Miguel Ángel Ordóñez
Hay dos escenas en “La Residencia” y “¿Quién Puede Matar a un Niño?” que revelan la capacidad narrativa e intuición de un músico, argentino de nacimiento y afincado en España hasta su muerte, llamado Waldo de los Ríos. En la primera, una seductora melodía, constituida en eje central del relato y presentada en los créditos sobre la panorámica de un viejo caserón francés, acompaña el asesinato de la joven Isabel (“Murder at the Greenhouse”). Waldo ejecuta una variación para piano que parece querer detener el tiempo, ralentizando su marcha hasta dejarse caer sobre una grotesca mueca de dolor. La fisicidad que adquiere la música, unida a su naturaleza deliberadamente romántica, manifiestan el sentido de la provocación de su director al funcionar en contra de la misma imagen. En la segunda, el tema asociado a Evelyn, una feliz esposa embarazada que acude a la isla de Almanzora junto a su marido para pasar quince días de vacaciones, acompasa dulcemente el clímax de la cinta: su marido se abre paso descerrajando metrallazos ante una caterva de tiernos infantes que le cierran el paso en su huída de la isla (“Sunrise Without Evelyn”). En ambas, el músico subraya el punto de vista de las víctimas (quienes actúan movidas por un sentimiento básico, el amor), pero también la aparente inocencia de sus oponentes. Las dos acciones encierran, así, el contradictorio discurso de su director, Narciso Ibáñez Serrador: ¿cómo de la ingenuidad de un niño puede extraerse el peor comportamiento de los adultos? Es precisamente la revuelta de lo cotidiano, de lo normal, lo que estimula, como contrapartida, una desconcertante reacción de la audiencia, la aparición de unos niños amenazadores (como la de los pájaros en Hitchcock, una de las confesables influencias del cineasta) que subvierten su naturaleza pacífica.
Mientras “La Residencia” guarda correlación con los relatos góticos de Poe y con Cullinan (“El Seductor”), “¿Quién Puede Matar a un Niño?” se mira en el espejo de James (“Otra Vuelta de Tuerca”) y Wyndham (“El Pueblo de los Malditos”). En la primera, Serrador esboza un cuento oscuro y erótico que alcanza momentos de tormentoso lesbianismo bizarro, sorteando la censura con una socarronería impropia del cine español de la dictadura. Interesado el régimen franquista en mostrar los nuevos avances alcanzados en las libertades y la modernización del país, los distribuidores aprovechan su “tirón sexual” para publicitar la cinta como una atrevida visión de la sensualidad femenina (cargando las tintas en una tórrida escena donde unas jóvenes se duchan en camisón, respuesta cinéfila del director a los explícitos desnudos masculinos del “If…” de Anderson, un año antes). Sin embargo, Serrador despliega un mayor ánimo transgresivo en otra escena donde, a simple vista, la censura parece poner menos reparos. El cineasta articula una voluptuosa sucesión de primeros planos gestuales (labios mordidos que se enrojecen, jadeos apagados, miradas obscenas) para acompañar en un montaje paralelo el encuentro sexual entre una de las adolescentes y el único contacto masculino del exterior. La febrilidad sexual que se apodera de las jóvenes se ve incrementada a través de la introducción de una simple estructura tonal in crescendo que arranca en maderas y metales hasta ser conducida frenéticamente por las percusiones. Serrador consigue (y no es fácil) que la sensación de deseo reprimido, de perversión, sea mucho mayor a partir de actos tan “inocentes” como ensartar una aguja o liar un ovillo de lana, ya que al jugar con los dobles sentidos eleva la provocación a un sorprendente estadio natural y cotidiano (“The Barn”).
