Frederic Torres
Aunque Alejandro Amenábar se había encargado hasta ahora, contando con la ayuda de algún compositor o músico ocasional, como Mariano Marín en “Abre los ojos” o Carlos Núñez en “Mar adentro”, de la música de sus películas personalmente (incluso de alguna otra como “La Lengua de las Mariposas”), esta es la primera vez que ha dejado totalmente en otras manos (en lo que esto significa más allá de lo que puede ser la habitual estrecha colaboración entre un director y un compositor a la hora de abordar un proyecto cinematográfico) la composición musical de la partitura de su película. El elegido, Dario Marianelli, autor de trayectoria ya consolidada y, de momento, coronada con la consecución de un Oscar por su interesante y elegante “Atonement”, ha afrontado el proyecto con la certeza de colaborar con un director un tanto especial, dada su directa vinculación y profundo conocimiento del campo creativo que nos atañe. En este sentido, Amenábar mismo declara en la carátula de presentación del disco sus temores al respecto, pues esta circunstancia podía haber resultado, según reconoce él mismo, un impedimento serio para la consecución de los resultados artísticos previstos, dada la posibilidad de condicionar la creatividad del compositor a la hora de imponer unos criterios propios o una forma de hacer más personal.
Como quiera que sea, su relación parece haber transitado por los cauces más creativos y dado como resultado un trabajo musical del cual ambos han quedado satisfechos, redundando en beneficio de la obra cinematográfica, y, por tanto, del espectador/melómano que, no se olvide aunque pueda parecer una obviedad, suele ser el receptor final del trabajo realizado. Y ello porque hay quien tiene la firme creencia (legítima, por otro lado) en que el objetivo final artístico ha de estar siempre condicionado a una aportación de genialidad que transformará el contexto estético hasta el punto de hacerlo irreconocible, provocando una especie de catarsis en el auditorio que, de producirse, encumbrará a su autor por encima de la mediocridad reinante. Se olvida, así, la multitud de factores que se han de conjugar en una partitura cinematográfica, en la que el resultado artístico es una suerte de comunión de intereses expresivos del director, necesidades objetivamente cinematográficas (aquellas derivadas de la concreción y adecuación musical a unas imágenes que la necesitan) y, por supuesto, las personales. Que de ahí surja un trabajo más o menos acomodaticio o que, adecuándose a esas directrices, se sea capaz de aportar alguna originalidad artística depende tanto de la capacidad del compositor, como también de su habilidad y hasta del azar.
En el caso que nos ocupa, Marianelli ha optado por unas directrices que podríamos tildar de clásicas, si por ello entendemos el uso de la voz solista y los coros, la percusión epatante, la orquestación respetuosa con el entorno, con abundante utilización de instrumentos étnicos (aunque el omnipresente duduk sea de origen armenio), refuerzo de los sintetizadores, etc., tal como lo concibiera Hans Zimmer para su afamado “Gladiator” a principios de la presente década. En eso, Marianelli, como hijo de su tiempo que es (y tal como se puede apreciar en algún corte musical como “The Miracle of the Bread”), elige, pues, un camino transitado no sólo por Zimmer, sino también por el Harry Gregson-Williams de “Narnia” o el James Horner de “Troy”, sólo que su punto de partida, además de mucho más respetuoso (a pesar del ya mencionado duduk), es más espiritual. De encontrar, pues, semejanzas habría que buscarlas antes en el Lluís Llach de “Un Pont de Mar Blava” que no en el sonido de la factoría Mediaventures, puesto que los presupuestos estéticos que guían este ya lejano y pionero trabajo del autor catalán (de 1993, concretamente) están mucho más próximos a los de Marianelli, en cuanto a su propósito de referenciar musicalmente el cruce de culturas y civilizaciones que, desde tiempo inmemorial, ha tenido lugar en la ribera mediterránea.
