Miguel Ángel Ordóñez
A finales de los 40 y gracias al éxito de “Cuerpo y Alma” de Robert Rossen, se ponen de moda las cintas ambientadas en el mundo del boxeo. Así, sólo dos años más tarde, en 1949, la sobrevalorada “The Set Up”, de Robert Wise, y “Champion” (en España “El Ídolo de Barro”), de Mark Robson, retoman esa vieja idea clásica que enfrenta a la dignidad del pugilista todo un submundo de corrupción centrado en las apuestas y los combates amañados, convirtiendo a estos héroes públicos en marionetas ajadas de un “mercado de ladrones”. Lo interesante es que todas ellas tratan el fenómeno del “sueño americano” desde muy diferentes niveles. Mientras es negado en la virulenta “The Set Up”, poblada de patéticos perdedores con, todavía, muchos gramos de decencia en las venas; el sueño americano se muestra especialmente vivo en “El Ídolo de Barro”, retrato de un campeón forjado a sí mismo a partir de unos durísimos inicios dominados por la pobreza, que, sin embargo, demuestra no ser digno de ostentar la corona. En un final más que discutible (hasta irritante), Robson despacha a su estrella (Kirk Douglas) con esa sarta de tópicos que siempre le han válido al Hollywood clásico para impartir justicia terrenal contra sus inmorales “ovejas negras” (amparados en esa dañina Biblia denominada “el Código Hays”).
La mejor de las tres, “Cuerpo y Alma”, anuncia, por su parte, que el sueño americano se ha roto en mil pedazos. Más allá de ser una cinta sobre un campeón que se niega a dejarse vencer en su última pelea, la película es una fábula social sobre la tentación del poder, sobre la traición a las raíces, cuando al perseguir ese sueño se derrota a la honestidad moral y a los valores que han alimentado a una humilde familia de emigrantes judíos durante años. Las mafias del boxeo como metáfora de la corrupción capitalista, la trastienda del ring como parábola de una estructura de poder corrupta, la toma de conciencia como única salida de la clase obrera para recuperar su dignidad, son el trasfondo del relato. Esa moraleja no pasa desapercibida para el Comité de Actividades Antiamericanas y nueve de sus profesionales son llamados a declarar y acusados de comunistas en los meses siguientes, entre ellos, su actor principal, John Garfield (se negó a dar nombres y murió de un ataque al corazón unos años después hostigado por el Comité e ignorado por la industria), el director Robert Rossen (quien claudicó, como Kazan, delatando a 53 compañeros para seguir trabajando) y el guionista Abraham Polonsky (cineasta maldito que con su negativa a denunciar a otros colegas sacrificó una carrera más que prometedora).
La convencionalidad con la que Tiomkin despacha su participación en “Champion” contrasta vivamente con el buen hacer de Friedhofer en “Body and Soul” (“The Set Up” carece de música incidental en sus escasos 66 minutos de metraje, potenciando con ello la visión, tan realista como pesimista, de su director), principalmente, porque Dimitri no explora lo que para Hugo resulta esencial de cara a lograr que su estrella, Garfield (especializado siempre en papeles de hombre de la calle), conecte con la audiencia: los conflictos de la conciencia. Y es que Tiomkin aplica una fórmula que prescinde, por completo, de agitar la gnosis del espectador, ponerle entre la espada y la pared, hacerle sentir la autocracia de esos poderes ocultos que manejan el mundo del boxeo, limitándose a describir, al ralentí y con escasa convicción, el descenso a los infiernos de un campeón atrapado entre la infidelidad y la perversión (la película no puede ser más conservadora, aunque su guión esté firmado por el izquierdista y también acusado por el Comité, Carl Foreman).
Sobre esas premisas morales, Tiomkin edifica una partitura que más allá de un arranque tenso y misterioso (el “Main Title” subraya la aparición de unas figuras irreconocibles que, rodeadas de sombras expresionistas, caminan a lo largo del pasillo que conduce al ring), supone una continua rendición a los más desesperantes clichés de la época, hasta el punto de eliminar cualquier atisbo de crítica social en un relato que se centra en ofrecer una dura e intransigente visión del mujeriego Midge Kelly (Douglas), culpable de manejar a las damas con la misma naturalidad con la que el sepulturero entierra decenas de cadáveres a diario. Aun así, la presentación del campeón tiene lugar a través de una breve fanfarria épica y heráldica, resuelta en acordes menores, que se ve asociada al éxito, a la consecución de ese sueño americano (“Production Credits”), reapareciendo efímeramente en “So This is New York”, en “A Tough Schedule” y, desde 0.24 a 0.27, en “Climbing the Ladder”, cuando el boxeador prosigue, con paso firme, en su ascenso al estrellato.
La reiterada aparición del tema central, el de amor, sirve para subrayar cada una de las conquistas de Midge, adoptando dos diferentes facetas según el tema acompaña el comportamiento del boxeador (funciona aquí como motivo “del engaño”, ya que a Midge parece no interesarle el amor, sino la dominación, la servidumbre), o asume el punto de vista de sus víctimas femeninas (en un ejercicio de exaltación romántica que incluye una versión cantada, “Never Be it Said”, en el corte “Love on the Sly”). No cabe duda que la decisión más afortunada de Tiomkin es presentarlo en forma de “source music” (Emma, su primera pareja, la hace sonar en la máquina de discos del bar donde trabajan), evitando, de esta manera, asociarlo a una relación determinada. Con inteligencia apunta, levemente y a través de esa presentación exógena y coyuntural, la naturaleza patológica en la conducta del campeón. Convertido en estándar ligero y proyectando sobre la partitura un contexto monotemático del que subyace, en exceso, un limitado empleo de la paleta de colores, la jugada acaba por restringir la fuerza narrativa del discurso sonoro. Aún así, Tiomkin deja un pequeño espacio para el humor y la parodia en el onomatopéyico “Training Montage”, corte que gana en intensidad a partir de la aceleración de sus tempos, e introduce algún bloque disperso de música diegética (“Riding in Style”).
No cabe duda que la paradoja de Tiomkin como artista se haya muy ligada a la propia paradoja de Hollywood como industria. Nombre fundamental en la Golden Age, el ruso representa la esencia de ésta fábrica de sueños: su fasto, su tono bombástico trabajando a gran escala, propicia una visión esquemática de ese “bigger than life” que el cine americano traslada a los hogares estadounidenses. Es precisamente la adopción de esa perspectiva la que echa a perder las posibles virtudes de una película como “Champion”, que pide a gritos un acercamiento más psicológico. Al subrayar la dudosa moral de su protagonista entre acordes de un romanticismo añejo y meloso (amparado, como se ha comentado, en el punto de vista de sus presas), Tiomkin convierte la postrera expiación de los pecados del campeón en una ridícula y mojigata muestra de hueco puritanismo, lo que contribuye a acentuar las limitaciones narrativas de un compositor que siempre parece apostar por el recurso más fácil y vistoso. Tiomkin renuncia a la profundidad y al bosquejo dramático que pueda permitirle el juego de los dobles sentidos para apostar, de manera decidida, por una comercialidad insustancial y aburrida.
19-agosto-2010
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