David Serna
El uso del “silencio musical” ha fascinado a cineastas y compositores desde prácticamente la aparición del sonoro, cuando acudir a diálogos y melodías era casi una necesidad de cara a justificar y sacar a relucir las nuevas posibilidades expresivas del medio. De hecho, los mecanismos que rigen la presencia o ausencia de música en películas y escenas siguen envolviendo un insondable misterio, que atiende más a convenciones comúnmente aceptadas que a explicaciones racionales sobre su lenguaje. Tanto es así que la hinchada saturación de música que padece el cine contemporáneo más comercial puede entenderse como una involuntaria herencia del “sistema de estudios” hollywoodiense, donde todas las grandes productoras disponían de enormes orquestas bajo contrato que debían utilizar, lo que obligaba a los compositores a escribir más música de la que seguramente necesitaban sus películas. De este modo, la presencia de música en el arte audiovisual se ha ido constituyendo, antes que en una respetable opción, en una pieza indisoluble de la maquinaria industrial, siempre más preocupada por lo que espera el público que por lo que pide la obra artística.
Sonroja proclamar, a estas alturas, que la música puede ser una herramienta de incalculable valor en el discurso dramático de cualquier filme, pudiendo expresar eso que las imágenes no alcanzan a decir. Pero parece más embarazoso afirmar que no se trata de un elemento imprescindible, al igual que el montaje (en películas compuestas en plano-secuencia), el diseño de vestuario (en filmes de estilo documental) o la dirección artística (recuérdese la ausencia de decorados en “Dogville”, de Lars Von Trier). Si fuese indispensable, no existirían numerosos ejemplos de películas carentes entera o parcialmente de música en las más diversas corrientes y géneros cinematográficos, desde el western (“Yellow Sky”, de William A. Wellman) a la aventura (“Lifeboat”, de Alfred Hitchcock) pasando por la comedia (“The Front Page”, de Billy Wilder) o el policiaco (“The Asphalt Jungle”, de John Huston). En estas películas, la música incidental prácticamente se ve relegada a los créditos iniciales y finales, “lugar común” donde raras veces (incluso fuera de los circuitos comerciales) se “castiga” al espectador con el incómodo silencio de la sala. Pero ejemplos como la paradigmática “The Birds”, también de Hitchcock, certifican que cualquier película puede seguir resultando extraordinariamente válida sin música (que no sin banda sonora, pues los efectos de sonido pueden aportar una dimensión narrativa tan importante como la partitura original). De hecho, el espectador se ha acostumbrado a escuchar música y, cuando de repente no la hay, se siente aturdido, “golpeado”, inquietado por el efecto, lo que inconscientemente puede avivar su interés por la acción. Aunque, claro, siempre hay quien defiende lo contrario, como era el caso del compositor Nino Rota:
“Pienso que es mejor que un filme tenga una música mediocre que no que carezca de ella. El silencio musical deja insatisfecho al espectador”.
Irónicamente, Rota murió pocos días después del estreno de “The China Syndrome”, un muy solvente thriller de 1979 sobre el descubrimiento de un posible accidente en una central nuclear por parte de una reportera de la NBC y un cámara de televisión. El filme pertenecería al reducido grupo de “The Birds” (esto es, películas donde no suena una sola nota musical) si no fuera porque durante los créditos iniciales se escucha una canción utilizada, eso sí, como “falso diegético” una vez empieza a sonar en la radio del vehículo donde Michael Douglas y Jane Fonda se dirigen a la central nuclear. Durante el resto de la película, a excepción de las sintonías que suenan en las emisiones de la NBC, no se escucha más música. Pero sí la hubo: una inquietante y desazonada partitura escrita por Michael Small que, por decisión del director y guionista (James Bridges) y del propio Michael Douglas (protagonista y productor del filme), fue completamente descartada en la sala de montaje. La principal razón la esgrime Douglas en una entrevista del DVD del filme:
“Estábamos colocando la música cuando pensamos que podría funcionar, y cuando acudimos a uno de nuestros primeros montajes y añadimos la música, lo que era dramático se convertía en melodramático. Con un gran editor de sonido, todos los chasquidos al marcar el teléfono, todos los ruidos, resultaban mucho más impactantes, y cuando añadimos la música, no funcionaba”.
