Miguel Ángel Ordóñez
El impacto del mundo adulto, apegado al deseo, la culpa y la miseria moral, sobre una infancia condenada a sufrir las consecuencias de sus fracasos y desdichas, es uno de los núcleos principales de los que se nutre la corta pero imprescindible filmografía del director británico Jack Clayton. La pérdida de la inocencia sustenta buena parte del grave discurso propuesto en obras maestras como “The Innocents” y “Our Mother´s House”. Si en la primera, una fuerza diabólica sobrenatural empuja a unos niños a comportarse como adultos desinhibidos, en la segunda Clayton les fuerza a ocupar ese puesto a costa de la propia salud mental, en los límites de una sociedad paternalista que condena el orden natural y las conductas no establecidas.
Con “Something Wicked This Way Comes”, adaptación de una novela corta del moralista Ray Bradbury (encargado de trasladar su pastiche a guión cinematográfico), Clayton regresa al miedo a lo desconocido y a la disciplina moral expuestos en “The Innocents”. La película, que se desarrolla en los años 50, narra la llegada a un pequeño pueblo de Illinois de una siniestra feria de atracciones que, dirigida por Mr.Dark (Jonathan Pryce), promete hacer realidad los deseos de sus habitantes. A cambio, el precio a pagar es demasiado alto. Dos niños, amigos íntimos, son los encargados de desvelar el oscuro secreto que portan los feriantes, al tiempo que pierden la inocencia cuando afrontan sus problemas familiares: Jim, la ausencia paterna; Will, la falta de comunicación con un padre sexagenario (Jason Robards).
Producida por Disney, Clayton hace todo aquello que, a priori y en este tipo de productos destinados al gran público, no debe hacerse: relega la aventura y la fantasía a un segundo plano y realiza un lúcido retrato de la infancia y la vejez, un ensayo sobre la expiación de los pecados y el sentimiento de culpa que oculto entre las sombras vuelve a la vida para morder, a traición, la conciencia dormida. A pesar de sus buenas intenciones, la cinta adolece de una importante falta de ritmo o si gustan, de un desarrollo narrativo demasiado irregular, en gran medida achacable a un guión mal planificado, no tanto por el despliegue de unos magníficos diálogos como por lo arbitrario de las situaciones que propone. En el punto de mira, el trabajo de Bradbury supone la muerte cerebral de unos personajes que, cosidos por una gélida emoción, se adentran sin convicción en el terreno de las enmiendas y las culpabilidades narcisistas. A pesar del florecimiento de tanto estigma pintado a mano, Clayton apuesta por dar un toque muy personal a su hijo bastardo, mimándole hasta el último detalle (espléndida fotografía de Stephen H.Burum). Sin embargo, la tibia acogida de la obra en los pases previos provoca que la Disney, asustada por el coro de bostezos que acompaña cada proyección, imponga cambios importantes en el montaje, reduzca el metraje y con ello los significados e incluya, en post producción, unos horrorosos efectos especiales que convierten este “carnaval de tinieblas” en una auténtica “feria de vanidades”.
La música compuesta para la ocasión por Georges Delerue (quien hermanara con Clayton en “A las 9 de Cada Noche” para repetir experiencia con su último brindis al sol, “La Solitaria Pasión de Judith Hearne”) tampoco permanece insensible a tanto cambio y sufre la misma suerte. Su score, rechazado como todo lo que huele en la cinta a flor muerta y austera distinción, profundiza en una atmósfera repleta de contrastes, equiparable en el fondo, que no en la forma, a la obtenida tres lustros antes en la insana “Our Mother´s House”, una de esas sacudidas musicales de siete grados en la escala de Richter que la modernidad y el paso del tiempo se encargan de enterrar sobre varias toneladas de otras nuevas y más robustas columnas de hormigón. De lo que no cabe duda es que Delerue, con su discurso grave y adulto (¿desde cuando hacerse entender por un público infantil es equiparable a regalar la banana a un chimpancé que aprieta el botón correcto?), hubiera contribuido decisivamente a entallar esta moraleja en busca de fábula, dejando a un lado la zalamería y el divertimento hueco, el ruido de viento que anticipa las aguas mayores (ese mismo que provoca Stephen King cuando ¿homenajea? a Bradbury en “Needful Things”). El menú: un primer plato, de esos de cuchara y babero, con fuerte aroma a poema sinfónico, una buena ensalada de enamoramientos y cortejos, y como guinda del pastel, una delicatessen al horno cuya base se adorna de una sabrosa masa coral; refrito a todas luces indigesto para unos ejecutivos algo más que disconformes con la dirección tomada por el cineasta y sus colaboradores.
