Gorka Cornejo
Pocas partituras cinematográficas poseen el halo legendario que aureola, cual escudo protector, este trabajo del malogrado Basil Poledouris, responsable por sí solo del despertar de no pocos aficionados a la música de cine. La reciente regrabación de la que ha sido objeto gracias al empeño común de Tadlow y Prometheus, además de presentar por primera vez una idea cabal de la obra en toda su extensión y envergadura, y de permitir al oyente apreciar con limpieza pedagógica los mil y un matices que los registros previamente disponibles, empezando por el cacofónico original, no habían logrado capturar, nos ofrece la oportunidad de revisitar críticamente un título que objetivamente constituye todo un fósil guía para entender y evaluar la época y las costumbres que tanto película como música vinieron a resumir, convirtiéndose en modelos imitados y en desencadenantes de toda una parafernalia extracinematográfica, de cuya productiva retroalimentación se benefició no poco la propia partitura. La tesis principal que sostiene quien esto suscribe viene a poner en duda la inmarcesible reputación de una partitura ciertamente importante, valiosa, potente y con logros y aciertos indiscutibles, pero que adolece de serios problemas y defectos, algunos como consecuencia directa de los errores del relato y sobre todo de la puesta en escena, pero otros únicamente achacables a la bisoñez de un compositor capaz de muy buena música pero lejos aún de saber embridar sus energías y dirigirlas con rigor, escrutinio y puntería.
Primeramente debemos mencionar que un proyecto como “Conan The Barbarian” suponía para Poledouris una irrenunciable oportunidad para demostrar su valía. Con pocos y en su mayor parte muy minoritarios largometrajes a sus espaldas, el compositor no sólo recibía el encargo de afrontar la más extensa y voluminosa partitura de su incipiente carrera, sino que en ello iba implícita la invitación a jugar en la primera división de la industria en cuanto a las prestigiosas connotaciones que una banda sonora sinfónica y coral traía consigo en aquellos primeros años de la década de los 80, cuando los ricos standards debidos a un Williams pletórico seguían frescos y los más importantes colegas que aún no lo hubieran hecho ansiaban poder subirse al mismo carro. Poledouris se enfrentaba a más de dos horas de narración con la explícita petición de cubrirlas de música y la doble tarea de suplir los largos silencios existentes entre los parcos y escasos diálogos, y en segundo lugar describir o ambientar pertinentemente la difícil (por ambigua e imprecisa) contextualización espacio-temporal del relato, ubicado (según John Milius) 10,000 años atrás en la Prehistoria en territorios de imaginarios nombres y fisonomías. Recalcamos esto porque escuchando la banda sonora uno imagina a Poledouris en el trance de superar con nota un examen (bien sabía él que Milius había peleado su participación contra la opinión del productor Dino de Laurentiis), llegando en ocasiones al extremo de pecar por exceso, más preocupado por su lucimiento personal (comprensible) que por el equilibrio o la mesura del resultado. En cuanto a las mencionadas dos principales funciones que en palabras del director debía cumplir la música, consideramos que el compositor hace aguas en ambas, aunque en diferente medida: si bien consigue en muchos momentos, no siempre, sustituir o compensar la ausencia de diálogos, cumpliendo en general más que correctamente su papel de narrador omnisciente, los esfuerzos dirigidos a recrear una cronología, todo lo difusa y ficcional que se quiera, pero que en definitiva se pretendía más cercana al Mito que a la Historia, fracasa estrepitosamente al escorar demasiado hacia un Medievo con injertos del Imperio Romano, contagiado quizá por la confusa ambientación escénica.
En lo esencial Poledouris acierta al plantear una partitura dicotómica, con dos grandes conceptos antitéticos en sus extremos, por un lado la violencia, la barbarie, y por otro lo espiritual, el equilibrio divino, incluyendo todo lo que de divino puede anidar en los humanos. Fuego, acero y sangre frente a viento, cielos y cosmogonías, que en realidad no son sino primas hermanas de nuestra moral, que es de lo que, a pesar de todo, nos quieren hablar Milius y Oliver Stone. Conan se forja como héroe a través de un camino de perfección que arranca en el sufrimiento, la esclavitud y la pelea, como una espada se forja en las incandescencias, para ir ascendiendo por el conocimiento y el enriquecimiento espiritual hasta un estado de equilibrio donde fuerza y alma, cuerpo y creencias, cuajen en la encarnación de la Justicia. Dos de las mejores aportaciones de Poledouris consisten precisamente en los respectivos temas con los que se identifica musicalmente estas dos ideas enfrentadas: la extrema violencia de “Anvil of Crom”, acompañando los títulos de crédito iniciales, con su prólogo de percusión primitiva y su expresiva evocación de texturas metálicas y belicosas, define magistralmente uno de los ingredientes principales de la historia, mientras que la elegíaca y sobria melodía con la que se representa la conexión entre Conan y lo divino (“Riddle of Steel”) se convertirá en el Tema Principal del score ejerciendo de leit-motiv de Conan.