Y no puede ser de otro modo, dado que el protagonismo del (super) héroe de las anteriores producciones, con toda su carga epatante como factor nuclear del espectáculo, es aquí sustituido por una protagonista femenina, que, más allá de esta condición genérica, se caracteriza por su inteligencia y sentido común, en representación de aquello a lo que la raza humana aspira a ser a pesar de la intolerancia imperante tanto en aquella como en la presente época. Este sentido unificador, universal, constante en la lucha por descubrir los entresijos de la verdad científica, lo presenta el cineasta con unos planos imposibles, de escala planetaria, que le plantean al compositor una dimensión trascendente, casi cósmica, del ser humano, convirtiendo la voz solista en un canto de reminiscencias globales, en un lamento por el sufrimiento que la intolerancia (en este caso religiosa) provoca en cualquier lugar del mundo. Así, “Have You Ever Asked Yourselves”, que abre el disco, muestra ese tono elegíaco de la música, de gravedad celestial, con las flautas y la ayuda de los sintetizadores, para pasar a continuación a mostrarnos, ubicados ya en el concreto espacio, acotado por el director, de la ciudad de “Alexandria”, a una música de características más épicas, tras la transición efectuada por el arpa y las flautas, alrededor de las cuales actúa una percusión a la que se añade la voz solista resultando un crescendo de características sinfónicas en el logrado empeño del compositor de ilustrar y acompañar la grandeza, toda vez que la armonía, de los habitantes de la ciudad norteafricana.
Con “Thinking Aloud”, la película se adentra, tras alguna pincelada étnica/diegética (como la declaración de amor de Orestes a la protagonista en el foro alejandrino, debida al compositor Lucio Godoy), con la ayuda del arpa y las flautas, y con la cuerda de apoyo, en el terreno propicio a la reflexión, insistiendo en el tema de la “sabiduría” (o “la verdad”) ya esbozado en “The Miracle of the Bread”. Este es precisamente el protagonista de la partitura. Un tema de orquestación ligera pero que transpira gravedad en el sentido épico del término (“Aristarchus Visionary”) y que funciona por oposición a aquellas secuencias musicales en las que la intolerancia impregna al gentío y hace prevalecer su fuerza y brutalidad (“The Library Falls” y “Two Hundred Thousand Books”, por ejemplo), significadas con la percusión, el metal y los coros, utilizando los crescendos orquestales para puntuar los momentos de mayor significación catastrófica.
Este enfrentamiento musical desemboca finalmente en una especie de réquiem de características clásicas, que dota de una significativa desolación la momentánea victoria del radicalismo más fanático, el de la orden de los parabolanos, que en su ascenso social y político en la sociedad de la época traza un panorama de devastación que alcanza toda su expresividad gracias al acompañamiento musical, especialmente trágico en su traslación cinematográfica mostrando el devenir de estas escuadras paramilitares por las calles de una Alejandría que un día (al principio de la película) fue un crisol de civilizaciones y hoy (en el presente de la película) muestra la evidencia (con la fabulosa biblioteca de Alejandría devastada y convertida en un corral para animales) de la más infame desolación. “Ungodliness and Witchcraft” sigue la misma línea, con ese réquiem iniciado en las cuerdas y transmutado en un tema de connotaciones oscuras y tenebrosas que acompaña la falsa acusación de hechicera y pagana a Hipatia de parte de Cirilo, alma mater de los parabolanos. Al igual que los coros procesionales que acompañan la captura y el paseo final de la protagonista antes de enfrentar su trágico destino final, con ese portentoso lamento protagónico de la voz solista (con la gravedad que añade la percusión) a modo de pesaroso llanto.
No obstante es el tema de Hipatia el que prevalece (al igual, afortunadamente, que el legado de la protagonista, desaparecido durante más de 1500 años) y, por ello, “A Boat Experiment” nos trae la liviana orquestación aparejada al tema de la protagonista (al tema de la “sabiduría”) para ilustrar el experimento sobre la circularidad de la Tierra (que, en este caso, viene acompañado de un pasaje incidental para adecuar el pequeño suspense que se produce sobre el resultado del mismo), pero, sobre todo, lo apreciamos en “The Truth Is Elliptical”, en donde la etérea cuerda, el duduk y el arpa consiguen dotar de una dimensión humanamente atemporal (que trasciende el momento para fundirse en el horizonte de los avances de la raza humana) a uno de los grandes descubrimientos de esta brillante y visionaria científica. Esta ligereza da paso al metal, para significar “monumentalmente” la importancia de la nueva verdad científica, para retornar finalmente a la ligereza del registro agudo de la cuerda, del arpa y la flauta acompañadas de la voz solista y el coro femenino. Es la música de la armonía del ser humano con el cosmos (su entorno).
El crescendo final que acompaña, con la emotividad requerida, el desenlace de la película, en “The Skies Do Not Fall”, refuerza los propósitos de universalidad del discurso y el tema de Hipatia, según Marianelli, esbozado, nunca finalizado, como el propio devenir humano, cobra una trascendencia no exenta de una hermosura ingrávida, como corresponde a la profunda reflexión que sobre las posibilidades humanas es la película.
9-noviembre-2009
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