Miguel Ángel Ordóñez
La locura ha servido de inspiración, desde los inicios del cine silente, a películas que, más allá de reflexionar sobre las causas que motivan su patología médica, la han utilizado como cajón de sastre de modas pasajeras (el expresionismo alemán de “El Gabinete del Dr. Caligari” y sus decorados no naturalistas) o de proyectos revisitacionales ligados a otras disciplinas artísticas (el surrealismo pictórico renacentista de la magnífica “Haxan”, documental sobre brujería imbuido por los grabados de El Bosco o Cranach el Viejo). Es a partir de los años 40, cuando el Hollywood clásico apuesta por aplicar las formulaciones freudianas, reduciéndolas a una mínima expresión, a filmes de intriga donde la amnesia se asocia a traumas psicológicos de la infancia (“Recuerda”) o sirve de escusa al mero folletín (“Niebla en el Pasado”), y donde se muestran comportamientos psicopáticos como encarnación del mal (“A Través del Espejo” o “Que el Cielo la Juzgue”).
El tema de la personalidad múltiple es el punto de partida del docudrama basado en hechos reales, “Las Tres Caras de Eva”, dirigido por Nunnally Johnson en 1957. Cinta aburrida y dogmática a la que el paso del tiempo ha jugado una muy mala pasada (incluido un inconcebible Oscar a una joven Joanne Woodward), su historia gira alrededor de las tres personalidades que adopta una ama de casa de apariencia normal (Eve White), que, arrastrada por su enfermedad, se ve obligada a convivir dentro del seno de una sociedad machista, lo que acaba por complicarlo todo, con una ninfómana (Eve Black) y una mujer metódica e inteligente (Joanne) que parece asumir con enorme naturalidad sus problemas mentales. La facilidad con la que los tres personajes pueden aparecerse ante su psiquiatra (Lee J. Cobb) resulta hilarante y el desenlace, previsible y acartonado. Con una carrera casi íntegramente desarrollada en la Paramount, el artesanal Robert Emmett Dolan es el encargado de su apartado musical, acreditando ese oficio que ilustra otros tantos títulos de su filmografía (entre los más recordados, comedias musicales del tipo “Going My Way”).
Su enfoque, impregnado de un artificioso misticismo, pretende en todo momento establecer un fuerte nexo de unión entre Eve y el espectador, hacer a éste partícipe de su tragedia, incitar, con naturalidad, a la reflexión sobre un mal que podría afectar a cualquiera. Desde ese punto de vista, la construcción de su recurrente tema central, de corte elegíaco, respira un doloroso abatimiento (“Eve White”) que conduce la partitura a terrenos deliberadamente melodramáticos. Si Johnson pretendía circunscribir su historia en los límites del documental, el abusivo empleo de la cuerda resulta demasiado manipulador para un espectador que pronto se ve avocado a una forzada, y moral, lectura de la trama. Si no fuera poco, Dolan recurre al jazz (la asociación del saxo y el mundo de la prostitución resulta a estas alturas todo un topicazo) para mostrar el lado más indecente de Eve, su transformación sexual (“Eve Black”), alejándose, al menos, de estos clichés cuando retrata la causa de su trastorno psicológico (“The Red Dress”, resuelto con agudísimos crescendos de cuerda) o cuando se adentra en la crisis disociativa de su personalidad (los diez primeros segundos de “Hypnosis” o los diez últimos de “Who Is This Woman?”, donde introduce otro crescendo, ésta vez para fagots, contrafagots, campanillas y cellos), medidas que otorgan a la narración un reconfortante cariz malsano. Y es que, en el fondo, todo emerge en “Las Tres Caras de Eva” con rutina tediosa y mística agotadora, con Dolan culpable de ofrecer un estereotipado comentario musical que se adentra, para sorpresa, en la jurisdicción del puritanismo religioso (por momentos bien podríamos estar ante el Newman de “La Canción de Bernardette” o el Steiner de “El Mensaje de Fátima”).