Para Bridges, la película tenía su propio ritmo y vida sonora. Sólo el montaje final de los créditos iniciales, con Douglas y Fonda de camino a la planta nuclear, requiere efectivamente un acompañamiento sonoro que aligere sus dos minutos de trayecto (aunque la insulsa canción escogida, “Somewhere in Between”, de Stephen Bishop, atente contra el espíritu del conjunto). Aun así, las intenciones buscadas siguen respetando el concepto de “The Birds”: que la total ausencia de música haga mucho más creíble y contundente el drama relatado. Puede que la partitura original de Small no sea especialmente robusta y que, con otra composición, la película resultara menos “melodramática” y más poderosa, más impactante. Pero la fuerza que tiene “The China Syndrome” despojada de música parece incompatible con siquiera lo que hubiese escrito un Jerry Goldsmith en su mejor momento (posiblemente otro “Coma” o “Damnation Alley”). Basta ver algunas escenas con la música de Small (mismamente en el portal YouTube) para diferenciar la “corrección cinematográfica” del virulento cambio que se produce al liberarse de ese mundo de convenciones preestablecidas casi por defecto.
Ni siquiera el mejor momento con diferencia de la partitura de Small (el corte “Meltdown!”, que acompaña la persecución de coches cuando Jack Lemmon se dirige también a la central) hace mejor esa secuencia. Y es que, por mucho que el compositor ofrezca una de las piezas sincopadas más frenéticas e intensas de su carrera, la naturaleza interna de la película no pide subrayados adicionales (igual que la célebre persecución automovilística de “Bullitt” tampoco necesitaba a Lalo Schifrin en ese momento). No es, en definitiva, un problema de Small, cuya parca y escueta partitura, escrita para orquesta y sintetizadores, arranca con cinco enigmáticas notas (“The Plant”) que el músico, volviendo a ejercer de hermano pequeño de Jerry Fielding, asocia a los peligros de la energía nuclear, presentando la central en todo momento como un lugar siniestro y amenazante (“Ticking Time Bomb”). Pero a diferencia de lo que venía haciendo en sus thrillers psicológicos de los 70, su música prefiere los hechos a los personajes, lo que la hace tan oscura y poco accesible como los intereses económicos que esconden los responsables de la planta, en la línea de partituras más complejas y ambientales como la inédita “The Parallax View”.
Como resultado, y a excepción de la emotiva melodía que compone para el trágico desenlace (“The Truth and Finale”), momento en el que se redime toda la angustia acumulada y se apela a la conciencia del espectador (tras pasajes tan ásperos y disonantes como “Hot Rods” o “The China Syndrome”), no hay mucha más música destacable con o sin la película como referente. Que el trabajo de Small resultara prescindible o modificara la cinta en un sentido determinado es indistinto de sus limitadas cualidades musicales, que apenas encuentran una fugaz vía de escape en las ligeras sintonías escritas para el informativo de la NBC (“News at 6:00” y “News at 11:00”) o en un corte adicional como “Source Suite 2”, que de haberse incrustado en los créditos finales (pese a que las notas de la carpetilla del disco apuntan a que pudo acompañar la escena de una fiesta) hubiese cambiado notablemente la percepción y el mensaje social de la película, desnuda por completo de acompañamiento sonoro incluso en esos títulos finales (un valiente recurso por el que se debió optar también en los iniciales).
No obstante, la curiosidad por desempolvar uno de los secretos mejor guardados en la historia de las bandas sonoras rechazadas (partitura que es eliminada pero no reemplazada por otra música, ni siquiera preexistente) y por descubrir un tema como “Meltdown!” (un verdadero regalo para los seguidores de Michael Small) puede justificar el acercamiento, en la medida que al aficionado le sea posible (las 1.000 copias editadas por Intrada se agotaron en el tiempo récord de tres horas, añadiendo un nuevo hito a la leyenda que la envuelve), a esta inocua partitura cuyo singular caso invita a reflexionar, una vez más, sobre la necesidad, más que la importancia, de la música en el cine y hace pensar en la cantidad de películas que ganarían en impacto dramático y contundencia de no contar con ese incesante acompañamiento musical que, tras su aparente deber de matizarlo todo, esconde un alarmante horror vacui, ese silencio más absoluto que tanto temía Rota. Puede que “The China Syndrome”, en ese sentido, deje insatisfecho a algún espectador (igual que a algún oyente de su partitura rechazada). Pero quien se beneficia, sin lugar a dudas, es la propia película.
31-diciembre-2009
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