Pero donde manda patrón, no lo hace marinero. Asustada por el bodrio existencialista que maneja entre manos el “matrimonio de conveniencia” Clayton-Bradbury, y ya con poco margen de maniobra en el terreno de la moviola y la tijera, Disney encarga nueva partitura, más acorde a las intenciones “es-tétricas” de un producto que no olvidemos se destina a un público infantil y juvenil, a uno de los fenómenos emergentes del momento, el californiano James Horner. Adoctrinado y remangado hasta los hombros, el americano de mansión en Beverly Hills y siseo serpentino propone un enfoque bien diferente del cultureta europeo de cafés a media tarde en la rue St.Michel. El más importante, que la música no debe funcionar en contrapunto a la imagen. Muy listo Horner, si tenemos en cuenta que de esta forma reduce al mínimo la capacidad deductiva y analítica de una audiencia que trascurrida media hora está para pocas cosas más allá de una buena almohada o un magreo indecente en las últimas butacas de su cine de arrabal (condenado el séptimo arte a compartir espacio con tiendas de prêt-à-porter y holding de franquicias del señor colesterol).
Libre de razonamientos perjudiciales para la salud, Horner se entrega al raquítico montaje de Disney a pecho descubierto. Con estos mimbres, sólo le queda jugarse a cara o cruz su destino: si algo no funciona e interesa que no lo parezca, habrá que inyectarle fuerza. Sin resultados aparentes, será necesario cambiar diametralmente la táctica: si el puño de la camisa está deshilachado, conviértela en camiseta. A través de un lenguaje enfático y directo, Horner propone una clara división de timbres con los que ciñe su discurso al tema más viejo del mundo: la lucha del bien contra el mal, la inocencia contra la perversión. La jugada no puede salirle mejor. El empleo de una música de tono pastoral, prima hermana de la “América de Copland”, fotocopia de la ingenuidad de la adolescencia y de los colores ocres del paisaje otoñal de Illinois (segunda parte de “Main Title”, “The Boys Buy a Lightening Rod” o “End Titles”), contrasta con la activa presencia de una música oscura que adquiere connotaciones mágicas, una música física y palpable, corpórea incluso, gracias a imposibles efectos a la cuerda y el bronce, sobre la que se alza un amplio e inteligente catálogo de emociones trasmitidas a través del uso de los coros. Horner intenta (a veces en vano, si tenemos en cuenta que el tono de la película es otro bien diferente) insuflar poder y espectáculo a un caramelo envenenado que a tenor de su agrio sabor, no siempre degusta de la manera adecuada. Basta echar un vistazo a una escena, la del ataque de las arañas mientras los niños duermen (“The Spiders”), para corroborar que la soflama de sus acalorados glissandi encuentran como respuesta en Clayton una dirección sutil y arriesgada que se traslada al terreno onírico, nunca, desde luego, al campo de batalla que propone el californiano.
Por mucho que su trabajo aparezca cercenado y mutilado, casi siempre en una mezcla apenas audible, Horner demuestra un oficio y aplomo impropios en un neófito (Intrada no nos ofrece la obra completa, sino un compendio de cortes engordados sin orden cronológico). Sus dos motivos centrales, epítomes del mito de la caverna, de la luz y su opuesto, pero también de las sombras disfrazadas de dudas, tienen la virtud de funcionar estupendamente en pantalla, mientras toda la cohorte de temas incidentales que conforman el grueso de la partitura lo hacen admirablemente en disco. Horner, con un discurso de filiación contemporánea, planta la semilla de un estilo que le reportará pingues beneficios en un futuro a corto plazo. Detrás del diabólico traqueteo del caballo de vapor que camina sigiloso en busca de almas poco onerosas (“Main Title”) se haya la futura marcha histriónica de “We´re Back”, abrazado a los glissandi de “The Spiders” se agazapa la acción tortuosa y violenta de su vecina, en el tiempo, “Aliens”.
No tiene sentido alguno entrar a discutir que podría haber sido de “El Carnaval de las Tinieblas” si Disney en lugar de los ejecutivos del momento, hubiese tenido en nómina a Byron, Pisarro o Debussy (todos ellos, artistas de una sensibilidad incuestionable). Resulta impropio del buen gusto tratar de confrontar dos obras objetivamente defendibles que son el resultado de dos películas bien diferentes. Una, la planeada por Clayton. Otra, la rescatada por Disney. En el fondo no se trata de otra cosa que echar abajo un Prado para sobre sus cimientos, plantarnos un Guggenheim. ¡Será por dinero! Lo otro… cuestión de gustos.
3-agosto-2009
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