Los defectos de “Conan The Barbarian” no derivan de una falta de elocuencia de la música, ni de una insuficientemente trabajada distribución de temas. En este sentido, tomándola desde una perspectiva musical, la obra es rica y variada, memorable en muchos momentos. No es que la mastodóntica marcha militar de “Riders of Doom” no resulte apabullante, ni que el llamado tema de amor (“The Wifeing”, “Leaving Valeria” o “Funeral Pyre”) no esté bien emparentado estilística y anímicamente con los respectivos temas dedicados al propio Conan, a su secuaz Subotai y por extensión a la amistad y el compañerismo (“Theology / Civilization” o “Recovery”), o a las renovadas fuerzas con que Conan retoma la búsqueda de su destino (“The Search”). No se trata de que “The Orgy”, “The Tavern” o “In the Court of King Osric” no coloreen apropiadamente sus respectivas diégesis. Nada se le puede achacar a la capacidad evocadora de la deslumbrante y sincerísima “Orphans of Doom”. Aunque es cierto que una de las características de esta banda sonora es la gran distancia que existe, en cuanto a su complejidad musical y la valía de su acabado, entre escenas de primer orden y escenas “secundarias”, resultando en evidentes altibajos de inspiración y pertinencia, no se puede negar el nivel de compromiso y el esfuerzo que rezuman muchas de las páginas compuestas. Lo que lastra el trabajo de Poledouris no es tanto un problema de elocuencia cuanto de aplicación, no es un problema de glosario sino de sintaxis.
La impresión de que en muchas ocasiones Poledouris aplica la música como un rodillo demasiado homogéneo, sólo hasta cierto punto en correlación con las imágenes, comienza a sugerirse ya en la secuencia del ataque de los ejércitos de Doom con que arranca la historia. Pieza poderosa y muy trabajada la que acompaña sus evoluciones, pero no por ello deja de sonar como una estructura demasiado férrea, donde se antepone la coherencia musical, a cuyo esqueleto parecen adaptarse las imágenes. Idéntica sensación nos deja la secuencia de montaje en la que se nos cuenta la evolución de Conan como gladiador (“Pit Fights”), en la que Poledouris, en evidente referencia a la música de romanos a la Rozsa, cubre la secuencia de forma cenital, limitándose a aplicar una aceleración que finalmente provoca un mínimo cambio estructural y motívico. Mucho más evidente es la estrategia seguida por el compositor en la secuencia en la que Conan es seducido por una bruja (“Wolf Witch”), ilustrada por una repetitiva pieza para percusión que simplemente va in crescendo en intensidad y orquestación, o en la que se describe la entrevista entre Conan y sus amigos y el lastimoso Rey Osric (“In the Court of King Osric”), resuelta con un solo instrumento de cuerda pulsada de aires extrañamente mediterráneos. La cosa empeora en la escena del robo del ojo de serpiente: secuencia de acción dividida en tres partes (robo, muerte de la serpiente gigante y huída) recibe una música falsamente diegética (“The Tower of Set – Snake Attack”), no sabemos por qué de raíz tan evidentemente medieval (“Las Cantigas de Santa María”), que ignora y casi hasta desprecia la progresión del suspense, la estricta caligrafía con la que se construye el relato, en pos de un aburrido bosquejo del entorno que en nada favorece la pobreza visual de la secuencia. En vano recurre luego Poledouris a un bloque de música de acción para acompañar la huída de los ladrones: sin construcción de la angustia previa no puede existir en el espectador una necesidad de resolución. Aun así, el compositor se muestra indeciso en el tono con el que debe musicar la escapada, jugando de pronto con sonoridades ligeramente cómicas que, en comparación con todo lo expuesto hasta el momento, resultan forzadas por inesperadas (“Infidels”).
Parece que en estas ocasiones Poledouris ha confiado demasiado en la corrección conceptual de su música, desatendiendo un factor clave: cómo va “leyendo” la música el espectador y cómo se va acumulando en su memoria. Cuando Conan cae estrepitosamente en una cueva y encuentra la espada del Rey de los Atlantes (“Atlantean Sword”), Poledouris sabe perfectamente dotar a la secuencia de la carga mística necesaria, pero lo hace desde un principio, sin atender escrupulosamente a cómo las imágenes en su sucesión de planos cada vez más cortos, nos van mostrando qué es lo que Conan ha visto al fondo en la oscuridad, qué es lo que lo atrae, qué forma exacta tiene esa cosa, qué emblema decora su empuñadura. No hay gradación. No existe ninguna ley que diga que la tenga que haber, pero la escena, no demasiado brillantemente rodada, lo hubiera agradecido.