Aunque el director rinde tributo al “giallo” de los 60 y a las películas góticas de la AIP, el músico busca liberarse de esas ataduras para afrontar un ejercicio de estilo que, a pesar de rendir pleitesía a Herrmann (“The Elegant Dresses”, “The Barn”) y Baxter (con la magistral “El Hundimiento de la Casa Usher” de telón de fondo en “Humiliation & Punishments”), emerge sugerente y fresco en su intento por evitar los clichés del género [no cabe duda, que las sumisiones vocales al “italiano” de la época (“Madame Forneau”) o la versión pop-casposa del tema principal, destinada a la edición en single, juegan en contra]. De este modo, Waldo destaca en “La Residencia” más por el discurso narrativo que por el propio valor de su música, sustentada sobre un pegadizo tema central que tiende a eclipsar el resto de la propuesta. Muy al contrario, en “¿Quién Puede Matar a Un Niño?”, De los Ríos nos ofrece uno de sus más brillantes trabajos al apoyarse sobre una escritura contemporánea que evidencia un extenso repertorio en la búsqueda de timbres insólitos y en el uso de los clusters (con Penderecki, Herrmann (“… and a Boy Can Be Killed”), Takemitsu (“The Desert Island”), Stravinsky (“Run and Run”, un motivo secundario asociado a la huida que aparece de nuevo en “The Pursuit”) y Varèse (“Telephones”) en el horizonte) a través de los cuales -aquí sí-, establece un universo muy personal y único.
Tampoco puede obviarse que la obra resulta mucho menos sugerente e interesante cuando tiende a sustentarse sobre elementos tonales (esa irregularidad, marca de fábrica en su carrera, está presente por ejemplo en la aparatosa y kitsch, “Pampa Salvaje”). En la creación de los dos leitmotivs de la cinta, destinados a comentar acciones tan “aparentemente normales”, como las de unos niños jugando o las vacaciones de una feliz pareja de recién casados, el argentino se muestra, cuando no convencional (un love theme” que abraza (“To the Island”) las pegadizas orquestaciones del Williams (“Towering Inferno”) de la época), abiertamente imitador de fórmulas preexistentes. En concreto, la nana asociada a los niños (entonada por ellos en “Intro”) remite de manera diáfana al “O Willow Wally” de “The Innocents”, película de Clayton de la que la dupla director-músico introducen, también, la referencia a elementos físicos e inocuos directamente conectados a la naturaleza (la risa de los niños o el sonido de los pájaros). Mientras que Auric acude a ellos para instaurar un entorno de suprarealidad que convierte en terriblemente creíbles las fantasmagóricas apariciones de los perversos tutores, De los Ríos imagina un sonido lo más alejado posible de la tierna imagen de sus protagonistas con el fin, a través de la misma contradicción que esa aplicación encierra, de generar angustia y desconcierto, convertir lo natural y ordinario en extraño y sobrenatural.
La presente edición supone el bautismo de un nuevo sello español dedicado a la música cinematográfica, Singular Soundtrack, quien acudiendo al catálogo de EMI España se ha lanzado a competir con discográficas más lustrosas en el restringido mercado actual de “las mil copias”. Frente a un impecable cuidado formal (diseño y libretos a gran altura), el sello parece haber descuidado la verdadera chicha de su oferta: la calidad del sonido. Un miembro de esta página tuvo la oportunidad de comprobar, años atrás, el lamentable estado en el que se encuentran algunas de las cintas guardadas en los archivos personales del compositor, en poder de su viuda Isabel Pisano. Es por ello que resulta comprensible que algunos temas de “La Residencia” tengan una merma auditiva considerable, o que diversos cortes hayan desaparecido de la edición debido a su mal estado de conservación [el de la muerte de Teresa (el clímax de la cinta), sin ir más lejos]. La recuperación de la grabación original de “¿Quién puede Matar a un niño?” (que permite, de paso, enterrar la publicación “comercial” que Subterfuge editara años atrás y que Singular recupera también para este compacto), compensa con creces la “arqueológica” presentación de “La Residencia”, ya que se erige en obra madura que nos descubre, en toda su dimensión, la atrevida y moderna propuesta de un compositor que pudo haber escrito páginas imborrables en el cine español, pero al que una depresión, fruto de un amor no correspondido, se llevó para siempre tan sólo un año más tarde.
4-febrero-2010
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