Frederic Torres
El penúltimo trabajo de Michael Giacchino (al ritmo que va, seguro que ha participado ya, como mínimo, en un par más) demuestra el gran momento de forma por el que está atravesando el compositor. Y este “Land of the Lost” lo corrobora. Es verdad que se trata de un proyecto que parece ajustarse como un guante a las maneras del compositor, por aquello de aunar toda la trama, dentro de la mayor o menor variedad argumental que la película pueda ofrecer (en este caso, no demasiada), en una dinámica aventurera para la que el perfil del compositor, tras su éxito en la serie “Lost”, es incuestionable. Pero también entraña el evidente riesgo de encasillamiento, al que tan proclive es la industria hollywoodiense, y que, una vez transitadas determinadas modas, puede derivar en el prematuro abortamiento de la creatividad individual o, cuando menos, de una brillante trayectoria profesional.
No es el caso, pues Giacchino, tal vez consciente del peligro de anquilosarse en determinados clichés que, es verdad, el gran público consigue identificar a las primeras de cambio pero que indudablemente pueden actuar como arma de doble filo en el sentido mencionado de esquematizar la creatividad artística (como puede haber ocurrido, por ejemplo, en el caso de un James Horner), se reinventa a sí mismo continuamente, procediendo a fagocitar todas aquellas referencias musicales válidamente creativas (incluyendo las propias), para dar un nuevo paso adelante y sorprendernos con una propuesta dinámica, eficaz y, lo que es más interesante, original. De este modo, sus (bien entendidos y asimilados guiños) a maestros como Jerry Goldsmith (a través de sus citas de “The Planet of the Apes” en, por ejemplo, “Chaka Chasedown”, o “Alien” en “Swamp and Circumstance” y “Enik the Altrusian” ) o la reformulación de sus propias creaciones (desde la perspectiva de la metodología musical a emplear), como puede ser la conjunción (y perfecto ensamblaje) del dinamismo orquestal con instrumentación contemporánea (caso de su “Alias” en “A Routine Expedition”, o, en el mismo sentido, pero más contextualmente especificada, “The Incredibles” en “In Search of… Holly”), por no mencionar su identificable, pero inspiradamente novedoso, sonido selvático (obviamente deudor de “Lost”) en prácticamente toda la partitura, son reformulados de tal modo para su exposición musical que parecen auténticamente sacados de su chistera creativa.
Así, el auténtico logro de la partitura es precisamente éste, el que toda la retahíla de scherzos, ostinatos, pizzicatos y crescendos que abundan a lo largo y ancho de esta como de aquella, hoy ya considerada, serie referencial, suenen con una frescura y un dinamismo (deudor también de toda una serie de recursos percusivos de una inventiva igual de eficaz y asombrosa que exótica) que cualquiera diría que su exposición no puede ser más prístina y novedosa. Cortes musicales como “Matt Lauer Can Suck It” y “The Ones That Got Away” acaban rezumando espectacularidad gracias al empleo de todos estos recursos musicales, mientras que “The Greatest Earthquake Ever Know” acaba configurándose como un compendio de todas estas virtudes que venimos enumerando, al añadir (más bien fundir) a las tan traídas sonoridades selváticas un bajo eléctrico, una batería y el nutritivo rasgueo de una guitarra eléctrica, finalizando dicha heterogénea confluencia en un dinámico crescendo final digno del mejor pasaje de “Lost”. En este sentido, “Sleestak Showdown” es el corte donde el propio músico se pone a prueba al echar toda “la carne en el asador”, coros incluidos, en una especie de orgía orquestal próxima al paroxismo percusivo.
Pero además, Giacchino, aprovechando esta abundancia de medios (unos 88 músicos en la orquesta y 35 miembros del coro) y recursos (todo tipo de instrumentos más o menos exóticos, como las conchas marinas interpretadas en lugar de las trompas por la sección orquestal correspondiente o una especie de tambor de formato inusualmente rectangular) dota a la partitura de una personalidad realmente rica que no hace más que provocar el lamento, si se ha visto la película, por no haber recalado en proyecto cinematográfico más interesante que, de esta manera, le hubiera podido asegurar cierta perdurabilidad artística. No siendo así y atisbando el propio compositor que la ocasión se presentaba especialmente única para lanzarse a ciertas propuestas permisivamente arriesgadas, aprovechando el tono de la mezcolanza genérica del que la película hace gala (tal vez la única), Giacchino utiliza, aparte del voluminoso aparato orquestal mencionado, una serie de elementos que van desde un banjo (explicado por el origen sureño de uno de los personajes), como apreciamos ya en “A Routine Expedition”, hasta la recuperación del sonido de una especie de theremin (aquel invento que Miklós Rózsa hizo famoso en su ya clásico “Spellbound”), que protagoniza (junto a los coros) “Sleestak Attack” y “End Credits Can Suck It!” para afianzar el tono de misterio y extrañeza requerido.
Siendo lo dicho, con todo, lo destacable de esta dinámica, sorprendente y vitalista partitura, el lirismo también hace su acto de presencia en “Food Coma for Thought” y “A New Marshall in Town”, revestido de ciertos toques humorísticos conseguidos con el empleo, junto a las flautas, de unas trompetas con sordina. “Never Trust a Dude in a Tunic” y “Holly Mad as Sin” se muestran, en cambio, mucho más definitorios y, por decirlo de alguna manera, más serios (dadas las situaciones cinematográficas), pese, de nuevo, a recordar (fundadamente) a ciertos pasajes de las mismas características empleados en “Lost” (como ocurre, también, en “Crystal Clear”).
“End Credits Can Suck It” finaliza la función (que no el disco, que cuenta con 3 bonus tracks más totalmente prescindibles por cuanto se trata de temas alternativos resueltos con diversas pequeñas variaciones respecto de los finalmente presentados) con una apoteosis final donde la orquesta (con especial presencia del metal) y todos los exóticos añadidos (incluyendo el banjo), tanto percusivos como eléctricos, alcanza, bajo la experta batuta de Tim Simonec, la dimensión de auténtica fusión sin que el espectador/oyente encuentre nada que objetar a tan aparentemente extravagante confluencia. Y ello es porque Giacchino sabe manejar como nadie (y esta partitura lo demuestra) los recursos de la verosimilitud musical de un modo excepcional. La película, en cambio, no hay quien se la crea.
16-noviembre-2009
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