José-Vidal Rodriguez
Lawrence Talbot regresa a la aldea de Blackmoor, su hogar de la infancia, para investigar junto a su padre quién mató y mutiló horriblemente a su hermano. Durante sus pesquisas, descubre que una criatura salvaje de fuerza sobrehumana se halla detrás del crimen. Es la misma bestia que todas las noches de luna llena, sólo deja destrucción y sangre a su paso, y cuya mordedura convierte a su víctima en otra bestia de igual potencial, según cuentan las leyendas gitanas de la zona. Con este argumento central, ”The Wolfman” se presenta como la nueva revisión del mito del hombre lobo que, homenajeando en varios aspectos al filme original de 1941, intenta rescatar la tradición del terror añejo a través de una estupenda ambientación y confiando, esta vez, en los métodos técnicos más tradicionales (magnífico resulta, por ejemplo, el maquillaje de la criatura). Estos buenos propósitos y la loable intención por recuperar la “artesanía” en detrimento de los mil y un efectos digitales de turno, no maquillan sin embargo el resultado final: la cinta no pasa de ser un compendio sucesivo de clichés que culminan en una segunda mitad de metraje absolutamente previsible y torpemente encauzada, logrando deslucir un arranque que se presagiaba prometedor. En definitiva, filme de terror más o menos potable (algo de agradecer, vistos los tiempos que corren en el género), pero de acabado tan fácilmente olvidable, que no deja de suponer otra nueva decepción dentro de esa moda actual (convertida en auténtica “manía”) del Hollywood de los remakes.
Buena parte de culpa del mejorable discurso narrativo de la cinta, bien podría achacarse a los rocambolescos episodios que han rodeado su concepción. Un proyecto auspiciado por su protagonista, Benicio del Toro, al que Joe Johnston se subió al carro de la dirección tras descartes de nombres como Martin Campbell, Brett Ratner o Frank Darabont. Innumerables visicitudes en el rodaje vendrían a unirse a una fase de post-producción incluso más accidentada, con insistentes cambios en el montaje que afectaron directamente al aspecto musical que ahora nos incumbe. Como anunciaba Scoremagacine hace unos meses, la partitura original escrita por Danny Elfman y grabada casi en su integridad, había sido rechazada a última hora, según se rumorea por el marcado carácter ”old-fashioned” de la misma. En su lugar, el autor austriaco Paul Haslinger, ex miembro del grupo Tangerine Dream y asiduo de ofertar pequeños engendros electrónicos, fue requerido con la intención de ofrecer una aproximación musical más contemporánea. El caso es que, tras sus demos presentadas, la Universal quedó tan decepcionada por la calidad de las mismas que decidió a contrarreloj desempolvar el score de Elfman, el mismo que tan sólo semanas antes había descartado. Toda vez que el músico ya estaba trabajando en el score para “Alice in Wonderland”, su vuelta al proyecto se hacía imposible para escribir el tercio de música que aún restaba por componer, así como para introducir las pertinentes modificaciones en el material grabado (que no se ajustaba a los múltiples cambios habidos en la caótica fase de montaje). Ante tal panorama, Conrad Pope ha sido el encargado de reorquestar todo el score, componer los bloques que faltaban (junto con la ayuda del inglés Edward Shearmur) y, en último término, grabar de nuevo gran parte de la música. Unos hechos éstos, que curiosamente entroncan de algún modo con el sistema de trabajo de la Universal en la cinta original de 1941, cuando hasta tres autores no acreditados (Frank Skinner, Hans J. Salter y Charles Previn) se encargaron de la ambientación musical.
De hecho, la práctica totalidad del material contenido en este álbum, no suena como tal en el filme, y bien pudiera ser que Varese esté ofreciendo, en realidad, lo que fue la partitura primitiva escrita por Elfman antes de los múltiples cambios de montaje acaecidos. Teniendo muy clara esta circunstancia y la consiguiente dificultad de analizar unos cortes que sufren enormes variaciones en el largometraje, lo cierto es que la música del de Texas se erige en uno de los aspectos más rescatables de la producción, además de suponer un respiro de calidad a su muy irregular trayectoria reciente.
