Gorka Cornejo
“SpaceCamp” está ubicada en un momento particularmente sensible dentro de la trayectoria de su compositor. El éxito abrumador de los trabajos que fue concatenando desde finales de los 70 (saga galáctica, saga arqueológica, cuarto Oscar) culminó en una nueva etapa marcada por la aceptación del puesto de director de la Boston Pops, ocupación que explica el relativo descenso de productividad en su faceta cinematográfica (a lo que también contribuyó la frustración del proyecto de musical sobre Peter Pan y el circunstancial giro “televisivo” de otros encargos contemporáneos) pero que, sobre todo, vehicula la cristalización de una estética y una ética de la que “SpaceCamp” es muestra ejemplar. Nos atreveríamos a denominarla “etapa patriótica” si esto no corriera el riesgo de ser interpretado con el habitual sesgo reduccionista y acomplejado del que hacemos gala en estas latitudes. Pero patriótica es, desde luego, la motivación que llevó a Williams a colaborar tan esforzadamente en la popularización de la música sinfónica, en el acercamiento de ese mundo tradicionalmente tan elitista a una clase media multitudinaria, ya fuera mediante la reivindicación del acervo musical norteamericano (incluida, por supuesto, la música de cine, nexo de comunicación umbilical con el público) o a través de la composición de piezas propias para eventos y celebraciones de inspiración y repercusión nacional. La vinculación de Williams a un proyecto tan chato como “SpaceCamp” haya quizá que entenderla como parte de esta actividad, más como un gesto “político” que “artístico”, habida cuenta de que para entonces el compositor bien podía seleccionar sus proyectos todo lo escrupulosamente que quisiera.
Y es que “SpaceCamp” no deja de ser, al menos en origen, una película propagandística que se engloba dentro del aparato publicitario de la Iniciativa de Defensa Estratégica ideada por la administración Reagan, el último coletazo del frente espacial de la Guerra Fría. El objetivo era concienciar al pueblo soberano sobre los valores humanistas y cívicos que esta nueva carrera espacial contribuía a propagar, aunque en el fondo no fuera más que una política distraccionista que buscaba justificar los exagerados gastos en defensa y armamento que tan injustificables podían resultar a una población todavía electrocutada por las consecuencias de la última crisis económica mundial. Lo dice uno de los personajes en la película: “En el espacio cualquier cosa es posible. Quizá allí podamos hacer las cosas bien, en vez de estropearlo todo como hacemos aquí”. Es decir, una esperanza, una nueva meta para las jóvenes generaciones, una vía de escape a su creciente nihilismo. Cierto que no hay nada mejor que mirar al cielo para evitar ver lo que agoniza a ras de suelo. “SpaceCamp” es eso: una invitación a mirar allá arriba, al cosmos místico y virginal, a la tortícolis. Pero sus productores no contaron con que la realidad les viniera a ofrecer una lección tan simple como letal: la explosión del Challenger, pocos meses antes del estreno, y la muerte de todos sus ocupantes, arruinó las opciones que la película hubiera podido tener de contagiar al respetable con su entusiasmo. Con el país todavía en estado de shock, era por lo menos cuestionable la conveniencia de comercializar una película que narraba la puesta en órbita accidental de un transbordador espacial tripulado por niños inocentes cuyas vidas llegaban a correr serio peligro. Es en este contexto como verdaderamente se entienden las efusivas palabras que el propio compositor se cuidó de publicar en la edición discográfica de la banda sonora.
En lo tocante a la partitura, “SpaceCamp” compartió la suerte de la película y hoy en día sigue considerándose una obra muy menor en comparación con otros títulos inmediatamente anteriores y posteriores en la carrera del compositor. Al escucharla uno debe admitir que le falta algo, quizá el referente de una película dramáticamente más enjundiosa, pero al mismo tiempo nada hay en ella que desmerezca frente a otras obras de mayor prestigio y aceptación. Se trata de un Williams en estado puro, particularmente inspirado en muchos pasajes, un pelín verborreico en otros (quizá debido a un exceso de entusiasmo), pero que sin duda ofrece minutos de deleite e incluso de asombro a todo aficionado que se precie. Su peor enemigo es la previsibilidad del mediocre argumento, la liviandad de unos personajes que no trascienden y quedan reducidos a clichés inservibles, el perjudicial juego de referencias a clásicos populares como “Star Wars”, la superficialidad de su temática y la obviedad con que demuestra su condición panfletaria, ocultadora de la más mínima brizna de autenticidad. El espacio dramático y narrativo que semejante mamotreto deja al compositor es, digámoslo elegantemente, reducido o, al menos, especialmente simple. Williams se esfuerza denodadamente en hacernos sentir las emociones básicas que inspiran a los protagonistas conceptos como la inmensidad del espacio, la libertad, el heroísmo, la solidaridad (o, como dicen los norteamericanos, “el trabajo en equipo”), la amistad. Su música es expresiva, intoxicante, pero no puede evitar mostrarse algo vigoréxica ante la esencial inconsistencia del edificio que pretende cimentar.