No puede decirse que la dirección del trotamundos Anatole Litvak (ucraniano de cuna que rueda en Alemania y Francia antes de instalarse en Hollywood) en “The Snake Pit” sea mucho más interesante, pero el camino que toma (alejándose de esos corsés morales que oprimen el cuello de Johnson) difiere bastante del panfleto formulista. Crítica social al sistema sanitario americano (es la primera película en ofrecer los interiores de un sanatorio mental), su título hace referencia a una práctica que se remonta siglos atrás de enterrar a los enfermos en un foso lleno de serpientes esperando que el shock les devuelva la cordura. Basada también en hechos reales, la película cuenta la historia de Virginia (Olivia de Havilland), una escritora recién casada que es internada en un centro tras sufrir varios ataques de histeria y amnesia. Aunque parece recuperarse gracias a la terapia de los electroshocks y al psicoanálisis, el cinismo de sus médicos y la crueldad de las enfermeras prolongarán su estancia en una institución cuyos métodos estimulan verdadero pánico en la audiencia. Partiendo de esas premisas, Alfred Newman alcanza uno de los mejores logros de toda su carrera. Como si de una cinta de terror se tratara, éste, a diferencia de Dolan, no persigue como único objetivo conseguir la empatía del espectador hacia su protagonista, sino que busca convertir al público en verdadero paciente del sanatorio, hacerle sentir su crueldad.
Aunque el score se edifica sobre un tema central tan convencional como tormentoso (“Main Title”, “A Box of Candy”), asociado a la ambigua situación personal de Virginia, Newman hace un sorprendente uso de la instrumentación a la que añade una novedosa batería de técnicas de interpretación vanguardistas, logrando una partitura que al margen de estar magníficamente dosificada (a pesar de superar brevemente la media hora, intensifica el drama de manera decisiva) resulta nada sentimental, alcanzando momentos tan memorables como los que acompañan las dos escenas más traumáticas de la película (incluyendo un uso onomatopéyico de la música): el tratamiento de electroshock de la protagonista, con introducción de tubas bajas en octavas y efectos que simulan un chillido en los piccolos, acercándose con ello al “Hangover Square” de Herrmann; y el examen fallido del tribunal médico que Litvak encadena a una surrealista pesadilla de Virginia en la bañera (“The Bite”), donde Newman emplea, además, estruendos de trompeta y efectos percusivos y de viento que simulan un mecanismo de relojería.
Lo que hace el compositor es valerse de una hipérbole musical (tejida a base de staccatos y agudos crescendos) para intensificar el horror e inspirar simpatía hacia el personaje. Práctica más propia del cartoon o el cine de terror, esta “exageración descriptiva”, raramente utilizada en la época, resulta sumamente efectiva y llamativa cuando es empleada en géneros que requieren, a priori, de un acercamiento musical más sutil. Veamos unos pocos ejemplos. En “The Great Moment” (1944), biopic sobre la vida del odontólogo William Morton dirigido por Preston Sturges, Victor Young acudía a la hipérbole para resaltar la importancia del descubrimiento de la anestesia dental. La técnica utilizada era tan rudimentaria como práctica: Morton estudia un manual y Sturges sobrescribe en pantalla los datos trascendentales de la lectura. Young logra amplificar el proceso cognitivo del hallazgo sin necesidad de que Sturges emplee una sola palabra, sólo asociando estrechamente lo escrito y lo escuchado para provocar una intensa respuesta emocional en el espectador. Del mismo modo que Newman hace uso de ella en “The Snake Pit”, es decir trasladando el dolor físico de la sesión de electroshock a la propia audiencia (lo que contribuye aún más a resaltar la inocente fragilidad de Virginia en ese entorno hostil), Miklós Rózsa la emplea en “Kiss the Blood Off My Hands” (1948), estimable thriller dirigido por Norman Foster donde un hombre inestable y violento (Burt Lancaster) será incapaz de rehacer su vida y escapar de su pasado, escenificando no sólo el sufrimiento del protagonista (Bill es torturado por la policía) sino su incapacidad para la socialización. Ambos, por tanto, se valen de ella no sólo como recurso operístico y dramático que realza el acto violento en sí, sino como herramienta de metalenguaje que induce a un exquisito juego de dobles sentidos.
Y es que el mérito de Newman no pasa tanto por los hallazgos musicales de su partitura como por el magnífico uso que hace de esos elementos novedosos, ofreciendo una lectura inquietante de un drama que en otras manos (las de Dolan y Johnson, por ejemplo) no pasaría de convertirse en un simple catálogo de tópicos tratados con oficio y desinterés. El resultado es un disco desigual que se sigue sin sobresaltos en su primera mitad (“Las Tres Caras de Eva”), con la vistosidad propia de las flores muertas, y que adquiere una turbulencia inusitada (“Nido de Víboras”) una vez la música aparca su dosis de convencionalismo y se adentra en lo desconocido, sumergiéndose en una fusión, para nada complaciente, de fantasía onírica y cruda realidad.
8-noviembre-2010
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