optando por una elección acertada (si tenemos en cuenta el halo de sofisticación con el que Hudson presenta la historia), Scott escribe una melodía de suma elegancia en la que subraya la inocencia del personaje más allá de su calado épico, lo que apoya la narración en esa búsqueda de la humanidad perdida que todo el entorno del protagonista desea, pero que curiosamente él mismo acaba rechazando.
En este marco de estructuración temática, el núcleo fundamental del score lo hallamos en un binomio, si se quiere previsible pero tremendamente efectivo, entre música sofisticada y voluptuosa, que quedará directamente confrontada por otro envoltorio sonoro de cariz virulento y presagiante. Es precisamente el modo en que Scott interpreta al pentagrama la dicotomía de Tarzan, o lo que es lo mismo, su lucha interna hombre-salvaje. De este modo, cortes como “Graystoke” o “Gardens of Greystoke“ hacen referencia expresa al modo de vida inglés con el que “occidentalizar” al personaje, jugando un papel esencial en este bloque la obra del compositor Sir Edward William Elgar, del que Scott adapta varias piezas clásicas, con el propósito de asimilar este material a aquella Inglaterra aristocrática y elitista en la que no encuentra hueco el rol central.
Más interesante se presenta el tratamiento del lado violento del relato. El de Bristol se adentra en la tensión y el entorno desconocido de la jungla, componiendo los momentos más incidentales de la obra (no incluidos en el álbum, pero muy presentes en la primera parte del metraje), así como creando ciertos cortes enmarcados en un tono abiertamente visceral. En este punto, son las percusiones y una instrumentación poco convencional, las encargadas de reflejar el “salavajismo” de ciertas secuencias y despertar en el espectador esa sensación de primitivismo adscrito a la familia de los simios (entroncando, de alguna forma, con algunos recursos del Goldsmith de “Planet of the Apes”). De este modo, el lirismo de discurso sereno y casi pastoral al que nos hemos referido anteriormente, cede ahora ante las disonancias y ásperos contrapuntos al metal (algunos de ellos, muy deudores de la imaginería de Sir William Walton) que podemos apreciar en cortes tales como “Catastrophe”, “Pygmy Attack”, “Half of Me is Wild” o el magnífico “Dance of Death”, un tema éste en el que Scott consigue crear gran incertidumbre a la escena, a través de un juego de armonías asentadas sobre la base de una (a priori) grácil danza.
“Greystoke” es una partitura solvente y elaborada, que conteniendo los principales rasgos estilísticos de John Scott, ofrece un marco narrativo más que idóneo para el discurrir de un filme, por otra parte, francamente fallido. Quizás su naturaleza de obra inédita hasta la fecha, así como la hermosura de su inolvidable tema central, hayan catapultado al score a un escalafón popular que se nos antoja un tanto exagerado. No obstante lo anterior, la edición oficial de La-La Land cubre un vacío importante entre los seguidores del autor de Bristol, y ello pese a no publicarse la integridad de la música utilizada en la cinta. Como remiendo a lo anterior, el sello norteamericano añade dos bonus tracks, consistentes en los temas usados para el prólogo y final del filme, rescatados a última hora gracias a la reciente remasterización del largometraje para su lanzamiento en DVD.
13-diciembre-2010
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