David Serna
Toda edición discográfica articulada en torno a la figura de Bernard Herrmann siempre es motivo de entusiasmo, especialmente si consiste en la regrabación de una de sus pocas bandas sonoras inéditas oficialmente (la de “Hangover Square”, hasta ahora solo disponible en los tracks originales del disco de Tsunami “The Marvellous Film World of Bernard Herrmann, Vol. 2”) y añade, a la postre, la mejor interpretación de la partitura completa de una de sus creaciones capitales, “Citizen Kane”, pues la que sigue permaneciendo invicta como la versión más gloriosa y contundente de la partitura (la grabación de Charles Gerhardt en 1974 con la National Philharmonic Orchestra, recogida en el disco de RCA Victor “Citizen Kane. The Classic Film Scores of Bernard Herrmann”) apenas alcanzaba los 13 minutos de duración. Rumon Gamba, al frente de la BBC Philharmonic, roza apuradamente la perfección de Gerhardt y aventaja sin obstáculos a las otras dos regrabaciones existentes de la partitura íntegra de “Citizen Kane”: la de Tony Bremner y la Australian Philharmonic Orchestra para Preamble en 1991 (más liviana y escasa en matices, aparte de ser la más corta en duración, con 42 minutos), y la de Joel McNeely con la Royal Scottish National Orchestra editada por Varèse Sarabande en 1999 (muy notable en ejecución y más respetuosa si cabe con los tempos originales, pero un tanto dispersa en la edición de sonido, cosa en la que han venido errando, pese a sus inmaculadas interpretaciones, la mayoría de regrabaciones de Varèse).
Allí donde patinaba ligeramente la apreciable versión de McNeely (las sempiternas mezclas de sonido, esas que tantas buenas regrabaciones han malogrado, “Torn Curtain” a la cabeza) es donde triunfa, una vez más, la cuidadosa edición de Chandos, cuyos competentes ingenieros de sonido constituyen el refuerzo necesario para que la firme batuta de Gamba arroje una interpretación armoniosa y equilibrada, en la que cada instrumento irradia una pureza que se acerca, por momentos, a la escrupulosa excelencia de las recientes regrabaciones de William Stromberg para Tribute Film Classics (“Mysterious Island”, “Fahrenheit 451”…), provistas de una precisión y un arrojo emocional que se echa en falta, a nivel interpretativo y sonoro, en las ambiciosas últimas regrabaciones de la City of Prague Philharmonic (“El Cid”, "Exodus”…). Por supuesto, ese equilibrio entre ambas partes se halla también en la partitura de “Hangover Square” y en el “Concerto Macabre for Piano and Orchestra”, pieza de concierto que se ha grabado en numerosas ocasiones (como en el citado “Citizen Kane. The Classic Film Scores of Bernard Herrmann” bajo la propia batuta de Gerhardt) y cuya importancia en “Hangover Square” es esencial, dado que el protagonista, un compositor psicópata, la interpreta al piano durante el antológico clímax final.
Igual que el legendario Darryl F. Zanuck quiso repetir, en 1944, el éxito de “The Lodger” con “Hangover Square” (solo que cambiando a Jack ´El Destripador´ por los crímenes de un pianista trastornado en el Londres victoriano), Herrmann jugó las mismas cartas que Richard Addinsell cuando, cuatro años antes, este compuso el célebre “Concierto de Varsovia” para la película “Dangerous Moonlight” (1941). Como no podía ser de otra manera, el “Concerto Macabre for Piano and Orchestra” de Herrmann (del que proviene, curiosamente, el título español del filme: “Concierto macabro”) es mucho más oscuro y “barroquizante”, pese a simpatizar con la estela romántica de Rachmaninov y exhibir la influencia apasionada y experimental del mejor Liszt. Ejerce, además, una función dramática mucho mayor en la película, puesto que ambienta, efectivamente, todo el angustioso desenlace, en el que el músico protagonista (interpretado por Laird Cregar) estrena su obsesionante “piano concerto” ante un nutrido auditorio mientras Scotland Yard aguarda para arrestarlo (un colofón musical que recuerda el papel diegético de la cantata “Storm Clouds”, de Arthur Benjamin, tanto en la hitchcockiana “The Man Who Knew Too Much” de 1934 como en su popular remake de 1956, que musicaría el propio Herrmann). El trágico final “obliga” a Herrmann a concluir la pieza sin la orquesta, solo con los opresivos y moribundos acordes del piano, que se desvanecen tortuosamente al tiempo que se apaga, en una aplastante analogía, la vida de su creador en el memorable plano final; un simbólico epílogo que lo convierte, posiblemente, en el único “piano concerto” que concluye solamente con las notas del instrumento solista (uno de los primeros hitos conceptuales que exhibiría el genial autor de “Psycho”).