Contando con una batería de orquestadores inusual en su curriculum (al habitual colaborador Steve Bartek se le unen la friolera de hasta cinco nombres), Elfman dirige su discurso hacia unos senderos que le son muy familiares. La apuesta gótica de su planteamiento (recordando ligeramente trabajos del pasado tales como ”Sleepy Hollow”), su tono grandilocuente y ominoso, así como la entrega absoluta a un dramatismo sinfónico de intenciones enfáticas, caracterizan un score bien resuelto y que, además, presenta una interesante progresión de acuerdo con el desarrollo del argumento. Su excesiva aparatosidad, parece justificada en esta ocasión ante el propósito de la banda sonora por cubrir los vacíos narrativos de la cinta, resultando que la música prácticamente no cesa de sonar en los algo más de 90 minutos de metraje.
Resulta importante señalar que la nota final de este “The Wolfman” se ve empañada a raíz del gran hándicap que presenta la partitura, susceptible además de despertar cierta polémica. Directamente derivado de la entrada en escena de los temp tracks, la frase de cuatro notas dedicada a la criatura (que el compositor reducirá a las tres últimas en numerosos pasajes), cita -de modo bastante expreso- uno de los principales motivos de esa joya del polaco Wojciech Kilar llamada “Bram Stocker´s Dracula”, algo que se percibe con absoluta claridad en la primera de las dos suites que abren el compacto (íntegramente dedicada al desarrollo de este tema central y sus diferentes variaciones). En ella no sólo atendemos a unas cadencias muy características del trabajo kilarniano, sino que además la tenebrosa melodía bebe enormemente de la idea musical central del filme de Coppola, hecho que se acentúa por el insistente uso que Elfman hace de este tema a lo largo del álbum. Con ello, el autor pretende dotar a la criatura de un halo de soledad fuertemente trágico, acudiendo en no pocas ocasiones a intervenciones solistas de las cuerdas (fundamentalmente chelo y violín), atinadas a la postre en la presentación funesta de aquella dualidad hombre-bestia.
No obstante lo anterior, sería injusto que el verdadero interés de la partitura se diluyera totalmente por este sempiterno episodio con los temp tracks. Y es que la fuerza que desprende "The Wolfman" es incuestionable, convenciendo el compositor en las dos propuestas cromáticas sobre las que planifica el score: por un lado, la energía y vigorosidad del material dedicado a la bestia, dominado por una música grave, rítmicamente implacable y de continua agitación contrapuntística en metales y percusión, ofrece ligeros vestigios del mejor Elfman de los 90. Buena prueba de ello lo constituye la ferocidad de cortes como “Gypsy Massacre”, “Country Carnage” o los dos bloques dedicados a las transformaciones de la criatura, virulentos y presagiantes a partes iguales.
Por otra parte, las concesiones del autor a registros de calado introspectivo son igualmente eficaces en el conjunto. Reservadas a instantes en los que reivindicar alegóricamente la parte humana de la bestia, en este sentido destaca el elegíaco “The Funeral”, describiendo el abatimiento de Lawrence ante la muerte de su hermano (un corte de 4 minutos para una secuencia que, en el montaje final, apenas supera el minuto de duración), así como el bucólico romanticismo que desprende el violín en el leitmotiv de Gwen, la prometida del difunto y personaje clave en la trama (un motivo que podemos oir en el “Wake Up, Lawrence”, reconducido en la cinta por Pope a una vertiente más expresiva a piano). Dentro de esta marco más psicológico, el tema “The Madhouse” se erige en uno de los puntos fuertes del disco, por su inteligente conjunción del dramatismo (reforzado por coros netamente elfmanianos) y el ambiente malsano (potenciado por el turbio juego de las cuerdas) del manicomio en el que es recluida la criatura.
Muy diferente al enfoque propuesto por Haslinger (y finalmente rechazado por la productora), la partitura de Elfman, junto con sus variaciones en el montaje ya comentadas, resulta no sólo un complemento de calidad al filme, sino también el recurso con el que tratar de disimular sus lagunas, haciendo pasar por grande y ampulosa una cinta que, cinematográficamente hablando, se queda ciertamente alejada de tales propósitos. En definitiva, un esforzado trabajo del de Texas que podría merecer incluso mayor reconocimiento, de no ser por ese gran lastre que supone la “apropiación” de ideas ajenas en la creación del, por otra parte, efectivo tema central.
22-marzo-2010
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