Miguel Ángel Ordóñez
“El Sueño Eterno” supuso la fulgurante irrupción de Raymond Chandler en el terreno de la novela negra. Tomando como modelo en muchos aspectos a Dashiell Hammett (y a su personaje Sam Spade), en especial su mirada crítica hacia la sociedad norteamericana, Chandler inició con una serie de relatos centrados en el detective Philip Marlowe una de las vetas más ricas del género. En esta novela, repleta de nervio e ingeniosos diálogos, es un caso de chantaje el que lleva a Marlowe a asomarse a las alcantarillas de una sociedad en apariencia espléndida, que dista bastante de serlo. Llevada a la gran pantalla por Warner en 1946, bajo la dirección de Howard Hawks, con adaptación a cargo de William Faulkner, Leigh Brackett y Jules Furthman, y música de Max Steiner, la película resulta un extraño cóctel que atrapa por su fiereza narrativa y por un buen ramillete de sobresalientes parlamentos, al tiempo que decepciona por su estructura errática, al convertir una trama, enrevesada y confusa, en el eje central de su discurso. No es tanto un problema de que el argumento no se entienda cómo de que la película se centre en éste. Y es que, lamentablemente, este error de cálculo ejerce de poderoso contrapeso al vigor visual de Hawks, a la química de Bogart y Bacall o a la espléndida fotografía de Sidney Hickox. El resultado es un filme fallido que, no puede negarse, se sustenta sobre grandes momentos.
Eso, al menos, debió pensar también el director británico Michael Winner para, treinta años más tarde, ofrecer su propia visión de la novela y atar los cabos sueltos de la trama intercalando innecesarios flashbacks explicativos (lo que le lleva, ingenuo él, a resolver gratuitamente uno de los grandes misterios de la obra: el asesinato del personaje de Owen Taylor). Si para Chandler, Marlowe tiene 38 años, Winner nos presenta a un detective que ronda los 61 (al menos con esa edad afronta un desganado Robert Mitchum el rodaje, desempolvando un personaje que había interpretado tres años antes en “Farewell, My Lovely”), si la novela trascurre en Estados Unidos, la película traslada la trama a la campiña inglesa. Y es que resulta muy complicado establecer paralelismos con su precedente. Frente a la destreza con la que Hawks se mueve en el género, creando una atmósfera atemporal donde sus nada cartesianos personajes entran y salen, dejando huella, del proscenio; el realizador inglés demuestra su torpeza habitual al otorgar a la película una estética de telefilme, en el que las escenas aparecen unidas sin una intención de conjunto, y arrancar de Sarah Miles y Candy Clark dos de las peores actuaciones que uno recuerda (ambas, pretenden dar vida a las tercas y consentidas hermanas Sternwood).
En su deseo de modernizar y desmitificar al personaje, Jerry Fielding, en la última colaboración con Winner antes de su muerte, contribuye con una estilizada partitura que ancla sobre dos premisas sugerentes: por un lado, traslada a Marlowe a la Inglaterra de los 70 a través del empleo de ritmos plenamente vigentes en la época, por otro, introduce un paisaje frío y turbador, al que cubre de disonancias (con Lutowslaki como referente), para mostrar la existencia de una violencia seca y un submundo depravado de prostitución y drogas, ocultos tras la confortable fachada victoriana de la mansión de los Sternwood. La jugada es ejemplar, pero la alarmante falta de credibilidad que destila la película, conlleva que los resultados no vayan mucho más lejos de la corrección. Y es que, desde un punto de vista narrativo, Fielding elude la implantación de una seria estructura temática (que hubiera ayudado a identificar la línea argumental principal del relato), aunque, paradójicamente, tampoco renuncie a la introducción de breves células motívicas, lo que contribuye a generar cierta confusión. A partir de una recurrente sucesión de tres notas, crea una tríada de motivos que se circunscriben a cubrir los detalles de la investigación de Marlowe. Así, el tema central con el que Fielding abre y cierra los créditos acompañando un plano subjetivo de las carreteras británicas, emerge siguiendo la pauta de unas orquestaciones que cuando apuestan por la tonalidad, lo hacen esgrimiendo populismo y cierta tendencia al mestizaje (conjugando jazz y pop). A esa misma tónica acude en cortes como “Tailing Marlowe” y “The Man with the Gray Car”, donde apunta otro motivo que, narrativamente, no aporta nueva información referente a las aburridas pesquisas del detective (de hecho, puede perfectamente intercambiarse con el anterior). La tercera y última célula es, dentro de su marcada austeridad (dibujada por el piano), un atractivo intento, sin embargo, de intelectualizar la trama al hacer girar sobre ella tanto el arranque (“Marlowe Tails Geiger”) como la conclusión (“The Truth”) de la investigación, brindando, con ello, una estructura circular a la composición.
Fielding pierde, a través de esta sucesión de leitmotivs, que se limitan a coser escenas y ubicar a Marlowe en una sociedad contemporánea a la acción, la oportunidad de insuflar algo de vida a los personajes, conferirles un mínimo desarrollo. Sin él, acaban relegados a un segundo plano en favor de una lograda ambientación de los bajos fondos que el músico entrega a un entramado de disonancias y acordes de marcado suspense. A modo de breve resumen de la colaboración entre cineasta y músico, la evocación de trabajos como “The Nightcomers” (“Meet General Sternwood”) o “Scorpio” (los ritmos pulsados de “Brody Takes a Bullet” y “Cuffs and Guns”, dos brillantes cortes de acción) da como resultado la consecución de una inteligente atmósfera de incógnitas que, abrazando los axiomas principales de su estilo, Fielding realza a través de una apuesta por la instrumentación y orquestación en detrimento de la melodía, por un excelente uso de armonías cerradas, de texturas avant-gardé y de un consistente manejo del contrapunto, herramientas centrales que conforman los pilares básicos de su singular arquitectura sonora. Es sin duda a la hora de enfatizar ese oculto mundo de corrupción cuando Fielding demuestra encontrarse más a gusto, donde da muestras de su genialidad. Y es que, aunque “The Big Sleep” no sea un score excesivamente largo (unos 35 minutos), desde un punto de vista narrativo sólo parece funcionar en la dirección adecuada cuando subraya este violento universo paralelo, al que Fielding, otorga una hábil complejidad que logra trascender la, a todas luces, plana y mediocre dirección de Winner. Sin embargo, en el apartado estrictamente musical no cabe discusión alguna ya que Fielding, como siempre, vuelve a rallar a gran altura.
7-diciembre-2009
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