A medida que transcurre la película se van evidenciando los defectos de la puesta en escena: ausencia de un mínimo misterio en la exposición, insuficiente definición de personajes, pírrica materia prima actoral, profusión y confusión de tonos. Milius banaliza situaciones y personajes hasta el punto de provocar que la música pierda ese apoyo que debe recibir de toda ficción para justificarse plenamente, ese cordón umbilical de verosimilitud sin el cual todo intento de arropar y subrayar la narración (y cuánto más si se hace tan a lo grande) se vuelve no sólo inútil sino molesto, verborreico. A todo esto se le añade cierta prisa en el montaje, cierto miedo a no sobrepasar las dos horas de duración, lo que provoca que muchas secuencias estén avocadas a los montajes musicales, como forma de ahorro, no como estrategia constructiva, adelgazando situaciones que hubieran debido mostrarse con vehemencia, alargando otras menos necesarias con fines comerciales (las escenas “amorosas” entre Conan y Valeria) y provocando que el espectador se fije más en lo precariamente que Schwarzenneger parece poder combinar movimiento corporal y miradas con diálogo, en lugar de tener delante a un supuesto héroe atormentado por pasiones místicas y carnales.
El clímax de la película arranca con mal pie. Conan y los suyos penetran en las cocinas de Thulsa Doom y se encuentran con un ritual adorable donde sexualidad y poderes sobrenaturales confunden sus extremidades al son de la magnífica “The Orgy”. Cuando entran en acción y empiezan a matar enemigos a diestro y siniestro (“Orgy Figth”), Poledouris injerta (tijeretazo) el tema “Riders of Doom” en versión orquestal (en la película, no en la regrabación), para a continuación hacer uso de “Anvil of Crom” y culminar el asunto con una nueva recapitulación (tijeretazo) de la primera. Conceptualmente no hay nada que objetar: están presentes los malos y está presente la violencia que anida en Conan. El problema es otro: al repetir de forma prácticamente exacta el tema que antes sirviera para describir la gesta criminal y victoriosa de los Doom, Poledouris está obviando que ahora se trata de todo lo contrario, es Conan quien asesta su primer golpe mortal al cuerpo del enemigo, es Conan el “victorioso”. ¿A cuál de las dos victorias, de signo contrario, están dedicadas esas fanfarrias gloriosas con las que acaba el tema?
Para cuando llegamos a la gran batalla final, uno ya considera seriamente la necesidad de escuchar algún cambio. Por suerte, el compositor también lo cree así y nos regala la que quizá sea la mayor gema de todo el score (“Battle of the Mounds Part I”), una maravilla de construcción y contagiosa empatía que, sin embargo, queda aislada como logro no del todo bien aprovechado, al continuar la secuencia con una nueva repetición del “Riders of Doom”, aumentada en potencia, pero con la misma estructura de siempre, y seguidamente por un incomprensible pasaje (“Battle on the Mounds Part II”) que cambia radicalmente el tono aunque la secuencia no haya variado (Conan sigue luchando con sus enemigos) y, lo que es peor, desacelera notablemente el ritmo en mitad de su desarrollo. Para el tercer bloque de la gran pelea, Poledouris vuelve a mostrar toda su garra, con nuevo material melódico secundario. La que hubiera debido experimentarse como una gran secuencia de acción ininterrumpida queda así mucho menos fluida y poderosa debido a estos cortes no del todo naturales que efectúa la música.
Partitura, en fin, irregular, donde encontramos grandes ideas y decisiones muy pobres, plausibles hallazgos y momentos muy desaprovechados. Aunque su sola escucha en disco sea un placer casi continuo (especialmente los momentos más delicados, como “Conan Leaves Valeria”), y sobre todo gracias a la regrabación dirigida por Nic Raine, la música cinematográfica es en su aplicación donde demuestra su verdadera altura. “Conan The Barbarian” contiene algunas de las melodías más celebradas por aficionados tanto avezados como ocasionales y sin duda se trata de una obra esencial no sólo en lo que a la carrera de su compositor respecta. Pero Poledouris llegaría a utilizar con mayor concisión y maestría técnicas y estrategias que, aquí, forzadamente tenían que sonar primerizas.
25-noviembre-2010
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