Chandos complementa esta suntuosa pieza concertística con 17 minutos de la partitura del filme, cinco menos que los recogidos en el disco no oficial “The Marvellous Film World of Bernard Herrmann, Vol. 2”, pero que conforman prácticamente la banda sonora completa, pues Herrmann tampoco inunda de música (como haría un Tiomkin) el paranoico retrato de este músico psicópata: se limita a acompasar sus ataques de amnesia con retazos del “piano concerto” y a ambientar escenas con sus mismos acordes sombríos y virulentos, asociando la enfermiza existencia del pianista con su obsesivo afán por concluir la que será su obra definitiva, como una suerte de Jekyll y Hyde que desconoce al monstruo que se halla tras el genio. Herrmann convierte, así, la pieza de concierto en una prosopopeya, en la plasmación musical más lógica de un romántico desencantado que sucumbe a sus anhelos, para lo cual exterioriza musicalmente el lenguaje de la novela gótica (ese que acababa de manifestar extraordinariamente en “Jane Eyre”) y lo entremezcla con gestos característicos del “romanticismo oscuro” de Poe o Byron, en un momento en el que Hollywood, además, empezaba a absorber las teorías freudianas y a canalizarlas en argumentos de una perversa carga psicoanalítica, trufados de complejidad y ambivalencia. Casi por mimesis sobre su modelo ficcional (el personaje de Cregar), Herrmann acaba convirtiéndose en otro postromántico desengañado que parte del pasado para inventarse en el presente, pues sus influencias estilísticas claudican (como siempre) ante sus revulsivas e intransferibles maneras, esas que le arrastran (quizá por herencia radiofónica de su larga estancia en la CBS) a apartarse del colorido de los conjuntos orquestales para ceñirse a sonoridades más reducidas e inusuales, que encuentran en “Hangover Square” la grandeza de la sencillez: otra lección herrmanniana de impacto cinematográfico a partir de una paleta instrumental mínima (maderas y metales en registros bajos, cuerdas ocasionales y un piano contundente y protagónico).
Esa “oscuridad orquestal” derivada de la utilización precisa de unos cuantos instrumentos, ejecutados en registros inusitadamente graves, asoma ya en la película fundacional del compositor, de su director y de prácticamente todo el cine contemporáneo, pues sus reconocidas innovaciones formales marcan un antes y un después en el curso del séptimo arte. “Citizen Kane” es la obra maestra que es porque su ambicioso artífice, un Orson Welles de tan solo 25 años, pudo negociar un inmejorable contrato con la RKO para operar con absoluta libertad (aprovechando la bonanza económica que vivía el estudio gracias a los musicales de Fred Astaire y Ginger Rogers) y, en consecuencia, pudo plantear esta corrosiva visión del poder inspirada en el magnate William Randolph Hearst como un desafiante reto artístico ante un excepcional equipo técnico, con el operador Gregg Toland, el montador Robert Wise, el director artístico Perry Ferguson y un Herrmann que era la única opción manejable tras su extensa colaboración radiofónica con Welles: la RKO, de hecho, tuvo que despachar a Max Steiner, que había sido inicialmente asignado, y acatar las órdenes de un intransigente Welles. No cabe duda que el rodaje en las ondas de Herrmann acaba influyendo en el discurso dramático de “Citizen Kane”, donde el compositor opera desde la retaguardia subrayando escuetamente muchas escenas y estableciendo asociaciones motívicas propias de la abstracción radiofónica. Quizá por ello, su partitura se desbanca de los floridos estándares hollywoodienses (el color físico de los incipientes modelos de Waxman, Newman o el propio Steiner) y se aísla voluntariamente en un retiro gramatical “en blanco y negro” y que sienta otras poses, otras maneras de interpretar la música aplicada donde, como diría el propio Herrmann en un artículo del New York Times en 1941, “un simple solo de flauta, el pulso de un bombo o el sonido de trompas con sordina pueden ser mucho más efectivos que medio centenar de músicos tocando”.
