Gorka Cornejo
Al nombre de Ang Lee se le suelen aparejar inevitablemente los epítetos sorprendente, inquieto, inclasificable o todoterreno. Cierto que el socorrido recurso de repasar su filmografía, situando efectistamente títulos como “Hulk” o “Sentido y sensibilidad” en los extremos del corpus principal (ese largo pasillo con cabezas de mamíferos cazados en los mejores festivales), ofrece a los redactores de suplementos culturales la posibilidad de constreñir en un titular digerible a uno de los directores de cine más coherentes de la actualidad. Su coherencia no es la de hacer del disfraz una constante. Para desentrañarla no es necesario realizar un prolijo análisis temático de todas sus películas en busca de ideas recurrentes y obsesiones comunes, que las tiene como todo ser humano creativo. En nuestra opinión, Lee ha hecho de su manera de entender la profesión de director de cine su particular idiosincrasia estilística, o dicho de otra manera, su rasgo de autoría es la ética profesional con la que aborda cada proyecto: lo primero es la película y todo lo demás debe estar al servicio de esa película, idea que a muchos les parecerá obvia pero que comparada al panorama cinematográfico actual (y no nos referimos a los denostados productos comerciales sino sobre todo a la gama supuestamente alta del cine de autor) resulta revolucionaria. Lee representa no ya un hipotético equilibrio entre arte y artesanía sino la superación de tan manido conflicto, la encarnación de un cine personal, intransferible, que nunca cae en la grosería de convertir al autor en protagonista de la propia obra. Sus aparentes caprichos, independientemente de su origen, es decir, ya sean proyectos generados por él o encargos derivados de otros, responden, siempre, a la necesidad de abordar ciertos temas y de hacerlo a partir de determinados vehículos, llamados comúnmente formatos, géneros o estilos.
Como viene siendo casi ritual en él, después de un proyecto de gran envergadura, como lo fue la magistral “Deseo, peligro”, al director le gusta pegarse un chapuzón refrescante en aguas de menor calado, películas llamémosles más “modestas”, sin que por ello disminuya el nivel de autoexigencia. Concederemos a quienes se pelean por este tipo de clasificaciones que “Taking Woodstock” es una obra menor en comparación con otros títulos de mayor empaque, pero una vez desempolvado este silogismo de cabecera habrá que intentar decir algo. Los que esperaban de ésta película un reportaje dramatizado de las ya históricas jornadas musicales protagonizadas por Janis Joplin y compañía se han quedado con un palmo de narices. “Taking Woodstock” se centra en Elliot Tiber, un joven idealista que, como empezaba a ser habitual en la época, aspira a tener una vida diferente de la que le viene dictada por su entorno inmediato (un pueblo pequeño, de mentalidad minifundista; una familia castradora de sus ilusiones creativas y existenciales) y acaba implicado en la organización del primer macroconcierto rock de la historia. Lee se vale de Elliot para sintetizar la íntima odisea de toda una generación de norteamericanos desencantados prematuramente que, seducidos por la música y el ácido lisérgico de la libertad, pretenderán lanzarse a la busca de un mundo pletórico de oportunidades, desamordazando tabúes (el propio Elliot “descubrirá” su latente homosexualidad), dando rienda suelta a sus deseos, con el cielo estrellado por límite y el amor al prójimo como bandera. Optimismo e ingenuidad que Lee no pretende criticar en exceso (basta la mirada retrospectiva y el conocimiento de lo venidero para relativizar los sueños bienintencionados -que desembocarán, como todos sabemos, en una espectacular tormenta de hielo-) sino apropiárselos, siguiendo de cerca el espectáculo de un acontecimiento histórico desde el interior de la piel de este muchacho, uno entre un millón.
