Miguel Ángel Ordóñez
Tras pasar la noche al raso, Jack Burns (Kirk Douglas) y su caballo, Whisky, son despertados por el ensordecedor ruido de un reactor surcando el cielo. Durante el viaje de vuelta a casa encuentra el paisaje muy cambiado: han proliferado las cercas, los letreros de prohibición y las carreteras infectadas de coches. Se ha dado de bruces con el progreso. El amigo con el que se crió, Paul Bondi (Michael Kane), tiene problemas con la justicia y Burns ha decidido ayudarle a escapar de la cárcel de un pueblo fronterizo de Nuevo Méjico, antes de que sea trasladado a la prisión federal. Una vez allí, se dará cuenta que su gran amigo, casado ahora con Jerri (Gena Rowlands), una antigua novia de Jack, ha claudicado a los nuevos tiempos y adaptado a un mundo que, en su crecimiento inexorable, ha dejado muy atrás los valores que ellos representan.
A pesar del empleo de toda su iconografía, “Los Valientes Andan Solos” no es un western, como tampoco lo es el patrón que le sirve de espejo, la hustoniana “The Misfits”. Inmersa Estados Unidos en una época de fuertes cambios en los años 60, la radicalización de sus problemas raciales, la contracultura y la nueva estética underground sustituyen a la épica de la frontera y la mítica de los espacios abiertos. El sueño americano se hace trizas y la alienación de las conductas arrincona a los últimos seres empeñados en ser fieles a si mismos. En este paisaje, el cowboy emerge como una figura anacrónica, inadaptada, que se gana la vida en espectáculos de feria. Este sentimiento de decepción está muy presente en una cinta, la favorita de Douglas, que no sólo constata la defunción de todo un estilo de vida sino que pone al descubierto la arrogancia con la que la modernidad -jeeps, policía y ejército con un arsenal en telecomunicaciones y un helicóptero, persiguen al protagonista a través de una pedregosa colina- despacha toda la romántica de un pasado más honesto, donde la gloria de los pioneros se ha consumido en ese lento y agónico silencio que precede a la muerte –en este sentido, su final supone toda una declaración de intenciones, con Burns mirando como un animal desvalido a los hombres que se agolpan en la carretera y dan el tiro de gracia a su caballo, y figuradamente a él mismo, mientras su sombrero queda a merced del indiferente tráfico-.
“Lonely Are the Brave” es la primera obra de referencia en la filmografía de Jerry Goldsmith, dentro de un año, 1962, que le servirá de verdadero afianzamiento en el campo del largometraje (tras colaborar con David Miller, se pone a las órdenes de dos maestros, Mulligan en “The Spiral Road” y Huston en “Freud”). Marcadas las claves y pautas de su vigoroso estilo en obras como “City of Fear” o “Studs Lonigan” -estilizadas prolongaciones de sus colaboraciones en el campo televisivo-, Goldsmith consigue en “Lonely Are the Brave” una admirable simbiosis entre forma y fondo. Logra, a través de su hábil discurso, que emerjan a la superficie nuevas lecturas sobre los personajes, e incluso, por encima de cualquier otra consideración, nos hace comprender mucho mejor la verdadera esencia del argumento: la apología del medio natural y el anacronismo de un hombre que apegado a las viejas ideas, es engullido por el implacable paso del tiempo.
Con inteligencia, Goldsmith establece, como punta de lanza, como principal recurso narrativo, la creación de dos mundos que gravitan sobre perspectivas simbólicas muy diferentes y que se conectan íntimamente a su protagonista. En el primero, la acción se articula alrededor del estado anímico de Burns, de su propia percepción de los acontecimientos. Se siente y actúa como un verdadero cowboy, y ése es el retrato que erige Goldsmith de su figura, conectando su viaje a través de los parajes desérticos de Nuevo Méjico con la mítica propia de un género, el western, que adquiere tintes fronterizos (“Main Title”, “3M81”), subraya la masculinidad de unos hombres que dirimen sus diferencias a la vieja usanza, sin ventajas aparentes (el espléndido “Barroom Brawl”), o que sirve, incluso, para acentuar la parcial pero importante victoria moral del vaquero sobre sus perseguidores (“Run For It”, cuyo final será reutilizado por el compositor como tema central de la posterior “The Loner”). La música, en este estadio emocional, no es sino el reflejo optimista de un mundo cuyo ortodoxo código ético aún persiste en la memoria de su protagonista.
Sin embargo, a su alrededor todo ha cambiado. Cuando Jack entra en contacto con Jerri (“Burns Returns”, “3M53”) y con Paul (“No Surprise/Escape”), personajes derrotados por un mundo que ha dado la espalda a la ética que encarnan, o cuando es hostigado por sus perseguidores a lo largo de un paisaje adverso, que resulta ser su único medio de defensa contra los más modernos y mecánicos utilizados por la policía (“Closing In”, “Wounded”), la música se vuelve nostálgica y evocadora, de forma que en clave metafórica, no hace sino anticipar el destino del protagonista. En este segundo estrato, que es el que adquiere más presencia a lo largo del metraje, Goldsmith no sólo pone de manifiesto la soledad del protagonista, sino que su música, deliberadamente austera, es el reflejo del punto de vista pesimista que sobre Jack adopta su más estrecho entorno (al que Miller añade la figura del escéptico sheriff Morey (Walter Matthau), un condescendiente garante de la ley que respeta sus convicciones). El interés del compositor radica en trasladar esa misma mirada al espectador, para hacerle partícipe, en todo momento, de la trágica derrota a la que se ve abocado el personaje.
Goldsmith no sólo evoca dos mundos antagónicos a través de una clara bifurcación narrativa, sino que incide en esa disociación también desde un punto de vista temático y tímbrico. La aparición de un tema recurrente asociado a Jack, contrasta con la nula significación temática del resto de personajes. Sólo Jerri (“3M53”) posee un esbozo motívico que, en realidad, no deja de ser un esquemático “tema de amor” que en modo alguno la define como personaje, más allá de presentarla como heroína amorosa de ese pasado fabulístico que encarna Jack. La división estructural en la que constantemente se mueve la partitura también afecta, como apuntábamos, a la orquestación, donde Goldsmith contrapone el uso de metales y de percusiones exóticas, anexo a terrenos más propios de la épica, al empleo de guitarra y maderas, símbolos del verdadero aislamiento de Jack, de su falta de adaptación a los nuevos tiempos.
Con todos estos mimbres, resulta interesante observar cómo a través de un comentario poético centrado en aspectos psicológicos e individualistas, Goldsmith traza con precisión el ocaso de una era y los valores que la acompañan. Una década más tarde, David Morrell se inspirará en “Lonely Are the Brave” para escribir la novela “First Blood”, llevada al cine en los años 80. En el “Acorralado” de Kotcheff, Goldsmith erige un discurso similar al efectuado en su modelo: el contraste entre lo que representa John Rambo, un hombre fiel a unas ideas en extinción, frente al colectivismo de una sociedad burocratizada, tendrá como resultado, al margen del empleo de recursos propios del cine de acción, una música de profunda raíz nostálgica que evoca un pasado más digno y honesto. Como en “Lonely Are the Brave”, el trágico tránsito de un mundo solidario y pionero a una humanidad industrializada y carente de alma.
10-agosto-2009
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