Así es como Herrmann descorcha la banda sonora de “Citizen Kane”: con la lóbrega y moribunda presentación de los dos motivos principales, en tonalidades bajas y oscuras, mientras Charles Foster Kane (Orson Welles) pronuncia su última palabra en su lecho de muerte: “Rosebud”. Esos dos motivos musicales, introducidos ambos por cinco notas, son el de Xanadu (la fabulosa mansión del magnate, repleta de reliquias del pasado) y el de Rosebud, que Herrmann descubre astutamente cuando Kane tira al suelo la bola de nieve y pronuncia el enigmático macguffin. Solo el espectador conocerá al final, en un exclusivo y revelador travelling, el simbólico significado del misterio (igual que solo el espectador escucha en el prólogo el “Rosebud” de Kane, puesto que la enfermera aún no ha entrado en el dormitorio cuando él pronuncia la palabra). Pero Herrmann ya empieza a dejar indicios desde el comienzo, asociando Rosebud con la nieve y, ya después, en el flash-back que conduce a la casa materna de Kane, retomándolo en varios planos de un trineo cubierto por la nieve. Esa dualidad conceptual (Rosebud es el nombre del trineo que simboliza la inocencia perdida, mientras Xanadu condensa sus pertenencias y sus ansias de poder, esas que nunca le devolvieron la felicidad de la infancia) infunde una carga simbólica a la partitura que traspasa la fisicidad de sus referentes, pues a Herrmann no le interesan la mansión o el trineo per se, sino el entramado semántico que arrastran, tejiendo sobre los posteriores flash-backs en torno a la vida de Kane un hilo narrativo finísimo pero imponente, tan revolucionario (en concepto y ejecución instrumental, siempre con registros graves del trombón, el fagot o el clarinete) como el propio guión de Welles y Herman J. Mankiewicz. El músico, de hecho, tiende a mostrarse lento y moderato durante dos horas para estallar emocionalmente en el epílogo, cuando el trineo de la infancia es arrojado al fuego entre las posesiones de Xanadu y ambos motivos (primero el de Rosebud, luego el de la mansión) se suceden en un solemne maestoso: el tema de Xanadu acaba venciendo porque toda una vida de ambición y dinero ha convertido en cenizas la felicidad del pasado.
No obstante, la aportación de Herrmann a “Citizen Kane” y, por extensión, a la modernidad cinematográfica va mucho más allá de lo que simbolizan ambos motivos: frente al tono opaco y luctuoso de muchas orquestaciones, el compositor despliega una animada variedad estilística con ritmos de ragtime y music hall (las piezas “Galop”, “Kane´s New Office”, “Kane Marries” o el popular “Chronicle Scherzo”, que dinamizan el vertiginoso ascenso profesional y sentimental de Kane) o variaciones de vals en el “montaje del desayuno”, donde Welles condensa en pocos minutos el primer matrimonio de Kane al tiempo que Herrmann, con los diferentes tempos de su música, pasa del júbilo inicial a la aflicción de su ruptura. Esta comunión entre música e imagen (Welles llegó a montar algunas escenas en función de la partitura) encuentra su momento de esplendor en la aria “Salaambô”, que el propio Herrmann, inspirado en la novela de Flaubert, escribió expresamente para “humillar” a Susan, la segunda esposa de Kane: el músico creó una composición robusta, con una línea vocal consistentemente alta y un arropamiento orquestal grandioso, para que solo una poderosa soprano lírica pudiera interpretarla. Al delegarla en la patética voz de Susan, una cantante amateur, el sagaz Herrmann se aseguró de que el público rápidamente entendería que el fracaso de la actuación no se debía al compositor de la música, sino a la voz que la interpretaba. Su singular entendimiento con Welles y las 12 semanas que tuvo para componer la partitura (cuando lo normal en aquella época era disponer de tres o cuatro) permitieron que Herrmann convirtiera “Citizen Kane” en una constante y extraordinaria exhibición de talento. Como diría irónicamente en 1972: “Fui lo suficientemente afortunado al empezar mi carrera con una película como ´Citizen Kane´. ¡Mi carrera ha ido cuesta abajo desde entonces!”.
1-julio-2010
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