El mayor punto de interés de ”Taking Woodstock” reside precisamente en su aproximación a Woodstock, entendido como hito/mito. Lee llega al fenómeno haciendo un rodeo, acumulando personajes secundarios, tópicos permisibles, detalles (absolutamente impresionante la recreación histórica de los años 60 en el mundo rural, la mejor nunca vista por los ojos del que esto suscribe), jugando con las expectativas del público y apostando por un planteamiento tan atrevido como humilde: evita escrupulosamente recrear los míticos conciertos, manteniéndolos casi en off (hermosísimo plano general de los campos circundantes sumidos en la oscuridad de una noche mágica, con el escenario iluminado, el lejano resonar de las guitarras y el griterío de las multitudes como un murmullo de océano), al tiempo que incorpora (para esquivarlo elegantemente) la principal referencia visual del evento, el documental de Michael Wadleigh, imitando el recurso de la multipantalla allí empleada y mostrando en plano al equipo de rodaje del famoso reportaje; dos decisiones inteligentes y creativas que permiten a Lee liberarse de obligaciones y deudas, deslizarse como el esquiador libre que es sorteando siempre las trampas y los clichés en los que otros, inevitablemente, quedan atrapados.
El hiperactivo Danny Elfman, en su segunda colaboración con Lee, se presenta para la ocasión convenientemente ceñido a las necesidades de la película. Juguetón, desprejuiciado y sobre todo modesto, nos ofrece una aproximación en parte previsible pero correcta, sin ánimo de sorprender con extravagancias inservibles, caracterizada como no podía ser de otra manera por la asimilación de la música rock a la que se hace referencia y que, de alguna manera, es la auténtica protagonista de la historia. Sin embargo, lo más destacable del diseño musical es que, al igual que el planteamiento del guión, Elfman asimila que el foco de la historia está en Elliot y su familia, estableciendo un núcleo de cotidianeidad claramente descrito en la música, para ir progresivamente reflejando la invasión de los hippies y su estética rompedora, escandalosa a ojos de la conservadora población en la que desembarcan y de la que se van adueñando tan pacífica como ruidosamente. Elfman parte, por tanto, de un dibujo de la mansedumbre rural, tradicional, en la que vive Elliot, mediante un material sencillo y elocuente de la vida asfixiante de la que se muere por desvincularse (“Taking Woodstock Titles”, “Get the Money”, “Life Goes On”), interpretado por un clarinete y un chelo, con ecos melódicos a las raíces hebreas de la familia, o mejor dicho, al concepto tradicional judío de la familia, que ya sólo el cine norteamericano nos ha contado repetidas veces hasta qué punto puede ser coercitivo (imposible olvidar a la “madre” de Woody Allen suspendida de los cielos de Manhattan contando a todo un barrio lo tarde que su “niño” dejó de mojar la cama). A destacar la sutil ironía, nunca totalmente paródica ni excesivamente simplista, que inspira este motivo musical (sublimes los glissandos del contrabajo), todo un ejemplo de elocuencia y sobriedad expresiva que nos muestra a un compositor todavía capaz de producir ideas sencillas y efectivas.
El resto del score no va a satisfacer demasiado a los seguidores del prestigioso gótico y mucho menos a los que se hayan acostumbrado a las atronadoras tecnonaderías que ha ido pariendo en el último decenio. Mezclando breves cuñas de underscoring con temas de tipo source music (“Groovy Thing (Office #1)”, “A Happening (Office #2)”), Elfman cumple con eficacia los escuetos objetivos dramáticos que la película requiere de la música, logrando, eso sí, una perfecta coherencia entre sus composiciones y las ajenas. El personaje de Elliot inspira a Elfman comentarios musicales de carácter optimista (los riffs de guitarra acústica que rompen el flujo hebreo en los mencionados títulos de crédito, por ejemplo), introspectivo (el dylaniano “In the Mud”, “Perspective Extended”) o voluntarioso (“Elliot´s Place”, “At Easy Man”, de inequívoco sabor Mrs. Robinsoniano). Buceando en los tics más habituales del rock de la época (inevitables referencias a Hendrix -magnífico, aunque demasiado breve, el corte “The Magic Tickets”-) y empleando como cuerpo principal de instrumentación la guitarra en sus más diversas variedades, desde las más eléctricas a las más campestres (con las que se aproxima al sonido Santaolalla de ”Brokeback Mountain”, particularmente apreciable en el final de “Welcome Home” y en “Hash Brownies”), el compositor ofrece un rico catálogo de miniaturas que en su edición discográfica pierden inevitablemente gancho, pero que están muy lejos de las habituales soserías electro-acústicas en las que otros incurren cuando abandonan el parapeto de la grandilocuencia sinfónico-orgásmica. En definitiva: un trabajo suficiente, mucho más elaborado de lo que puede parecer a primera vista, elegante y en ocasiones (bendito sea) muy original.
2-noviembre-2009
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