El arranque de la película, una panorámica del cosmos en demorado zoom out, ofrece a Williams la rara oportunidad de solazarse sin restricciones con un bloque magnífico (“Main Title”) en el que presenta a la vez las coordenadas del estilo y algunos de los temas que irá desarrollando en la partitura. La sonoridad ingenua de un sintetizador, evocadora al mismo tiempo de cierta mirada infantil y de un referente tecnológico, muy presente a lo largo de todo el score, repite una frase introductoria que servirá sobre todo para economizar la contundencia sinfónica y entablar una aproximación al relato que inspire un misterio sin miedo. Junto a ella, Williams da rienda suelta a la fanfarria heroica y solemne que servirá de tema principal, pero rápidamente la música se enreda en un pasaje para cuerdas subdivididas que avanzan el marcado tono lírico, emocionalmente directo, al que se recurrirá en no pocas ocasiones. El corte finaliza con una primera alusión al breve motivo épico que acabará enlazándose al tema principal una vez que comience la aventura. En apenas tres minutos está casi todo dicho.
Durante el ciertamente aburrido primer tercio de la película, correspondiente a la presentación de los niños protagonistas y sus respectivas particularidades temperamentales y a la evolución de su aprendizaje en el campo de entrenamiento aeroespacial (el acertado aunque mal envejecido “Training Montage”), Williams atiende casi exclusivamente a la gestación de una extraña amistad, a saber, entre el más joven de los niños, Max, y un robot particularmente inverosímil, Jinx, por tratarse del detonante argumental que desencadenará toda la aventura. No es improbable que el compositor pretendiera también reforzar la credibilidad de un ser tan patéticamente abandonado por sus inventores a medio camino entre R2D2 y “Mi amigo Mac”. En cortes como “Friends Forever” y “The Computer Room” asistimos al despliegue de un tema específico, muy simple, que expone sin demasiada gracia (por falta, principalmente, de metraje elocuente) el creciente lazo de amistad entre ambos personajes. Todo cambia a partir de la secuencia en la que el Equipo Azul, formado por los niños protagonistas y su entrenadora (una hermosa pero insoportable Kate Capshaw) se adentra en la lanzadera espacial con la intención de experimentar una simulación de despegue. En “The Shuttle” Williams ofrece una modesta lección de superposición de tonos que puede pasar inadvertida en una primera escucha ante la espectacularidad bombástica de su aparente homogeneidad: estableciendo poco a poco un nuevo tema central en forma de scherzo propulsor, que quedará vinculado a la aventura espacial en sí (“White Sands”), Williams traduce simultáneamente la excitación infantil ante lo que ellos creen una simulación de despegue y la dramática trascendencia de lo que en realidad está ocurriendo: y es que, en virtud a la manipulación del robot Jinx, el cohete, convertido en guardería, sale volando por los aires.
El espacio es, musicalmente, ámbito de milagrosas sensaciones y amenazadores peligros. Esta dualidad está correctamente expresada por una música en ocasiones profundamente lírica y expansiva (“In Orbit” y “Viewing Daedalus”, en los que el tema principal se transforma en una delicada transcripción de la ingravidez en virtud a un acertado nuevo motivo) y otras canónicamente inquietante, si bien cabe la anotación de que Williams parece evitar conscientemente la descripción contundente y agresiva de los momentos de mayor peligro (“Max Breaks Loose”, “Andy Is Stranded”). De lejos lo más disfrutable corresponde a los cortes donde predomina la acción optimista, la heroicidad; resulta evidente que ésta no nace de unos personajes conscientes de su propia valía como héroes, sino de niños que “descubren” sus aptitudes sin dejar de ser “personas normales”, puesto que en ello radica la moraleja de la historia. En este sentido Williams demuestra una vez más ser un experto transcriptor de ideas sutilmente equilibradas: cortes como “Max Finds Courage”, “White Sands” y sobre todo las arrebatadas “Re-Entry” y “Home Again”, logran sonar todo lo grandilocuentes que requieren sin por ello aplastar o asfixiar a los personajes, muy al contrario, modulando la espectacularidad con gracia y sencillez para no echar a perder la identificación con los protagonistas. Los créditos finales (“SpaceCamp”) son un perfecto compendio de los ingredientes más elocuentes de la partitura, y muestran, además, un notable parecido con la pieza “Liberty Fanfare” compuesta por Williams en la misma época para la celebración del centenario de la Estatua de la Libertad. Atendiendo a sus últimos compases uno cree percibir, en clara ficción retrospectiva, un colofón, el avance de un punto y aparte que tardaría aún en cristalizar pero que, por de pronto, se hizo patente en la búsqueda de proyectos tan diferentes como bienvenidos.
La recuperación por parte de Intrada de la partitura de “SpaceCamp”, en realidad una simple puesta en limpio del mismo material publicado en el LP original y en la posterior edición japonesa, debería poder considerarse una buena noticia. Lo sería en verdad de no presentar un salto en uno de sus cortes (“Max Finds Courage”), percance que Douglas Fake se ha apresurado a intentar subsanar prometiendo una inmediata reedición y la consiguiente sustitución de los ejemplares vendidos por los nuevos, promesa que ahí anda, por el momento, entre el estado líquido y el gaseoso. También podríamos hablar de recuperación si la edición no hubiera estado limitada a 3000 ejemplares, agotados el primer día de venta, con lo que a muchos de los que se habían conformado con una copia pirateada del CD japonés, les queda sólo la opción de agenciarse otra copia de éste. Buenas noticias que, por una cosa u otra, se van pareciendo a las olas de un mar en calma: insustanciales por pequeñas y abundantes.
4-noviembre-2010
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